sábado, 25 de septiembre de 2010

A 38 años de la muerte de Alejandra Pizarnik: La niña escondida en la noche

Como en tantos otros temas, resulta imposible hablar de la poesía en la Argentina durante el siglo XX sin hablar de mujeres. Aunque seguramente los nombres más famosos seguirán siendo de hombres, no caben dudas de que, si no la mejor, mucha de la más potente producción poética del período fue escrita por ellas. Nadie le quitará a Lugones su papel de amo y señor de las letras del Centenario en la Argentina, pero tampoco caben dudas de que sus retorcidos palacios poéticos poco tienen que hacer ante la tersura simple de los versos dibujados por Alfonsina. Lugones construía obras; Storni las escribía. Igual suerte puede correr Oliverio Girondo, expuesto a la misma comparación. Si una mujer ha conseguido colarse entre los más notables de todos los escritores de la época, esa ha sido Silvina Ocampo. Lejos del intento de limitarla al absurdo rubro de “las mejores escritoras de nuestra literatura”, Silvina ha sido por lejos uno de los grandes autores argentinos de la historia, sin distinción de géneros sexuales o literarios, cultivando con igual calidad la prosa, el teatro y la poesía. Mérito que tal vez ninguno de sus contemporáneos pueda arrogarse con tanta justicia (ni siquiera su amigo, el notable y escondido J. Rodolfo Wilcock).

Tercera en la línea de sucesión aparece Alejandra Pizarnik, heredera notable de ese linaje de grandes escritores. Dueña de una voz poética de una potencia inigualable, ella representa hasta la exageración el perfil neorromántico e idealista de las generaciones que maduraron en la década de 1960. Frecuentemente asociada al surrealismo, Pizarnik consiguió alcanzar con sus versos un nivel de síntesis y concentración de sentidos, que convierten a los breves poemas que componen gran parte de su obra, en pequeños artefactos de precisión casi matemática. En ellos no sobra nada ni hay forma de incluir nada más. Los escenarios nocturnos, las partidas anunciadas (o no) y los indecisos pedidos de ayuda son algunos de los elementos que habitan los rincones de cada uno de sus textos.

Las tres citas incluidas (ver a continuación) resultan útiles para intentar dar con un camino seguro para andar ese laberinto vivo que fue y es Alejandra Pizarnik. La admiración de César Aira es opuesta y, como tal, complementaria, del rechazo burlón que destila el diálogo entre Borges y sus pandilleros. Por un lado, el reconocimiento de los pares, de sus contemporáneos que contemplaban deslumbrados la orfebrería en el trabajo de Pizarnik. Por el contrario, el juicio negativo de los otros representa la reacción de un canon que reconocía en Pizarnik la virulencia de quien viene a negar y a destruir, para construir un nuevo orden estético. La infidencia de Sebreli, en cambio, no hace más que confirmar que el límite entre la artista y su propia voz poética, era en Pizarnik una frontera borroneada y difusa.

Voz de mujer entre mujeres, poeta entre poetas, Alejandra Pizarnik nació en 1936 y se fue a los 36, un día como hoy, pero hace 38 años.

Por boca de otros

“Cuando me vine a vivir a Buenos Aires a los dieciocho años, el hecho de conocer a Alejandra Pizarnik y después a Osvaldo Lamborghi- ni produjo una entente rara entre lo que se escribe y las personas detrás de los libros. Ahí aparecieron en mí mecanismos de tipo mimético, sobre todo con Alejandra que tenía tantas manías: cuadernos, lapiceras, lugares donde escribir. Yo imitaba todo eso con hiperformalismo; iba a la mesa del mismo bar. Hasta cambié mi letra, por ejemplo, imitando la de Alejandra. La imité tan bien que hasta hoy escribo con la letra de Alejandra.”

César Aira, en Primera Persona, de Graciela Speranza.

“Vino a verme Silvia Molloy, interesada en datos sobre la homosexualidad de años atrás para una novela que estaba escribiendo. En la conversación me contó que Alejandra Pizarnik, de quien ella fue íntima amiga, le confesó haberse acostado una sola vez con Simone de Beauvoir. No lo tomé muy en serio, pues creo que Alejandra era algo mitómana; a mí me había dicho que la Beauvoir le había preguntado sobre la vida de las lesbianas en Buenos Aires y ella le describió una reunión donde una de las invitadas tocaba el arpa. Simone de Beauvoir, asombrada, le habría comentado que parecía una escena del siglo XIX (Diario, viernes 14 agosto 1992).”

Cuadernos, Juan José Sebreli.

“Sábado, 23 de Noviembre [de 1968]. Comen en casa Borges y Peyrou. Leemos absurdas cacografías de la Pizarnik. BIOY: “¿Se leerán sus obras futuras”. BORGES: “Los que la admiran y no admiran a Betina Edelberg, ¿por qué no admiran a Betina? Es tan mala como cualquiera. A veces me pregunto si los que no nos admiraron, a vos y a mí, no adivinaban lo que escribiríamos un día.”

Borges, de Adolfo Bioy Casares.


Dominios literarios y pasionales, los caminos cruzados de Pizarnik y Silvina Ocampo

Por Laura Garaglia
En 1967 Silvina Ocampo era un personaje célebre del ámbito intelectual, por su obra y su matrimonio con Adolfo Bioy Casares; por la relación amistosa y literaria de la pareja con Borges y otros escritores centrales, su pertenencia al círculo más selecto de las letras argentinas. Ese año aparece en la revista Sur, dirigida por su hermana Victoria, el artículo “Dominios ilícitos”, reseña crítica sobre su libro de cuentos El pecado mortal, firmada por Alejandra Pizarnik. En ese artículo se trasluce la fascinación de la joven poeta por esos relatos sugerentes, furiosos e inocentes a la vez.

Tiempo después se conocerían a instancias de la fotógrafa Sara Facio, y emprenderían una intensa amistad que “rápidamente asciende a pasión y se enciende en ella”, según comenta la escritora Ivonne Bordelois, amiga y albacea de Pizarnik. Testimonio de esta relación son las cartas de Alejandra a Silvina, donde una voz devota y amante clama por atenciones y favores propios del discurso amoroso: “Silvine, mi vida (en el sentido literal) le escribí a Adolfito para que nuestra amistad no se duerma. Me atreví a rogarle que te bese (poco: 5 o 6 veces) de mi parte y creo que se dio cuenta de que te amo SIN FONDO. A él lo amo pero es distinto, vos sabés (…) Haceme un lugarcito en vos, no te molestaré. Pero te quiero, oh, no imaginás cómo me estremezco al recordar tus manos (que jamás volveré a tocar si no te complace puesto que ya ves que lo sexual es un ‘tercero’ por añadidura).” Palabras palpitantes que no hallan respuesta escrita: no hay referencias o menciones a Pizarnik o a su obra en los papeles privados ni en la correspondencia de Silvina pero, se sabe, se frecuentaron mucho hasta la muerte de Alejandra.

“El humor, la poesía, el sentido de lo tenebroso y absurdo que se esconde bajo las apariencias más inocentes, la devoción a la literatura y a la vida fantástica, fueron los cauces que hicieron inevitable la relación”, define Bordelois. Las obras de ambas, originales y distintas, coinciden en la construcción de mundos imaginarios, en los que la infancia tiene la fuerza de la gravedad. Pizarnik toma a Ocampo como precursora, pasea y se detiene en esos “dominios ilícitos” que tan bien sabe leer en su artículo: la infancia, la muerte, la fiesta, el erotismo. Las dos son poseedoras de una voz delicada y terrible, que avanza más allá de los temas lícitos de la sensibilidad femenina de la época. Los posibles ribetes eróticos de la relación permanecen en la sombra de la especulación, fundados en las ansiosas palabras de Pizarnik, en el callar y otorgar de Ocampo, condescendiente esposa del mayor dandy de las letras latinoamericanas, pero no por ello sumisa.

“¿Te dejé muy triste el otro día? Espero que no. Confío en que no. Aun así es una Gran Prueba de Amistad de mi parte esto de no sonreír todo el tiempo…”, le escribirá Pizarnik a su amiga en una carta sin fecha. Esa tristeza y esa desesperación por amar, por comunicar “con palabras de este mundo” y la imposibilidad de sentirse satisfecha, la llevaron al fin hasta la muerte.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

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