martes, 5 de febrero de 2008

CINE - Por qué el mundo no necesita a este Superman


Héroes ha habido siempre: es la profesión más antigua del mundo. O tal vez no. Lo cierto es que la figura del héroe es un arquetipo fundamental para la constitución de la condición humana; su creación surge de la necesidad básica de los seres humanos de idealizar su propia condición, y de sentir que en ellos se cumple y se justifica la supremacía del hombre como especie dominante. Son una herramienta para paliar el sentimiento de inferioridad ante una tarea superior a nuestras posibilidades -limitadas en primer lugar por la muerte-, de ser la imagen y la semejanza de un dios que lo ve todo y todo lo puede. En ese sentido, es un hecho que nuestro mapa genético nos acerca mucho más a Zeus y a su familia disfuncional que a otros, con mayor presencia y promoción en el mercado de dioses actual. Desde los albores de la historia, nos llega el ejemplo del imperio heleno pre homérico, construido culturalmente sobre Jasones, Aquiles, Teseos y el resto de una heterogenea constelación de héroes. Aquellos representaban la exaltación de ciertos valores que en el imaginario de las naciones griegas conformaron el núcleo de sus ideales: la valentía de Aquiles; la astucia de Odiseo; la sabiduría de Néstor; la entereza espiritual de Priamo; el orgullo de Héctor, que dicho sea de paso, es el verdadero héroe de La Ilíada (aunque eso sea tema de otra discusión). Este legado, potenciado por la cultura románica, más la poderosa influencia judeo cristiana, se erigió en base para la formación cultural de occidente. Esta costumbre de crearnos reflejos de lo ideal se ha mantenido hasta nuestros días. Hasta hace muy pocos años, esa tarea recaía exclusivamente en manos del arte, y en primer lugar sobre la literatura, o más ámpliamente, sobre lo narrativo. Con la aparición de las historietas y el cine, potenciados hermanos menores de los géneros literarios, la presencia de estos héroes se volvió más tangible y masiva: ya no son aventuras relatadas por juglares y otras voces autorizadas, ni un espectáculo limitado a la clase dominante, sino que cualquiera puede estar presente en el momento en que el acto heroico se consuma: ver al héroe en su momento de gloria, con todo lo que filosóficamente viene implícito en el sentido de la vista y que lo coloca, por sobre el resto de los sentidos, como legitimador de la verdad, concepto por demás discutible. La televisión vino a perfeccionar este mecanismo de difusión masiva de la figura de héroes cada vez más esquemáticos, básicos y muchas veces, turbios. El regreso de Superman ideado en la película Superman returns, plantea, a través de una serie de símbolos y asociaciones, generalmente de una manera burda, la asimilación del héroe a la mitología judeo cristiana. La asociación de su imagen a la del enviado, la de aquel que viene a salvarnos del mal, incluso a costa de su inmolación, queda clara en el devenir de la historia que propone la película. Sin embargo, también es claro que, de entre la multitud de superhéroes occidentales, casi todos ellos norteamericanos, Superman es el más notablemente norteamericano. Al punto de ser, junto con las marcas de gaseosa y las cadenas de comida rápida, uno de los íconos más poderosos de esa cultura. Anótese la similitud de conceptos entre el diseño del afiche de promoción de la película, con los detalles icónicos de El cristo de San Juan de la Cruz, la célebre pintura del genial Salvador Dalí. Este intento de unificar lo norteamericano al concepto cristiano de la salvación, es para la actual coyuntura socio político religiosa, en que Oriente y Occidente se alzan como dos bestias dispuestas a aplastarse, muy poco edificante, o al menos una pésima idea. Si alguien creía que transformando en universal una teología regional (aunque los mitos de dios sean muy parecidos entre sí) se estaba ganando el cielo del Islam (y no estoy seguro de que exista tal cosa), creo que ese alguien no hizo bien las cuentas. Esta figura de Superman no se erige para nada como el punto de partida ideal para ningún intento de diálogo conciliador. Más bien se parece a un dispositivo chauvinista para esconder, otra vez, algún complejo de inferioridad.

LIBROS - Beowulf, otra máscara para un héroe



La mayor parte de las literaturas han tenido su origen en textos que se basan en el relato de las hazañas de sus personajes. Este conjunto de obras son conocidas como textos épicos que, por tratarse de historias muy antiguas provenientes de la tradición oral, han sido transcritas en forma tardía. Estos poemas constituyen, entre otras cosas, una suerte de suma moral, en la que se atribuía al héroe el conjunto de las virtudes que estas sociedades primitivas exigían a sus prohombres.
El Beowulf es el poema fundacional de la literatura inglesa. Para tener una idea de lo que representa el Beowulf para la cultura británica, podemos decir que es equivalente al Cantar del Mío Cid para la literatura castellana; o a La Chanson de Roland, para la literatura Francesa; o yendo mas a los orígenes, comparable al lugar que ocupa la obra homérica dentro de la cultura griega.
En particular, el Beowulf es uno de los pocos textos que se conservan en inglés antiguo, el anglosajón, que es antepasado directo del idioma inglés y de los idiomas escandinavos actuales. El anglosajón, que se hablo en muchas regiones de Gran Bretaña durante más de 500 años, se introdujo en ese territorio con las invasiones sajonas, que entre los siglos IV y V contribuyeron al desmembramiento de la bretaña romanizada. De hecho, es la obra más antigua de la lengua inglesa, ya que data según se cree de una época posterior al siglo V, pero anterior al VIII. De este poema épico sólo se conserva una copia, que es apenas un manuscrito en inglés antiguo, copiado unos 200 años después. Esa copia única del Beowulf se conserva en el Museo Británico.
A pesar de ser la obra inicial de la cultura anglosajona, el Beowulf no está ambientado ni en Inglaterra, ni en ninguna región de las islas Británicas. La acción se desarrolla en la península de Jutlandia, en un tiempo de guerra entre las diversas tribus germánicas que la ocupaban, entre ellas, daneses, frisones o jutos, de quienes la región ha tomado el nombre.
Beowulf era hijo de la tribu de los Geats, cuyo nombre castellano es Gautas o Geatas. Estos Gautas tenían su nación en el Gotland, o los territorios que hoy son las regiones australes del mapa sueco, y cuyo nombre se conserva en una de las islas emplazadas en el mar Báltico, al sur de Estocolmo y frente a las costas de Estonia, Latvia y Lituania. Es muy probable que los Gautas compartan la misma rama germánica de las tribus Godas que, empujadas por la campaña de Atila y los hunos, invadieron el imperio Romano a partir del siglo IV.
Conociendo las desgracias que un ser maligno, de nombre Grendel, causaba entre los hombres del rey Hrotghar, Beowulf parte a tierra danesa para ofrecer su ayuda al atribulado monarca. Allí, y sabiendo que el filo de las espadas resulta inútil, vencerá al demonio Grendel sólo con sus manos. Y luego hará lo mismo con la madre de Grendel, en el fondo de un lago infestado de criaturas diabólicas.
El poema reúne los ingredientes fundamentales de la épica: un personaje de mucho valor, a quien la voluntad obliga a buscar el heroísmo, y cuyos objetivos, que son nobles para con los suyos, nacen del deseo combatir las fuerzas del mal. El Beowulf dice que quien quiera ganarse un renombre duradero debe despreciar la propia vida, y así resume en pocos versos el concepto de lo heroico en la antigüedad. Hay también un viaje, en el que el héroe busca su gloria y que también es generador de un cambio. Un camino que el héroe recorrerá para salir de él transformado. Es por eso que Borges relaciona al Beowulf con la Eneida romana; pero utilizando el mismo patrón lógico, es posible trazar equivalencias similares con otros mitos, como el de Jasón y los Argonautas, o la misma Odisea.
Tolkien, autor de la saga de la Tierra Media, no por casualidad profesor de anglosajón en la universidad de Oxford, conocía a la perfección el Beowulf, al punto de ser su referencia permanente para la creación de su universo de hombres, de orkos, elfos y el resto de su mitología semi apócrifa. De hecho, Tolkien admite que la secuencia final de Beowulf enfrentando a un dragón, ha sido su "inspiración"� para la escena en que Bilbo cumple con igual desafío, en las páginas de El Hobbit. A partir de esto, puede arriesgarse que la lectura del Beowulf es fundamental para comprender el origen de estos artefactos que apasionan a los jóvenes de los siglos XX y XXI.
Amigo de la casa y de todas las casas, Borges solía afirmar, como lo declara Martín Hadis, autor del libro Excéntricos y literatos, en el que bucea en la genealogía del escritor, que fue la abuela paterna quien le enseñó, en inglés antiguo y cuando todavía era un chico, los primeros versos del Beowulf, que luego él, algo más grande, aprendería de manera perfecta.
El texto completo del Beowulf, en español y en inglés, puede consultarse en: http://www.elistas.net/lista/geotm/ficheros/1

CINE - El fin de la inocencia (Twelve and holding), de Michael Cuesta: Postales de niños que sufren

Muchas películas apuestan a conmover al espectador y, de todas ellas, algunas lo consiguen. El éxito o no de esta empresa depende de muchos factores, algunos predecibles: un guión trabajado; la habilidad narrativa del director para acertar en los tonos y la intensidad que cada escena demanda; la capacidad dramática del elenco. Pero también existen argumentos universales, que tienen por sí mismos la virtud de potenciar las tragedias en el imaginario colectivo. Poner niños en situaciones incómodas suele dar buenos réditos: un ataque directo a la resistencia emotiva, que consigue exponer el costado vulnerable del espectador medio a partir de la identificación de sus propios miedos con situaciones del presente o del pasado que le son familiares. Más breve: “Pongan un nene a sufrir sobre un escenario y conseguirán una multitud desconsolada”. Ese es el plan de El fin de la inocencia, de Michael Cuesta, hombre acostumbrado a hacer sufrir chicos en pantalla; basta ver L.I.E., su ópera prima. Y con ese objetivo no se privará de abrir la película con la muerte de Rudy, que es quemado vivo de manera accidental por dos chicos más grandes que se burlan de su acomplejado gemelo Jacob, quien tras una máscara de hockey al estilo Martes 13, oculta una mancha de nacimiento que le cubre media cara. La muerte de Rudy no será para Jacob sino el subrayado que remarque las diferencias con ese hermano a quien admira, envidia y padece, y hasta puede presentirse que vive su ausencia casi con alivio. Pero también se volverá permeable al dolor desbordado de sus padres, y no sin confusión se obligará transitar ese camino como si fuera propio.
Aprovechando el formato coral que tantas satisfacciones le ha dado (justa o injustificadamente) a no pocos directores contemporáneos, El fin de la inocencia narra la historia de un grupo de preadolescentes que, como la mayoría, comienzan a manifestar su incomodidad frente a los problemas que plantea el ingreso a la madurez. Junto a la de Jacob está la historia de Leonard, un niño obeso por herencia, víctima de una madre esclava de las calorías que no puede comprender su deseo de una vida mejor; o Malee, hija de una psicóloga progresista y un padre ausente, que se enamora de un paciente de su madre, un ex bombero atormentado por los horrores de su profesión y acosado por una pesadilla en la que se repite la melodía de “Burnin’ for you”, de Blue Öyster Cult. Con el fuego como símbolo de un dolor purificador, la película de Cuesta, como la reciente Juegos prohibidos, de Nick Cassavetes, vuelve a desnudar una sociedad en la que los chicos crecen fuera del alcance de padres que miran sin ver, más atentos a sus fantasías que a los conflictos de sus hijos, víctimas ellos también de un mundo que no cumple sus promesas de felicidad para todos. Con un sólido trabajo del elenco infantil, El fin de la inocencia promete chicos sufriendo y, aun con excesivas convenciones, cumple.


Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos y Cultura de Página/12.