domingo, 22 de agosto de 2010

CINE - Otro entre otros, de Maximiliano Pelosi: Lo difícil de ser diferente entre los propios

Un chico le cuenta a cámara lo que siente, lo mismo que lleva sintiendo hace tantos años, y la voz atraviesa el espacio, el tiempo, hasta traspasar la lente que al otro lado será pantalla. Los detalles son importantes: a veces el chico es un nene en una foto –solo o con amigos–, otras veces es un hombre que habla, o camina, o mira lugares que son suyos y que no quiere perder. Pero ese hombre es también otros chicos, otros ojos, otras familias, porque un hombre es muchas voces, muchos hombres que comparten más que un universo de relatos parecidos: lleva más de 4000 años de historia sobre la conciencia. Pero lo hacen con devoción, sin rencores, con un amor que a veces duele y por eso, al fin eligen compartir la carga. Un hombre le habla a la cámara y del otro lado se escuchan cuatro voces, que son muchas más. Hombre entre hombres, distinto entre distintos. El documental de Maximiliano Pelosi, Otro entre otros, intenta revelar, a través del recorrido en primera persona de sus cuatro protagonistas, cómo es la vida siendo homosexual dentro de la comunidad judía en Buenos Aires, cómo es ser minoría dentro de una minoría.
Pelosi cuenta con mucha experiencia como productor, pero Otro entre otros significa su debut como director, y él es consciente de que su película también representa, en lo personal, un acto de militancia. “Que el tema me toque en lo personal fue justamente lo que me impulsó a dirigir la película. Pero no es que me haya tomado el trabajo de buscar el tema: surgió hacerlo y lo hice.” Desde la casi necesaria militancia que involucra la realización documental, Pelosi reconoce que su película fue concebida como un proyecto modesto desde la producción, pero con intenciones grandes: “más allá de ser una película chica con un estreno chico, lo interesante es cuánta gente la vea y qué cambios puede generar en ellos”. Justamente esto, el tener que trabajar dentro de los límites de una comunidad de lazos tan firmes hacia adentro, significó un desafío extra para una producción con recursos limitados. “A veces teníamos que salir corriendo a hacer las entrevistas en cuanto las conseguíamos –dice Pelosi–, porque no podíamos correr el riesgo de que la gente se arrepintiera.”
Otro entre otros parte de premisas muy concretas, que son enumeradas al comienzo del relato: se calcula que la comunidad judía está compuesta por unas 250 mil personas, que aun pequeña entre 40 millones de argentinos, es la más grande de Sudamérica. Podría decirse que nunca es más oportuna la frase aquella que dice “somos pocos y nos conocemos mucho” para describir la forma en que se entraman las relaciones personales en el mundo judío. No por nada Pelosi insiste en que la intención del documental ya queda manifiesta desde el título en la búsqueda de esos “distintos dentro de los distintos”. Y agrega que “en la comunidad judía todos se conocen de algún lado: del colegio, del club, del trabajo. Por eso me parece que las entrevistas más interesantes son las de la madre y los amigos de Gustavo, uno de los protagonistas de Otro entre otros.” El director cree que esos testimonios “apelan a lo emotivo de vivir y conocer la experiencia desde la proximidad”. A tal punto son importantes los lazos que “Gustavo es uno de mis mejores amigos”, completa Pelosi, quien sin embargo es hijo de una familia católica. En esa familiaridad hace pie la paradoja sobre la que gira la narración: la discriminación que los homosexuales sienten dentro de una comunidad –a la que pertenecen– tantas veces perjudicada por la segregación ajena. “Cómo representar una comunidad, que es algo abstracto, fue un problema que debimos resolver. Y lo más parecido a ese concepto es la familia, sobre todo en esta comunidad.” Es por eso que quien es judío y gay debe atravesar dos veces por la instancia liberadora, pero de un intenso desgaste emocional, de revelar quién es primero en casa y después en el seno comunal, la familia grande. “En el entramado de lo religioso con lo social, que es tan fuerte en la comunidad judía, está el conflicto. No podés abandonar tus creencias religiosas, ni exiliarte de tu familia y tu grupo social. Estás marcado por tradiciones que después de 4000 años forman parte de tu vida”, reflexiona Pelosi. Sin embargo, ante la férrea aceptación de estas tradiciones, resulta interesante saber si quienes deben lidiar desde adentro con algunas de ellas, en este caso la aceptación de una sexualidad diferente, no deberían al menos entender que esa falta de tolerancia forma parte de su propio corpus tradicional. “Eso no lo sé –concluye el director–, pero me parece genial que luchen para que cambie y que den su testimonio para que ese cambio ocurra.”
Esta necesidad de dejar de ser otro entre otros para convertirse plenamente en uno más entre todos, es lo que buscan resolver los protagonistas de la película. Por eso los chicos que ofrecen su experiencia como testimonio, junto a muchos más, consiguieron darle cuerpo a JAG (Judíos Argentinos Gays), una organización a la que de a poco han conseguido ir integrando al conjunto de instituciones menos ortodoxas de la comunidad, como la Fundación Judaica. Este es un primer espacio para comenzar a trabajar desde adentro la aceptación de las diferencias. Además, también está abierto quienes no son judíos. “Yo admiro a la comunidad judía –afirma orgulloso el director–, sobre todo la forma en que ha conseguido irse adaptando a lo largo de la historia. Siempre ha logrado sobrevivir, sobreponerse y salir más fuerte de un montón de situaciones difíciles; y eso es loable. Yo creo que esta dificultad con la homosexualidad es algo que va a poder asimilar como lo ha hecho con tantas cosas más graves.”
En pareja con Walter, miembro de la comunidad judía, Maximiliano Pelosi se permite terminar con humor: “Lo que no sé si van a aceptar tan fácilmente es que está película la haya dirigido un goy.” Por lo pronto, hay trabajo para hacer y Otro entre otros cumple con su parte.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

jueves, 19 de agosto de 2010

CINE - Noticias de la antigüedad ideológica, de Alexander Kluge: Filmar El Capital, con final feliz.


La cola era ordenada hasta que el hombre de la puerta abrió sus brazos para impedir que la gente siguiera entrando, y con una voz áspera anunció que la sala estaba llena, que no había lugar para nadie más. Podría haber agregado “¡circulen, circulen!”, pero la abundancia de morrales y barbas tupidas lo disuadió: hubiera sonado como una provocación. Además no había por dónde circular: el vestíbulo estaba lleno, y para irse se debía realizar la compleja maniobra de rearmar la fila en sentido inverso y poder así abordar alguno de los ascensores encargados de realizar el descenso desde el último piso hasta la calle. Todo podría haber sido tranquilo: el cine está lleno, ¿qué más se puede hacer? Pues bien, siempre es posible la revolución. Alcanza con alguien que crea que un cine lleno con una multitud proletaria empujada a la marginalidad (el vestíbulo), amputada de los espacios de privilegio (las butacas, el interior de la sala; la gran pantalla iluminada), no es sino otra vulgar demostración del poder capitalista. Y así fue nomás: al grito de ¡proletarios del mundo, uníos!, los de afuera no quisieron quedarse sin lugar, algunos porque tenían entradas y otros por mero espíritu combativo. El señor de la puerta que trataba de atajar al lumpen fue calificado de cipayo en reiteradas ocasiones, mientras los burgueses, en sus butacas, pateaban el piso reclamando el demorado comienzo de la proyección. Las escenas de pugilato no se hicieron esperar.
Créase o no, este desborde de pasión (quizá con menos detalles pintorescos, tal vez de un modo más discreto) tuvo lugar el año pasado en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, en el marco del Festival de Cine Documental de la ciudad, el prestigioso DocBA. El motivo: la exhibición de una versión reducida del film Noticias de la antigüedad ideológica: Marx, Eisenstein y El Capital, del escritor, cineasta y teórico Alexander Kluge, uno de los intelectuales más influyentes de la Alemania de posguerra. La pregunta surge sin esfuerzo: ¿justifica esta película un exceso semejante? Tal vez sí. Por qué no. Luego de un año, el film de Kluge vuelve a exhibirse, pero esta vez en su versión completa: un manifiesto de casi diez horas. ¿Pero diez horas de qué?
La película gira en torno del fallido proyecto del soviético Sergei Eisenstein, uno de los más importantes cineastas del siglo XX, de filmar El capital, la obra magna del filósofo Karl Marx y base del movimiento revolucionario comunista que terminó con el régimen imperial en Rusia y gobernó la desaparecida Unión Soviética durante casi 80 años. Autor de monumentales épicas soviéticas, como Octubre o El acorazado Potemkin, Eisenstein dejó numerosas notas en las cuales había comenzado a bosquejar su visión cinematográfica. Si bien puede inferirse que El capital es un libro imposible de llevar al cine, Eisenstein tenía la capacidad de convivir con la desmesura (aspecto que Kluge consigue retratar muy bien) y aquella virtud de las que hacen gala los genios: imaginación. Admirador de James Joyce, Eisenstein se proponía utilizar para su Capital la misma estructura con la que el escritor irlandés va detrás de cada detalle de un día en la vida de Bloom, el protagonista del Ulysses, buscando replicar el logro de la novela de condensar la historia completa de la humanidad en esas 24 horas.
Con diferentes recursos, que van desde el recitado de fragmentos del libro y dramatizaciones, el re-montaje de escenas de otras películas del director ruso, placas fijas con texto e imágenes complementarias y riquísimos diálogos con una lista de diferentes personalidades, Kluge consigue que Noticias de la antigüedad ideológica, proyecto tan acromegálico como el de Eisenstein, se convierta en un nuevo punto de referencia para analizar la utopía socialista. Con eso alcanza y sobra para entrar a verla, aunque sea a las piñas.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

LIBROS - 120 historias de cine, de Alexander Kluge: Una patria por fuera de lo real

“No tengo derecho de propiedad sobre el presente, pero los pasados me pertenecen.” Si algo queda claro luego de asistir a la proyección de Noticias de la antigüedad ideológica, es la amplia paleta de recursos con los que el alemán Alexander Kluge se permite construir su cine, la sólida formación que posee y su enorme inteligencia. Todo ello se ve confirmado en el libro 120 historias de cine (Caja negra, 2010), en el que el propio Kluge va esbozando sin pretensión cronológica (aunque con un rigor estético impecable) su propia historia del cine.
Con una sensibilidad poco frecuente –nada más lejos de la literatura de Kluge que el estereotipo frígido del alemán–, el escritor y cineasta no sólo demuestra conocer de qué habla sino, sobre todo, saber cómo contarlo. En esa sutil mixtura que consigue entre el ensayo, las memorias y la ficción (¿cuántas veces se elogió esta misma capacidad en Borges?), Kluge va recogiendo gemas perdidas, un conjunto de relatos breves que enhebra en una diadema preciosa a la que sólo por convención se puede incluir dentro del colectivo de los libros, vehículo de tanta poca cosa producida a escala industrial.
“Quiero que se me permita estar de duelo por el presente, es decir, por el final de la película. Aunque sólo sea porque la película termina. Estoy listo para separarme de la realidad.” Por suerte, 120 historias de cine continúa unas cuantas páginas más.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

lunes, 16 de agosto de 2010

CINE - Igualita a mí, de Diego Kaplan: El discreto encanto de las convenciones

Hay dos formas para ver cualquier película, o, más exactamente, dos formas en las que se las suele criticar. La primera consiste en pasar revista a aciertos y deméritos para esbozar una aproximación al intento creativo de los responsables de su factura. La segunda, mercantilista, se limita a reducir cualquier hecho artístico a su aspecto menos ligado con la intención propia del arte, al simple beneficio que se obtiene de su comercialización. Desde una u otra rara vez se arriba al mismo puerto. Igualita a mí es uno de esos productos testigo que pueden funcionar a modo de filtro decantador para ver de qué lado se paran unos y otros. Ciertamente la nueva película de Adrián Suar será bienvenida por aquellos que se excitan leyendo las tablas de las más taquilleras, de los libros más vendidos o de los programas de televisión con mayor rating. Y tal vez será lapidada en plaza pública por quienes no acepten que un producto regular no equivale a aburrido. Hay un punto intermedio para sentarse a ver Igualita a mí: para reírse con algunas de sus situaciones; para lamentar el exceso de convenciones que desbordan su estructura y –por qué no– alegrarse por el ingreso que su recaudación le reportará (se supone) al Instituto del Cine.
Es cierto que el tipo de película que elige ser Igualita a mí necesita de lugares comunes; de atarse a uno o varios géneros para aprovechar sus fórmulas; de actores no necesariamente buenos, pero sí eficientes al abordar el personaje que les toca en suerte. Con todo eso cumple este segundo trabajo en el cine de Diego Kaplan, director de intensa trayectoria televisiva. Bastará mencionar que Freddy, su protagonista, es un cuarentón que se niega a abandonar la famosa adolescencia extendida de la posmodernidad, que va de boliche en boliche y a quien le gustan la noche, el bochinche y terminar cada día con una veinteañera distinta. Suerte de Isidoro Cañones modelo 2010, que se niega a las relaciones estables como a trabajar más de dos horas por día, este Freddy encontrará la horma de su zapato (o un corset para su vida ligera) cuando Aylín, una de las jovencitas que consigue llevar a su departamento de soltero, le revele que posiblemente ella sea su hija, concebida durante un viaje de egresados a finales de los ’80 con una hipona local. Esta idea, la del adulto que debe aceptar la responsabilidad de un vínculo inesperado –una de las más recurrentes del cine norteamericano–, alcanza para que una vez planteada cualquiera pueda trazar, con un mínimo margen de error, el derrotero posterior de la película. Sin dudas en este trazo esquemático (en ocasiones hasta burdo) con que la narración no se permite apartarse de lo previsible está lo menos positivo de Igualita a mí.
Ante la fuerte sensación de que no se ha seleccionado a los protagonistas por lo que ellos pudieran haberle aportado a Freddy y Aylín, sino que éstos son construcciones a medida para Adrián Suar y “Floricienta” Bertotti, no queda sino aceptar que ambos actores conocen a sus personajes como baqueanos que han ido y venido toda la vida por los mismos senderos. A Bertotti le toca la jovencita inocente y algo atolondrada que ya desplegó con éxito en más de tres programas de televisión, y a Suar el petiso canchero le sale como si de interpretarse a sí mismo se tratara. (Aunque no estaría mal que agradeciera a Francella y a Darín por usarlos de espejo.) ¿Y es malo esto? Tal vez no. Hasta puede decirse que es lo mejor de una película que apuesta por las convenciones sin renegar de ellas. La química Suar-Bertotti funciona de modo razonable y eso hace que todo lo otro pase un poco más (muy poco) inadvertido.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12.

lunes, 9 de agosto de 2010

LIBROS y CINE - Literatura para el cine: las sagas modernas


En su libro Textos y manifiestos del cine, Joaquim Romaguera y Homero Alsina Thevenet confirman que la adaptación cinematográfica de obras literarias comenzó casi con el invento mismo de los Lumière, reseñan diversos cálculos estadísticos que cifran ese intercambio entre el 20 y el 50% del material temático del cine. Una relación de mutua conveniencia, ya que no sólo el cine se beneficia del prestigio o la popularidad de la obra o autor adaptados, sino que cualquier obra literaria multiplica sus ventas de manera secuencial solamente con que su título aparezca proyectado en las pantallas. La variable económica es entonces el principal objeto de este cruce.
Pero si al principio era el cine quien buscaba argumentos en los libros, pronto fueron los escritores los que completaron el círculo. Ya en los años setenta, la industria editorial publicaba con esmero gran cantidad de material que fácilmente podría ser clasificado como carne de cañón cinematográfico, ese tipo de novela que casi obtiene su género a partir del lugar que ocupa en las grillas de los más vendidos (es decir, los best sellers). Un ejemplo claro de esta época se manifiesta en la obra de una camada de directores norteamericanos, cuyo hermano mayor es Stanley Kubrick (paradigma de director/adaptador), quienes renovaron el estilo narrativo del cine, encontrando inspiración en algunos libros que encajan con este perfil. El resultado, citando a Pío Baroja, sería “un mixto de mediana literatura y buena fotografía”. Se puede mencionar dentro de ese grupo a Steven Spielberg con Tiburón, a Sidney Lumet con Sérpico, a William Friedkin con El exorcista, a Brian De Palma con Carrie o a Francis Coppola con El Padrino. Todas películas que antes fueron libros. Y best sellers. No es casual dejar para el final de la lista a la épica mafiosa creada por Mario Puzo: las sagas de novelas trasmutadas en series cinematográficas se han convertido, a partir del éxito de Harry Potter, en un redituable clásico contemporáneo.
MAGOS, HACKERS, VAMPIROS. Fue tras el éxito de los siete tomos del niño hechicero facturado por la inglesa J. K. Rowling, que todas las editoriales salieron al mercado a intentar replicar la fórmula, aunque sea de manera parcial. Y es comprensible: en la Argentina, las ventas de sus libros ascendieron al millón de ejemplares, una cifra inaudita para el mercado local. Sus números globales son impactantes. La serie reportó ganacias por más de 15 mil millones de dólares. Rowling se convirtió en la primera escritora en la historia en llegar a los mil millones de ganancia por su trabajo, y las adaptaciones al cine llevan recaudados casi 5000. Todavía falta estrenarse la adaptación del último volumen, que ha sido dividido en dos películas para duplicar su rédito. Bingo.
El plan para clonar a Potter se construyó sobre el viejo postulado de “cambiar para que nada cambie”, el lema conservador por excelencia. Y si la Rowling había sido capaz de triunfar haciendo un pastiche básico con diversas mitologías, ahí estaba la historia completa de la literatura para meter dentro de la licuadora y tentar a la suerte. Claro que no había que olvidarse de que el cine debía formar parte del plan. Por eso no llama la atención que, de los muchos intentos que se han hecho para encontrarle un heredero a Harry, el más notable haya sido Crepúsculo: creada por la norteamericana Stephenie Meyer, una saga que toma como fondo dos elementos de eficacia probada. Aprovechando la fuerza de las historias de vampiros, último gran mito universal, más la superposición de una melodramática versión de Romeo y Julieta, la tragedia de amor adolescente por antonomasia, Crepúsculo no tardó en convertirse en epidemia entre las niñas de más de diez añitos. Haciendo centro en el amor imposible entre Bella Swan, una chica que se muda con su padre a un pueblito agreste, y el lánguido Edward Cullen, el menor de una familia de vampiros, las novelas de Meyer parecen diseñadas por especialistas de mercado, más que por la inspiración literaria. Cada uno de los elementos que compone la historia encaja en el imaginario juvenil con la precisión de un proyecto de ingeniería. Así, no olvida cumplir con la inclusión de algunos símbolos básicos, como el apellido de Bella, que en inglés significa cisne, y remite de modo directo al Patito Feo, de fácil identificación con esa etapa del crecimiento. En esa categoría también entra la eterna adolescencia de Edward: ¿alguien puede imaginar un peor castigo para un adolescente que negarle la fantasía de la madurez? Ya en el segundo libro de la saga (Luna Nueva), la pareja deviene ménage à trois, metiendo entre los enamorados a un indiecito descendiente de una tribu de hombres lobo.
PENSAR EN GRANDE. Una vez que el negocio volvió a funcionar con los chicos: ¿por qué no probar con adultos? Este razonamiento, no necesariamente validado por la lógica, lanzó a las editoriales en esa dirección casi por decantación, y así se llega hasta Stieg Larsson. Periodista de investigación sueco, Larsson aprovechó su experiencia en el terreno de movimientos neofascistas y redes de trata de personas en Europa para imaginar Millenium, un universo oscurísimo de asesinos, nazis, prostitución y abuso infantil. Las tres novelas que integran la serie Millenium llevan largos títulos con pretensión metafórica, que se han convertido en marca registrada. Ahí están Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire. Sus argumentos combinan de manera superficial los ambientes oscuros del policial negro con una colección completa de los miedos urbanos que todos los días multiplican su amenaza desde las páginas de los diarios y las noticias televisivas. Secuestros, violencia de género, racismo, asesinatos en serie y piratas informáticos dan forma al menú que ofrece Millenium. Aunque exitoso, su camino a la cima (de las listas de ventas) es más lento que el de otros casos. Debido a su origen sueco, las novelas de Larsson fueron superando diferentes etapas de ascenso: sus ventas en las naciones nórdicas las catapultaron primero a escala continental y de allí al mundo. En cuanto a sus versiones fílmicas, las posibilidades se ven multiplicadas: la película basada en el segundo libro, rodada en Suecia, acaba de estrenarse en Buenos Aires. Mientras tanto, en los Estados Unidos ya están realizando su propia trilogía, con el popular Daniel Craig a cargo del papel protagónico.
A pesar de las diferencias entre ellas, está claro que estas novelas comparten una misma estética verborrágica, basada en el culto al detalle, la excesiva explicación de las situaciones y la meticulosa descripción de cada escenario. Un criterio narrativo común que se confirma en el grosor de cada uno de los libros, cuya extensión promedio ronda las 600 páginas, en las que se intenta no dejar el más mínimo espacio para ambigüedades o relecturas. No hay resquicios para el lector en Harry Potter, tampoco en Crepúsculo o en Millenium. De este modo, su lectura no representa la audacia del salto al vacío que supone internarse en universos literarios más complejos, sino un dejarse llevar en brazos, destino mucho menos riesgoso. En ese carácter se explica también la facilidad para su adaptación al cine: el principal problema para guionar cualquiera de estas novelas no pasa por imaginar una recreación, sino por el descarte, al decidir qué se usa y qué se deja afuera.
A LEER QUE SE ACABA EL MUNDO. No vale la pena cuestionar a la literatura serial por pretensiones que no tiene. Como Harry Potter, es evidente que las sagas Millenium, Crepúsculo y la más reciente Percy Jackson (ver recuadros) no han sido escritas para reportarle prestigio a sus autores sino para engordar cuentas bancarias, brindando en el camino un ligero pero, para muchos, genuino entretenimiento. Y, en tren de polarizar la cosa ad absurdum, hasta se puede postular una dicotomía brutal, al estilo del ya clásico “Calle o Pepe” de Pepito Cibrián. Si la idea es fomentar la lectura y si las alternativas son que los chicos (y los mayores) lean literatura industrial o que directamente no lean nada, pues entonces bienvenida sea la literatura de masas. Al fin y al cabo, casi nadie empieza por los clásicos y cualquier puerta hacia el fantástico mundo de los libros es una entrada válida y, cada una a su modo, valiosa. Y eso desde el principio incluye al cine. La mirada crítica se construye en el camino.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

LIBROS - Hombre con barba durmiendo en la selva: un homenaje a Horacio Quiroga

La selva es silenciosa, aunque no es del todo exacto llamar silencio a esa cortina espesa de silbidos, chistidos y siseos que le raspaba los oídos desde que se apartó del camino principal. Pero él venía de la ciudad, de Buenos Aires, y tal vez por eso no le parecía mal llamar silencio a tanto ruido. Al hombre le pesaban los pies de tanto andar sobre la tierra, por senderitos angostos como serpientes, que de a ratos remontaban una lomada suave y en seguida bajaban, pero sin apuro, esquivando los árboles que con sus ramas parecían querer abrazarlo, retenerlo para que no siguiera, para que nunca llegara al lugar al que se dirigía. Llevaba caminando ya un buen tramo cuando se detuvo en un claro a descansar. Se pasó un pañuelo por la frente transpirada, pero su tela ya venía mojada del bolsillo en donde lo tenían apretado y el intento de secarse no le sirvió para nada.
En la selva le llaman claro a un espacio de donde la naturaleza ha decidido retirarse un poco y ahí el intenso color verde le hace un hueco al suelo colorado. “Verde claro”, pensó él mientras se sentaba sobre la enorme valija que venía cargando cada vez con más trabajo y se rascó la barba. Como no se quería volver pero entre tanto silencio tampoco podía pensar en seguir caminando, el señor Quiroga (así se llamaba el señor de la barba que caminaba por la selva) decidió descansar ahí mismo. Pensó que le alcanzaba con un ratito nomás, que le iba a hacer bien quedarse sentado, rascarse la barba. Al principio funcionó y fue como quedarse dormido, porque aunque el silencio no se callaba, él no lo escuchaba para nada y era todo como un sueño. El aleteo de mariposas que parecían pétalos vivos de alguna flor; los anillos de colores de una víbora disfrazada de media, arrastrándose sigilosa sobre la irritada piel del suelo; pájaros vestidos de planta y tantos ojos pequeños que lo miraban sin miedo, con curiosidad, directo a la cara, como quien ewconoce a uno de los suyos. Quiroga no quiso moverse, tan a gusto descansaba en aquel verde claro en medio de la selva, cómodo entre tanta historia por conocer y tanto cuento por contar. Y aunque estaba tan quieto, se sentía como un chico travieso imaginando la más divertida de sus picardías. Mientras tanto el silencio insistía con lo suyo, escondido detrás de la sombra de cada arbusto y cada tronco y el señor Quiroga, que antes que señor era curioso, empezó a prestar atención, mientras iba entornando de a poco los ojos.
Y así empezó a recordar a las amigas y los amigos de la ciudad, los escritores y las poetas que se había dejado allá lejos, volviendo por ese mismo camino sinuoso por el que había llegado hasta ahí. Quizá pensó en aquella chica que se cansò de vivir en la tierra y entonces se mudó al mar, o en el hombre de gesto riguroso, de anteojos con forma de bicicleta y versos como edificios. Seguro que allá también lo recordaban, con su barba de oso y sus cuentos terribles, mientras corrían sobre calles empedradas para esquivar tranvías, amasando sin saber ellos también los sueños de sus propias despedidas. ¿Habrá pensado el señor Quiroga en el cine, que tanto le gustaba? ¿O en tantas otras cosas que había elegido dejar en la ciudad? Puede ser que así haya sido, pero debió ser sólo un momento, una distracción que apenas consiguió sacarlo por un rato de las palabras que ya habían comenzado a anudarse en su imaginación, detrás de esos párpados cerrados nada más que para descansar la vista.
Entonces alucinó un hombre de la selva, como él, pero corriendo, lanzándose al río solo en su botecito, buscando que la deriva lo salvara de dormirse sin sueño. Imaginó una mujer joven, cuya cabeza reposaba sobre un almohadón hinchado y gordo, de fundas tan blancas como la piel, que se preguntaba con voz cansada “¿Por qué estoy tan triste?”, sin saber qué responderse. Inventó animales fabulosos, capaces de hablar la lengua de los hombres y también de imitar sus trampas. Todo eso lo vio el señor Quiroga con ojos cerrados, mientras algunos pájaros ya empezaban a hacerle nidos en la barba y la selva lo acunaba contra su pecho rojo.
Nadie sabe cuánto tiempo se durmió el señor Quiroga en aquel verde tan claro de la selva, ni por qué. Pero algunos conjeturan que se fue allá nada más que a dormir, para no tener que aguantar que nadie más lo volviera a despertar. El señor Quiroga se acostó en la selva y se quedó dormido.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

sábado, 7 de agosto de 2010

LIBROS - "Señor con barba dormido en la Selva": A Horacio Quiroga

La selva es silenciosa, aunque no es del todo exacto llamar silencio a esa cortina espesa de silbidos, chistidos y siseos que le raspaba los oídos desde que se apartó del camino principal. Pero él venía de la ciudad, de Buenos Aires, y tal vez por eso no le parecía mal llamar silencio a tanto ruido. Al hombre le pesaban los pies de tanto andar sobre la tierra, por senderitos angostos como serpientes que de a ratos remontaban una pendiente suave y en seguida bajaban, pero sin apuro, esquivando los árboles que con sus ramas parecían querer abrazarlo, detenerlo para que no siguiera, para que nunca llegara al lugar al que se dirigía. Llevaba caminando ya un buen tramo cuando se detuvo en un claro a descansar. Se pasó un pañuelo por la frente transpirada, pero el pañuelito ya había salido mojado del bolsillo donde lo tenía apretado y el intento de secarse no sirvió de nada.
En la selva le llaman claro a un espacio de donde la naturaleza ha decidido retirarse un poco y ahí el intenso color verde le hace un hueco al suelo colorado. “Verde claro”, pensó él mientras se sentaba sobre la enorme valija que venía cargando cada vez con más trabajo y se rascó la barba. Como no se quería volver pero entre tanto silencio tampoco podía pensar en seguir caminando, el señor Quiroga (que así se llamaba el señor de la barba que caminaba por la selva) decidió descansar ahí mismo. Pensó que le alcanzaba con un ratito nomás, que le iba a hacer bien quedarse sentado, rascarse la barba. Al principio funcionó y fue como quedarse dormido, porque aunque el silencio no se callaba, él no lo escuchaba para nada y era todo como un sueño. El aleteo de mariposas que parecían pétalos vivos de alguna flor; los anillos de colores de una víbora disfrazada de media, arrastrándose sigilosa sobre el suelo irritado; pájaros vestidos de planta y tantos ojos pequeños que lo miraban sin miedo, con curiosidad, directo a la cara como quien ve a uno de los suyos. Quiroga no quiso moverse, tan a gusto descansaba en aquel verde claro en medio de la selva, cómodo entre tanta historia por conocer y tanto cuento por contar. Y aunque estaba tan quieto, se sentía como un chico travieso imaginando la más divertida de sus picardías. Mientras tanto el silencio insistía con lo suyo, escondido detrás de la sombra de cada arbusto y cada tronco y el señor Quiroga, que antes que señor era curioso, empezó a prestar atención, mientras iba entornando de a poco los ojos.
Así empezó a recordar a las amigas y los amigos de la ciudad, los escritores y las poetas que se había dejado allá lejos, volviendo por ese mismo camino sinuoso por el que había llegado hasta ahí. Seguro pensó en esa chica que después se mudó al mar, y en el hombre de gesto riguroso, de anteojos con forma de bicicleta y versos como edificios. Sin dudas allá también lo recordaban, con su barba de oso y sus cuentos terribles, mientras corrían sobre calles empedradas para esquivar tranvías, amasando sin saber ellos también los versos para sus propias despedidas. ¿Habrá pensado el señor Quiroga en el cine, que tanto le gustaba, o en tantas otras cosas que había elegido dejar en la ciudad? Puede ser que así haya sido, pero debió ser sólo un momento, una distracción que apenas consiguió sacarlo por un rato de las palabras que ya habían comenzado a anudarse en su imaginación, detrás de esos parpados cerrados nada más que para descansar la vista.
Entonces alucinó un hombre de la selva, como él pero corriendo, lanzándose al río solo y su botecito en busca de que la deriva lo salvase de dormirse sin sueño. Imaginó una mujer joven, cuya cabeza reposa sobre un almohadón hinchado y gordo, de fundas tan blancas como la piel de ella, que se pregunta con voz cansada “¿Por qué estoy tan triste?”, sin saber qué responderse. Inventó animales fabulosos, capaces de hablar la lengua de los hombres y también de imitar sus trampas. Todo eso vio el señor Quiroga con ojos cerrados, mientras algunos pájaros ya empezaban a hacerle nidos en la barba y la selva lo acunaba contra su pecho rojo.
Nadie sabe cuánto tiempo se durmió el señor Quiroga en aquel verde tan claro de la selva, ni por qué. Pero algunos conjeturan que se fue allá nada más que a dormir, para no tener que aguantar que nadie más lo volviera a despertar. El señor Quiroga se acostó en la selva y se quedó dormido. 

Artículo originalmente publicado en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 5 de agosto de 2010

CINE - Pájaros volando, de Néstor Montalbano: Al cine como visitando amigos

Para bien o para mal, es imposible disponerse a la contemplación de cualquier manifestación artística (dando por descontado que el cine muchas veces lo es) obviando la experiencia previa, las simpatías estéticas o las afinidades ideológicas. Por eso la cosa se pone difícil cuando se trata de decir algo sobre un trabajo del que participan tantos amigos de la casa. Y sobre todo si “la casa” es apenas uno y “amigos” sólo involucra diferentes clases y grados de cariño por tipos con los que no se tiene relación alguna, más que la que surge entre artista y espectador. Si algo puede decirse a priori de Pájaros volando, segunda película del trío Diego Capusotto–Luis Luque–Néstor Montalbano, siete años después de Soy tu aventura, es que quien elija verla irá al cine como yendo a juntarse con amigos. Y no sólo por la presencia ineludible de un Capusotto que goza del sostenido ascenso de su popularidad, a partir del éxito de su programa televisivo, sino por el largo listado de personas que intervinieron en el rodaje con papeles secundarios y pequeños cameos. El Ruso Verea, Juan Carlos Mesa, Víctor Hugo Morales o los músicos Miguel Zavaleta, Claudia Puyó y Miguel Cantilo son algunos nombres destacados, que con su participación siembran el terreno de lo inesperado. (Falta en la lista un nombre muy importante, dueño de la mejor y más sorpresiva de todas las apariciones en la película, que no conviene arruinar desde aquí.) Hecha esta enumeración, habría que ser invitado del palco de la Rural para que Pájaros volando no caiga simpática, aun sin haberla visto. Tan cierto como que todo lo anterior se iría directo al tacho si la película no lo respaldara con sustancia, con carne.
El asado, en este caso, corre por cuenta del guión de Damián Dreizik, actor formado en el caldo nutritivo del under porteño de los años ’80, cuando junto a Carlos Belloso integraban el dúo Los Melli. Del mismo recetario salen las Gambas al Ajillo, inolvidable troupe de chicas comediantes que aporta a la película la presencia de Verónica Llinás y Alejandra Flechner. Y Oski Guzmán, surgido de los Match de Improvisación de Mosquito Sancineto. Pájaros volando rezuma un tono de oda al humor (y al imaginario) de esa época, que luego explotó en los ’90 con el colectivo De la cabeza (después Cha cha cha) donde aparecieron Capusotto y Montalbano. De esa estética vintage es subsidiaria la película, que comienza con la cabezota de Víctor Hugo flotando en el espacio –emulando a los anfitriones de esos programas de la televisión norteamericana que en los ’50 desbordaban ciencia ficción y clase B–, para avisarle al público lo que ya todos saben: que “no estamos solos en el universo”. Frente a esa apertura cabe esperar cualquier cosa y Pájaros volando cumple en entregar cuatro o cinco gemas de lo impensado y lo absurdo, que devuelven con creces el valor de la entrada.
Es por eso que no es urgente decir que José es músico –violero– y que junto a su primo Miguel tuvieron una banda con la que metieron un hit (cuándo no) en los ’80; ni que Miguel se fue mal de la banda y con problemas de drogas, para radicarse en un pueblito hippón de las sierras cordobesas (igual que Luca Prodan recién llegado de Europa, antes de transmutar en líder carismático de Sumo); o que en la actualidad José sobrevive atendiendo el teléfono en una remisería. Como tampoco importa que Miguel regrese a la ciudad para convencer al primo de que se vaya con él, so pretexto de participar de un místico encuentro cercano de cuarto tipo. Todo eso queda en segundo plano cuando un gorila entra en escena sin aviso y con una tonada cheta que recuerda a cierto jefe de Gobierno bosteño pregunta: “¿Cómo salió Boca?”; o si un payador “de las cosas nuestras” despotrica en una peña parroquial contra el avance de los chilenos y los putos, y pide con sus rimas que los chinos se vuelvan con el sushi a su país. No interesa si el film se tiñe de berretismo, porque se entiende que ahí se juega desde la ironía con el estereotipo de un cine que en los ’70 reducía a los hippies a simples nenes de mamá encaprichados. Tampoco importa mucho si tras una andanada de gags que atraviesan todo el arco de humores posibles –desde lo inteligente hasta lo tonto, pasando por lo político, lo inocente y lo grosero–, la película cae en algunos baches o llega a un desenlace unos escalones por debajo de lo anterior. Ya no importa nada, porque habemus risa. Y porque tras tantos bañeros taquilleros pero empobrecedores, la comedia es, al fin, otro espacio recuperado para la causa. Entonces, ¡viva Perón! y nada más.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12.

LIBROS - Cartas a los Jonquiéres, correspondencia de Julio Cortázar: La vida entera vía postal

¿Cuántos libros pueden leerse leyendo sólo un libro? No parece gratuito que la pregunta (compleja, misteriosa y hasta casi metafísica) irrumpa justo antes de que se hable de Julio Cortázar y de una nueva publicación de material inédito: en este caso, el volumen que reúne la correspondencia con su amigo Eduardo Jonquières, bajo el título de Cartas a los Jonquières. Fue justamente Cortázar quien a mediados de los años sesenta puso patas arriba el mundo de las letras con Rayuela, novela con la que confirmó de manera práctica el misterio de la santísima multiplicidad, dogma nodal de la fe literaria: un buen libro es siempre uno y tantos otros a la vez. ¿Cuántos libros pueden leerse, entonces, leyendo un sólo libro? La respuesta correcta es: todos.
Este epistolario, nueva golosina con que se mantiene a raya a los adictos a la prosa de Cortázar, no es sino un recorrido por un laberinto de más de 100 cartas, que cruzaron el mundo en distintas direcciones para dar testimonio de: a) la amistad del escritor con Eduardo Jonquières (a quien conoció en sus tiempos de maestro practicante en la Escuela Normal Mariano Acosta, a mediados de los años treinta); b) las diferentes circunstancias de su vida en el período que abarca del ’50 al ’83. Pero también reúne: c) un mapa de la evolución en la carrera literaria (y editorial) de Cortázar, d) un compendio de sus criterios estéticos, e) su colección de hastíos como empleado de la Unesco, f) el placer permanente de sus viajes y g) su pasión por los gatos, en particular por Teodoro, así bautizado en honor del filósofo T. W.-Adorno. En cada una de las páginas también está impresa la huella de las fidelidades de Cortázar. Hacia sus amigos, los Jonquières, en primer lugar; a los demás integrantes de un grupo de amigos en común, por carácter transitivo; y por sobre todo a su familia. El catalán Carles Álvarez Garriga, colaborador de Aurora Bernárdez (quien fue esposa, y es heredera universal y albacea de la obra de Julio Cortázar), junto a quien ha editado este libro y el anterior Papeles Inesperados, cree que en esa lealtad reside un empeño que define al hombre pero también al escritor compulsivo. “Su fidelidad familiar es algo admirable. Para suplir la ausencia física, que le era imprescindible, durante más de treinta años mandó a la madre y a la hermana, además de dinero y fotografías, una carta ¡a la semana! Uno de los temas recurrentes en su correspondencia es de hecho el lamento por no poder escribirles más seguido. ¿De dónde sacaba tanto tiempo? Creo que, clínicamente, a esa generosidad se la llama epistolomanía.” Es cierto. Esa suerte de correspondencia obsesiva también queda al descubierto en muchos de sus cuentos de esa época, que tienen en el correo un elemento definitivo, como −desde luego− son los casos de “Cartas de mamá” o “La salud de los enfermos”. Es fantástico el pedido que le hace a Eduardo, luego de comprarse su primer departamento en París: “No digas a mamá… porque le sonará a casa fatal y definitiva; no se gana nada con esas pequeñas crueldades y prefiero evitársela.” Cualquier superposición de la realidad con la literatura no es en este libro objeto de coincidencia.
Hace algunos días el escritor Alfredo Bryce Echenique dijo, hablando del famoso boom latinoamericano, que Julio Cortázar ha sido en ese contexto “el escritor puente”, por ser el más rupturista entre los escritores del boom y los ubicados en los márgenes. Álvarez Garriga agrega que “parece innegable que con la prosa de Cortázar se da un antes y un después al que no son inmunes ni siquiera aquellos escritores que no lo han leído directamente, porque es algo que –como cantaba David Bowie– ‘está en el aire’. La prosa de Cortázar es a nuestra literatura lo mismo que los Beatles a la historia de la música pop.” Como un espejo, en una de sus cartas de 1966, Cortázar comenta divertido a su amigo Jonquières su excursión al cinematógrafo para ver Help!, primera película de los cuatro de Liverpool. “Sociológicamente es un documento de primera sobre la ‘alienación’, tan celebrada y difundida en los salones de viejas sabihondas los viernes a las cinco. Ni los Beatles ni el director saben probablemente que han dejado un curioso testimonio del robotismo de los sixties.” También sin saberlo, mientras juega despreocupado entre las palabras con las que va componiendo Cartas a los Jonquières, Cortázar también dejaba un testimonio de su época.
“Irse no es nada, la cosa es darse cuenta que hay una mecánica de chicle, que te has quedado adherido y te vas estirando.” La frase define un poco el carácter de este volumen de cartas, en el cual el escritor da cuenta de su necesidad de mantenerse cerca no sólo de sus amigos, sino de su país, al que lo liga una relación bipolar de amor-odio. “Uno de los temas clave de la correspondencia con los Jonquières es la cuestión del viaje a Europa como huida necesaria para un intelectual avasallado por el país”, comenta Álvarez Garriga, y sigue. “En cierto modo estas cartas son la crónica de una liberación (familiar, nacional, incluso estética), y también el relato del coste emocional que supone llevarla a cabo, casi contra viento y marea.”
El curador menciona una liberación nacional y consigue poner en primer plano otro de los aspectos que va ganando relieve de manera silenciosa a lo largo de los más de 30 años que abarca esta correspondencia. Del Cortázar aventurero recién llegado a París en 1950 al viejo trotamundos de 1983, hay un camino que no sólo implica la confirmación de Cortázar como escritor fundamental del siglo XX, sino también el testimonio en primera persona de un cambio de paradigma en la mirada de la convulsionada época que le tocó en suerte. Manuel Antín, director de cine y amigo, quien realizó la adaptación de cuatro cuentos del escritor en sus películas La cifra impar, Circe e Intimidad de los parques, suele decir que hay dos Julios: uno lampiño y otro con barba, y que el segundo (como escritor) no le llega a los talones al primero, ya que perdió o, mejor dicho, dividió su pasión por la escritura con la militancia. Es difícil, sin embargo, reconstruir el progreso de ese cambio en el recorrido del libro, aunque pueden encontrarse puntos de referencia, con el marcado antiperonismo de sus primeras cartas en un extremo y su deslumbramiento con la Revolución Cubana por el otro. “Sí tuviera veinte años menos, te mandaría una despedida y me quedaría aquí. Pero volveré, ya no puedo salirme de mi cascarita”, escribe desde La Habana en 1963. Durante su segundo viaje a la India cinco años después, sin dejar de lado su pasión por la contemplación de las manifestaciones artísticas, Cortázar parece más atento a algunos detalles de la realidad que hasta entonces no lo ocupaban. “Mirando una India más pobre y más triste, y por mi parte con un extraño sentimiento de desapego que no conocía antes. Será porque de golpe me siento tan próximo a cosas junto a las cuales resbalé amablemente a lo largo de mi vida.” Conocedor de lo más oculto de la obra de Cortázar, Álvarez Garriga también cree que “ese viaje a la India en 1968 fue uno de los hitos de su compromiso socialista. Se junta con los decisivos viajes a Cuba de 1967 y de finales del ’68, y con los hechos de París de mayo del ’68, que tienden a olvidarse. Ahí empieza a mirar la realidad de otro modo, sin duda: basta leer la narración del acercamiento a la miseria india que relata en el estremecedor texto “Turismo aconsejable”, recogido en Último round.” En la misma línea está su referencia al Cordobazo. “Cuántos años hemos vivido sin la menor esperanza cuando se trataba de la Argentina ganadera y neutralista”, dice y no es el mismo que en las cartas de los ’50 denostaba todo en relación con los movimientos populares surgidos a partir del ascenso de Juan Domingo Perón, a cuyo gobierno llega a comparar con la dictadura de Francisco Franco en España.
Libro mamushka, biblioteca completa de un único volumen, Cartas a los Jonquières resulta a fin de cuentas una experiencia deliciosa. Cada lector podrá ir descubriendo cómo diferentes libros se van apilando sobre las mismas 550 páginas. Autobiografía; Bitácora / Road Movie; Tratado de Estética; Miscelánea; Breve Colección de Confidencias Venenosas, a la manera de Borges o Descanso de caminantes, de Bioy Casares; Diferentes Novelas: epistolar, sentimental, de aventuras; Cuaderno de Apuntes. Simple volumen de correspondencia (aunque hacerlo sólo desde esa faceta involucra un liso y llano desperdicio). “Novela de Aprendizaje”, se permite agregar Álvarez Garriga a la lista, “Bildungsroman, como lo llaman los alemanes. Aprender a convivir con los parisinos en los años ’50 debía de ser algo titánico.”
Por debajo de todo eso, la delicada prosa de Julio Cortázar. Y por encima, su inigualable sentido del humor. Puesto a hacer memoria, Álvarez Garriga se permite una digresión oportuna, y vuelve a un colega peruano. “Bryce Echenique recordaba una ocasión en que en una sobremesa con amigos, estos citaban malas definiciones de diccionarios. Claro está, ganó Cortázar, con esta definición asombrosa, quizá apócrifa: ‘Madre putativa: la que se reputa madre’”. Cartas a los Jonquières, todos los libros el libro... Parece que hay Cortázar para rato.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

LIBROS - Discurso del oso, de Julio Cortázar: La vida con ojos de niño

Una de las sorpresas gratas que incluye la edición de Cartas a los Jonquières es la no muy difundida buena relación que Julio Cortázar mantenía con los chicos y la infancia. Varias pruebas se acumulan en estas cartas, algunas de las cuales van directamente dirigidas a los niños de la familia, que cuando el escritor dejó Buenos Aires eran dos, Maricló y Albertito, y acabaron siendo cuatro. A ellos justamente les dedica por vía postal un precioso cuento que luego se haría conocido como parte de ese libro juguetón que es Historias de cronopios y de famas. Se trata de “Discurso del oso”.
Lo que no resulta una sorpresa entonces es que Alfaguara, actual editora de casi toda la obra de Cortázar, lanzara el año pasado una exquisita versión para chicos de ese texto, ilustrada por el dibujante español Emilio Urberuaga. Merece resaltarse que no se trata de una adaptación: es el “Discurso del oso” completo, tal y cual fue obsequiado a los chicos Jonquières el 5 de abril de 1952. Una pequeña joya.
“Meto este papel en la máquina, para copiarte una prosa que les regalo a Maricló y a Albertito, aunque ellos no podrán todavía captar su gracia –que es puramente verbal y rítmica”, escribe su dedicatoria con una inocencia que causa ternura. Olvidaba tal vez que los chicos son capaces de sobrevolar, esquivándolos con astucia y a su modo, los artificios verbales y rítmicos más empecinados. La felicidad también tiene para Cortázar sabor a infancia, a la que contempla con esa mezcla de maravilla y desazón tan de su prosa: “Me gusta tanto que me digas que los chicos me recuerdan ‘por su cuenta’. No durará, pero es muy dulce, sabes.”
Después, para terminar de conquistar a todos los intrusos que como chicos curiosos se animen a meter sus narices en la correspondencia ajena, simplemente anuncia: “Y aquí está el
Oso
Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños.”


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.