viernes, 29 de julio de 2011

LA COLUMNA TORCIDA - El silencio de los mapas

Buenos Aires, la grande, la que se niega a aceptar el cinturón gástrico de la General Paz y va clavando sus barrios en el hervor de la tierra conurbana, es una ciudad llena de lugares ocultos. Como cajitas chinas, como matrioskas rusas, esos lugares esconden tiempos que guardan para sí retazos de memoria, olvidos que se fueron quedando así, mosquitos dentro del ámbar. Hasta esos fondos sólo llegan los que todavía no han sido prostituidos por kilómetros de colas bancarias, por los trámites del amor burocrático, por la desidia de otro balotaje. Una raza de elegidos que el propio tiempo, que los recibe en su pecho abierto, se encargará de diezmar con esa plaga que es el fin de la adolescencia. Mientras tanto, aquel tiempo de aquella Buenos Aires derramada era el lugar ideal para estar solos.
Uniendo con lápiz los destinos que urgentes mudanzas fueron plantando sobre la Guía Filcar, con mis hermanos conseguimos tramar un mapa que ligaba esos puntos íntimos y poderosos. Porque ahí donde llegábamos, sin excepción, nos esperaba un nuevo Aleph, que era la continuidad de tantos otros que la vida nómade nos hacía dejar atrás. Una encrucijada de vías en Moreno; un edificio ritual que unía Ramos Mejía con Quilmes nada más subiendo al ascensor; un pasaje en Morón, donde era posible jugar a la pelota o conjurar los demonios familiares (y lo más terrible: que ellos se presentaran). La oscuridad de afuera teñía en silencio lo que nosotros callábamos puertas adentro.
Siguiendo ese mapa y empujados por los años (una vez más el tiempo, que como una mascarita vanidosa gusta de travestirse en infinitas unidades de medida), seguimos enhebrando espacios litúrgicos. Más grandes, ahora podíamos intuirlos entre el ruido de la calle que nos guiaba allá afuera. Casas abandonadas que violábamos con ardor; el osario de un edificio en construcción; terrenos baldíos donde construíamos bunkers subterráneos con chapas, cajones de verdura y carritos de supermercado robados del Hogar Obrero. ¿A qué tanta huida? ¿De qué conflagración nos escondíamos? Por años pensé que nada más eran juegos. Las calles de Buenos Aires la grande, que supieron vomitar horror, fueron también un escondite que vaya a saber dentro de qué mamushka se perdió.

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Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 28 de julio de 2011

CINE - El fin del Potemkin, de Misael Bustos: Dos hombres tan lejos, tan cerca

El estreno de El fin del Potemkin, más allá de posibles análisis, ofrece una chance de disfrute poco frecuente en el cine: la de acercarse a un relato donde historia e Historia se funden para entregar varios retratos de sugestiva duplicidad. Por un lado el íntimo y personal, el de Anatoli y, sobre todo, el de Viktor, dos marinos que llegan a la Argentina en 1991 a bordo de un buque soviético y a quienes la disolución de la URSS dejó varados en un mar ajeno. Por el otro el panorama macro, histórico, que muestra un mundo que por entonces parecía perder su carácter bipolar. En ese mismo punto, la Unión Soviética y la Argentina representan otra dualidad posible: la del gran imperio comunista desplomándose bajo el peso de un aparato estatal ya insostenible, que encuentra su correlato en una Argentina que comenzaba a adelgazar sus propias estructuras, abrazada ilusoriamente a los postulados del neoliberalismo que apenas necesitaron de una década para arruinarla. Es en la riqueza de esos opuestos complementarios donde reside la fortaleza de El fin del Potemkin, opera prima de Misael Bustos. Es desde allí que los emotivos detalles de las vidas de esos dos marinos sin patria y sin familia, son a la vez únicos y poderosamente universales.
Porque la vida de Viktor y Anatoli en la Argentina son un fresco en el que mejor pueden contemplarse los efectos de los tiempos de crisis, donde el hombre es el primer perjudicado y el último en recuperarse. Ellos llevan 20 años intentando reabsorver aquello que la Historia les quitó. No es casual que en la secuencia inicial se cuelen los detalles de otra relato inquietante, el del cosmonauta Sergei Krikalyov (que ya fue abordado por el director rumano Andrei Ujica en su película Out of the present), quien en la misma época quedó varado en la Estación MIR durante 10 meses, a la espera de saber quién se haría cargo de sus situación acá abajo. Así como Viktor y Anatoli también se ven privados de sustento, cuando Krikalyov regresa a la renacida Rusia, su salario de viajero espacial se había reducido al equivalente de dos dólares y medio.
Pero la película de Bustos no se queda en el perfil socio político del caso, sino que es capaz de enlazar Buenos Aires con Letonia o Bielorrusia con Mar del Plata en un plano de profunda humanidad, haciendo que las diferencias parezcan reflejos y los acuerdos, disidencias. Entre sus imágenes más elocuentes, un padre escucha la voz grabada de una hija a la que no oye hace más de veinte años y, frío como nieve soviética, llora sin que la cámara alcance a notar los fantasmas de sus lágrimas. El fin del Potemkin logra captar con delicadeza esa tensión entre el deseo de volver y la lucha contra la nostalgia.
El fin del Potemkin, documental de Misael Bustos, se proyecta en el cine Gaumont, Av. Rivadavia 1635, y en todos los Espacios INCAA de todo el país.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

domingo, 17 de julio de 2011

LA COLUMNA TORCIDA - La cara de Fito

Ya estoy cansado de que en cualquier lado la gente se codee entre sí para comentar en voz baja “mirá, ahí está Fito Páez”. Me pasa todo el tiempo: en el Sarmiento, en un ascensor, con las cajeras del banco. Creen que no me doy cuenta, que son expertos en el arte del disimulo, pero como estoy acostumbrado a que estas cosas ocurran, puedo detectar que alguien ha notado el parecido antes que ellos mismos lo hagan. Los delata la cara, el nacimiento de una sonrisa, la frase cómplice que necesitan susurrarse. Después es un ritual en el que finjo que mi vida sigue, me dejo mirar y permito que una pareja de novios, dos albañiles o tres estudiantes secundarios se diviertan con mi cara de Fito Páez. Y aunque estoy cansado de estas situaciones, las tolero, porque yo mismo he visto en el tren a falsos Chuck Norris, a Raul Alfonsín y varias veces al pastor Giménez, y de todos ellos me he reído. Una vez me pasó en Liniers que uno quiso ser más gracioso que los demás y me pidió un autógrafo. No tuve ningún problema en dedicarle algunas palabras y debajo firmé: “Con cariño, Rodolfo”. Espero que a Fito no le moleste, después de todo él también anda por ahí con mi cara.
La cosa no sería tan grave si quedara así, pero resulta que, por motivos misteriosos, si yo me corto el pelo, el otro también; si me dejo la barba, a él se le ocurre lo mismo. Hay más. Él es un músico reconocido; yo tuve mis bandas de punk y de metal en los ’80 y ’90. A él le gusta el cine y pudo sacarse las ganas de hacerlo; a mí también me encanta y me doy el gusto de escribir sobre eso. Por cierto, los dos escribimos: yo vivo de hacerlo; él no. Por suerte no conoce a mi Negrita; que, sí, es fanática de Fito Páez. Como si faltara algo, ambos nacimos en marzo y aunque la meteorología mística me importa poco, no deja de ser incómodo. No quiero parecerme a Fito Páez.
Hace poco a él se le ocurrió escribir una contratapa, como esta que ahora me toca, en la que expuso algunos de sus sentimientos frente a cierta realidad. Acepto que esta vez no puedo dejar de compartir parte de la tristeza que es fácil encontrar detrás de su bronca, aunque yo hubiera elegido otros argumentos, otras formas y otras palabras (y, llámenlo ego si quieren, no tengo dudas de que las mías serían menos cuestionables, más conscientes de los límites del otro). Lo cierto es que otra vez, como un castigo, me parezco a Fito Páez y cada burla que él recibe siento que fatalmente se multiplica por dos.

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Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

ENTREVISTA - Elvio Gandolfo, el hombre que escribía demasiado

Foto Mariano Espinosa
Los escritores no son raros: son raras las personas. De hecho Elvio Gandolfo, que entre otras cosas es escritor, no tiene absolutamente nada de raro. Al menos no más de lo que pueda tener cualquier otro de los que caminan por Buenos Aires. Sólo que en lugar de ser contador público o maestro mayor de obras, escribe libros. Entre otras cosas.
La idea es charlar de libros con él, que justo acaba de publicar tres en menos de un año, todos bien distintos entre sí. Uno para chicos (Una gorra colorada en el Fin del Mundo), un policial a cuatro manos (Los muertos de la arena), y el tercero, un increíble catálogo de textos sobre otros escritores, cuyas identidades se encargó de preservar. En The Book of Writers, que así se llama el libro, Gandolfo se permite admirar, discutir, y hasta compadecerse y ser cruel con estos escritores, concediéndoles el beneficio del anonimato. Es que dentro de ese señor bajito, fornido y de ojos claros y traviesos, Gandolfo es un caballero. Pero también es ingenioso y no se permite ser aburrido. Nos conocemos hace apenas algunos años, pero esos pocos encuentros me han hecho apreciarlo casi tanto como lo respetaba desde antes, cuando sólo había leído algunos de sus libros y traducciones. Por eso la entrevista resultó sencilla y por momentos fue más charla que trabajo. Y como a él le encanta conversar, algunas respuestas fueron olvidando las preguntas originales, sepultadas por la elocuencia y el carácter expansivo de Gandolfo, que lo lleva a enhebrar un tema tras otro, porque en su cabeza una compleja trama une a todo con todo.
The Book of Writers es un proyecto que pasó por varios estados antes de ser al fin editado. Gandolfo tenía la idea de hacer algo más grande, contando más de sus historias con otros escritores. “En este caso, la idea era hablar de otros escritores de una manera un poco críptica, esquivando el chisme”, dice, “por eso lo menciono a Henry James, que lo hizo muchas veces, tiene muchos cuentos y novelas de escritores, igual que Stephen King. Leyendo a ambos aprendés.” Sin embargo, el resto de sus ocupaciones lo fueron llevando en diferentes direcciones que le impedían continuar. Cuando le pidieron material para un libro chico recordó lo que ya tenía escrito: “primero me dije ‘por qué no le doy los dos textos más largos que tengo’, para seguir trabajando con el resto del material. Pero después me arrepentí y decidí darles todo lo que tenía escrito y chau.”

–¿Escribir sobre colegas tiene algo de mirarse en el espejo?

–No. Para mí el escritor es más común que el más común de los mortales y esa idea te saca todo intento de hacer sanata. Siendo escritor, de alguna manera vos manejás mundos, hagas o no fantasías, y te podés agarrar el raye de la cosa demiúrgica: “Yo soy el tipo que crea”.
–¿Existe un mundo de escritores? ¿Un mundo de tics y manías que comparten los escritores?
–Hay países que le dan más bola a eso. A veces de manera ridícula, en Francia por ejemplo. Durante mucho tiempo compré la revista Magazine Littéraire, que todos los años editaba el número de la Rentré, que es cuando desembarcan todas las editoriales con las ediciones a las que le van a apostar fuerte esa temporada. Cada año serían unos 100 libros, todas novelas. Ponele que de esas, 50 vinieran con la foto del autor, y de esas 50, en 39 el autor posaba con un cigarrillo. Pasa que con la globalización vino el nuevo concepto de mercado, que hizo trizas el mundillo de escritores de cualquier país, incluida la Argentina. Acá todavía se resiste un poco, porque somos una mezcla rara de modernización con cosa retro, todavía hay grupos de escritores. Pero en Norteamérica, que también tenía eso, se hizo trizas. Nunca más podés hablar de cultura alta o baja: ahora todo es una melange indistinguible. Hasta que la empezás a revisar. Antes era tajante. Elliot la tenía re clara: para él Poe era un imbécil que no sabía escribir ni cuento ni poesía. Es que él era un tipo de cultura alta y, coincidiendo con todos sus prejuicios, lo veía al otro como de cultura baja: un borracho que escribía cuentos de terror. ¡Todo mal!
–Hay algo que me resultó atractivo de este libro que tiene que ver con esa idea de no mencionar el nombre de la persona que está detrás del personaje.
–Hubo gente a la que le tocó hacer la crítica del libro que arriesgó, y arriesgó mal. Me llamó la atención. Porque hay algunos donde las referencias son obvias, como Zelarrayán, que es el personaje al que llamo El Zorro.
–En ese personaje, aunque no daba la edad, yo veía cosas de Fogwill.
–Bueno, pero ahí hay algo piola: te hace acordar a un tipo que se parecía al otro. Porque Zelarrayán es el pre-Fogwill y Fogwill es el post- Zelarrayán. Eso es lo bueno, y lo que me hizo afirmarme en la idea de no revelar quiénes se esconden detrás de algunos de esos relatos. Porque además, como han pasado más de 15 años desde que lo escribí, ellos también han cambiado. Cuando escribí esos textos, la figura de Zelarrayán había desaparecido, por eso el texto se llama “Acto de desaparición”. Vos se lo mencionabas a la gente de Letras y no tenían ni idea de quién era. Por eso creo que en el caso de Zelarrayán corresponde hacer la revelación.
-También ese misterio de los nombres no dichos convierte un poco al libro en un enigma a resolver, lo que en principio lo liga con el policial.
–No tanto en este caso. Porque acá el enigma funciona sobre todo porque no se devela, mientras en el policial funciona porque el enigma se devela siempre.
–Es curioso sin embargo que otro de los libros que publicaste recientemente sea justamente un policial, Los muertos de la arena, que tiene esta cosa poco usual de estar escrito a cuatro manos.
–Eso fue así porque cuando me hicieron la propuesta me dieron muy poco tiempo para entregar. Y como me conozco y sabía que no lo iba a poder hacer, pensé en Gabriel Sosa, porque acababa de irse de un diario y en tiempo récord había armado un librito de cuentos excepcional, que todavía no editó. Entonces se lo propuse a los editores y les dije que si él aceptaba, yo también. Lo más raro de la experiencia, aunque parezca sanata, es que cuando terminamos de escribir el libro y empezamos a corregir, no nos acordábamos bien quién hizo cuál capítulo. Salvo lo obvio: las tres biografías de los personajes, por ejemplo, las hice yo. Y Sosa es muy bueno con el humor, así que se encargó de toda esa payasada con los pibes en la conferencia sobre historietas. ¿Vos la leíste? ¿Cómo te sonó?

–Me gustó bastante. En un momento pensé que estaban planteando un juego policial sin solución.

–No: eso a mí me calienta. Esta de Piglia, Blanco nocturno, tiene algo de no resolución. Y la plantea de manera policial. Eso me calentó, porque hay un código, que es lo que te gusta de las grandes policiales. Pero cualquier género (la ciencia ficción, el terror, el policial) acumula también una parte de necrosis enorme, entonces cuando empezás y decís “esto va a ser así y así” y después de curiosear efectivamente es así, no seguís leyendo. Después está el tipo que apuesta a jugar con todas las cartas del género, pero te va a hacer una que va a estar bárbara, porque es un virtuoso. Hammett es un tipo admirable por completo y es el que más me gusta. Chandler también me gusta, pero Hammett tiene una cosa especial que no la tuvo nadie más que él, de una conciencia casi tipo Bertold Brecht. En Cosecha roja sobre todo. Hammett tiene una frase que para mí es una especie de faro teórico-literario. Después de ver una policial le preguntan qué le había parecido y él dice: “Es peor que mala: es casi buena.” Y es cierto, porque cuando algo es casi bueno ¡te agarrás una calentura! Porque decís “¡Hijo de puta! ¡Tenías todo en la mano y lo desperdiciás!”
–Vos recorriste asiduamente los géneros.
–Mucho más la ciencia ficción y la fantasía que la policial. Lo que pasa es que la policial se terminó imponiendo de manera aplastante. Hoy casi no existen los otros géneros. Lo he leído mucho, pero no tanto, y me entusiasma menos que los otros dos géneros, que me parecen más abiertos.
–Con Sosa compartís esa pasión por los géneros, el cine, la historieta.
–Totalmente. Es un maníaco que baja películas sin parar y yo se las encargo. Y además tenemos la amistad. Él fue primero amigo de mi hija y a través de ella nos conocimos.
–También publicaste Una gorra colorada en el Fin del Mundo, un libro infantil.
–Pero es lo único que hice hasta ahora. Está armado a partir de dos historias; la primera la hice para la revista Humi, que la dirigía un tipo fantástico que era Fortín. Después, la Feria del Libro de Montevideo editaba un libro con cosas para niños, y entonces escribí el resto. Y juntas quedaron bien. Me gustaría que, como a muchas personas, me rinda económicamente. Ojalá. Porque me tiene un poco harto, cuando llevo tantos años en el territorio, que lo literario rara vez me rinda. Ahora se reeditó un librito en España y anduvo excelente en la crítica, todos lo pusieron por arriba. La última se publicó hace poco en Babelia, el suplemento de libros del diario El País. Pero el adelanto fue ínfimo y no sé cuándo voy a volver a ver un mango. Parece que la única forma es un premio o algo así. Lo que pasa es que me da fiaca y siempre llego tarde.
–¿Es contradictorio depender del arte para vivir?
–Es que las canaletas de edición hoy son demenciales. Los grandes grupos no distribuyen en el resto del mundo lo que editan en cada país. Nunca te enterás lo que se publica, básicamente por cuestión de contaduría y traslado.
–¿Creés que hoy se publica demasiado?
–De más se publicó siempre. A partir de la evolución de las máquinas de impresión en el siglo XIX, se publicó siempre un 80% de basura. Es la frase famosa de alguien, que si no me equivoco era Sturgeon, que cuando le preguntaron si el 90% de la ciencia ficción era basura respondió que el 90% de todo es basura. Y es cierto: el 90% de la literatura es basura.
–¿Pero se la puede considerar literatura desde ese lugar?
–No, no, justamente la que se considera literatura, la literatura “seria”, es un 90% basura. Y neutra, además, porque la basura copada es buena. Pero la neutra la probás y parece papel higiénico mascado. Hay una línea de novelas que todas las editoriales producen específicamente para venderles a las mujeres, que se sabe son las que más compran, donde Isabel Allende es Shakespeare al lado de la mayoría.
–¿No te parece abominable la idea de producir o segmentar la literatura pensando en términos de género?
–Pero es así desde el siglo XIX, siempre hubo mucha porquería. Hoy querés leer buena parte de la literatura “buena” de los ’60 y le pedís por favor a Dios que te saque ese libro de adelante. En serio: he hecho el intento. Hay algo que se perdió y ya no sabés qué pasó.


Muchos Elvios para un sólo Gandolfo

–Sos escritor, periodista, crítico, traductor, editor de un suplemento de cultura, dirigiste alguna que otra publicación. ¿Cómo conviven todos esos Elvios en un solo Gandolfo?

–Algunos van desapareciendo. Actualmente siento mucha necesidad de tener tiempo, de no tener un laburo sino de poder dedicarme. A su vez, la tarea destinada a producir un ingreso que me lo permitiera o una beca, sencillamente me agobia. Esa cosa de la voluntad humana que se cumple, es una idea muy marxista que es falsa. No todo tiene una explicación de voluntad y concreción. Hay una zona que, aunque no escribas, te hace escritor, te hace percibir de una manera. Y es muy fácil que esa zona se ensucie.
–¿Te desgasta el rodaje diario del periodismo?
–No, al contrario: me gusta mucho. Porque además te alimenta esa zona que tiene que estar libre, tiene que seguir percibiendo todo el tiempo, porque no es automático, sino que tiene que seguir integrando cosas. Te diría que gracias a ser periodista cultural accedí a muchas cosas que, si no, no las hubiera leído nunca.
–¿Pero no te desgasta a la hora de sentarte a escribir literatura?
–Ahí es donde tenés que hacer una especie de arte marcial del aprovechamiento del tiempo. A esta altura, en mi trabajo como armador de un suplemento cultural, me tiene paspado más que nada esa zona de corrección de originales, corrección de esto y lo otro… No de manera trágica, claro, pero cansa. No así la parte de producir: leo la novela de Murakami, que me dio vuelta la cabeza, y como estoy en el Cultural pude hacer una nota. Y ahora que tuve tiempo de releerla puedo decir que está buena. Con hacer seis o siete cosas de esas al año, ya me justifica. Por eso acepto mucha cosa adicional, como hacer prólogos, porque pasa lo mismo: te ordenás un poco y en la relectura descubrís cosas que se te habían pasado y te siguen alimentando.
–Se nota que disfrutás de los dos lugares que te ofrece la literatura, de leer y de escribir. Pero con el cine, ¿sentís que tenés alguna cuenta pendiente?
–Hice alguna cosa, pero la evolución del cine hizo que hoy existan puntas que tampoco me interesan. Se perdió lo que había logrado la Nouvelle Vague y el cine de los ’60, que básicamente era hacer un cine barato que funciona espectacular. Eso es lo que logran hoy los tipos de China, Corea, Japón: consiguen hacer trucos baratos que no se pueden creer. En cambio los yanquis necesitan plantear la cosa con 70 palos verdes.
–Decías que algunas variedades de Elvios Gandolfos se han ido perdiendo, pero también aparecieron otras: ahora sos actor.
–Bueno, ahí tenés un caso extremo, porque esa película, La balada de Vlad Tepes, de Guzmán Vila, fue hecha casi con presupuesto negativo. Como está filmada con cámara digital, casi no tiene gasto.
–¿Pero vos cómo te sentiste?
–Ah, bien. Somos todos amigos de hace años. Fueron dos películas, la otra se llama Sangre en la mondiola, y en las dos hice de un cura. En la primera era más en joda y en la segunda ya más dramático. Nos divertimos mucho.


Entrevista publicada en originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

sábado, 16 de julio de 2011

CINE - La vida útil, de Federico Veiroj: Una fábula épica de cine

El estreno de La vida útil, del uruguayo Federico Veiroj, en la sala Lugones del teatro San Martín, supone un acontecimiento de gran valor, porque significa, entre otras cosas, la continuidad del BAFICI por otros medios. El film de Veiroj fue uno de los títulos más sobresalientes de la última edición del festival porteño y es sabido lo difícil que es para este tipo de material conseguir espacio de difusión. La razón fundamental para la alegría es entonces la posibilidad concreta de que más gente pueda disfrutar de esta sorprendente película. Una sorpresa que no viene, como las del cine norteamericano, de la acumulación de hipérboles, sino de una forma de relato que se permite utilizar los recursos tradicionales del cine para narrar de una manera, sino nueva, al menos distinta y original.
Para contar la historia de Jorge, protagonista de La vida útil, Veiroj empieza por lo cotidiano. Él es uno de los programadores de la Cinemateca Uruguaya, institución dedicada a difundir cinematografías infrecuentes y rescatar los clásicos del séptimo arte. Un espacio que, como otros de su especie, parece aislado por una burbuja de atemporalidad que lo retiene en aquellos tiempos felices, cuando las vanguardias todavía eran vanguardias y la juventud, ebullición. Jorge y sus compañeros transitan los ambientes enajenados de la Cinemateca, de un modo muy parecido al que reunía a los personajes de Lisandro Alonso dentro de la mismísima sala Lugones, en su película Fantasma: como espectros que han anclado en las márgenes del cine (que siempre es el mundo). De hecho Jorge ha trabajado ahí cada día de los últimos 25 años. Pero cuando esa cotidianeidad estancada colisiona con la cultura del mercado, Jorge sabrá que la aparente inmovilidad no era sino un lento descenso. La Cinemateca dejará de funcionar por falta de apoyo y cerrará sus puertas.
Tras el desmoronamiento de ese mundo que era el centro de su película, Veiroj se permite el mayor atrevimiento. Con la canción “Los caballos perdidos”, de Leo Maslíah, como demencial punto de quiebre, la segunda mitad del film asumirá la superposición de la realidad dura del mundo exterior (que se ha vuelto extraño a los ojos de un Jorge conmocionado), con recursos tradicionales del cine, como la música y el montaje, para desde sus códigos conocidos transitar una nueva forma narrativa. Jorge cargará contra la realidad, pasará de sapo a príncipe y, convertido en héroe, tomará por asalto el castillo de la razón moderna, para rescatar a su princesa e invitarla a pasear. Al cine.
Veiroj, quien ya se había destacado con su ópera prima (Acné, 2008), consigue aquí refrendar sus antecedentes y duplicar el riesgo, con una propuesta estética que por momentos recuerda los extraños trabajos del canadiense Guy Maddin. Protagonizada por Jorge Jelinek, reconocido crítico de cine uruguayo, La vida útil es a la vez épica y comedia, cuento de hadas y una de las mejores películas del año.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 8 de julio de 2011

ENTREVISTA - Traiciones de la Memoria, de Héctor Abad Faciolince y Los falsificadores de Borges, de Jaime Correas: El poema que se convirtio en novela


No pueden ser más distintos. Uno parece tranquilo y su calma se expande sobre su acento del trópico; el otro, más bajito y colorado, da la impresión de estar en estado de alerta permanente. Los dos son escritores, pero han llegado al oficio por caminos también diferentes. Ambos acaban de publicar sus últimos libros, pero uno es un instrumento de la ficción y el otro una crónica de viaje, un diario: los dos remiten, van y vienen sobre un poema atribuido a Jorge Luis Borges, con el que cada uno de ellos tiene una historia personal. Sin embargo, esos versos son la punta del iceberg de todo lo que comparten entre la multitud de las cosas que los separan. El colombiano Héctor Abad Faciolince acaba de publicar Traiciones de la memoria, ese diario de viaje que reconstruye su investigación para dar con el origen de un poema que encontró en 1987 en un bolsillo del saco de su padre, que acababa de ser asesinado. Jaime Correas es mendocino y en su novela Los falsificadores de Borges cuenta su propia versión de la misma historia, que para él comienza con un grupo de amigos amantes de la poesía, con quienes publicaban libritos autogestionados en los que el autor era lo menos importante. De cómo ambos caminos acaban por cruzarse se ocupan estos dos volúmenes, que sorprenden contando una imposible historia real, plagada de cruces, coincidencias, mentiras y misterios por resolver.
“La realidad es rara”, dice
Abad Faciolince. “En este caso, es una realidad rara a la segunda potencia, porque parece inventada por Borges y a su vez él está involucrado en ella. Me pregunto cómo puede habernos pasado esto.” Pero ahí está el poema para confirmarlo todo: impreso en 1986 por Correas en su Mendoza natal, tallada sobre el mármol que cubre la sepultura del padre de Abad. Su título, “Aquí. Hoy.”, remite directamente a un relato que se vuelve laberíntico en lo efímero del presente. Desde su primer verso, el poema parece anunciar todo lo que vendrá: “Ya somos el olvido que seremos”, dice. Una declaración contundente para un hombre asesinado que decidió conservar una copia de ese texto manuscrita en su bolsillo.

–Es curioso el modo en que ustedes llegan a la literatura desde la realidad, porque más allá de ese origen real, ustedes han construido relatos que, o son novelas o bien pueden leerse como tales.
 
Abad Faciolince: –La de Jaime es claramente una novela. La mía en cambio es una lucha contra la ficción, un intento de hacer verosímil esa historia real que sin embargo parece falsa. Lo más difícil para mí ha sido que me crean, porque parece que alguien hubiera acomodado cada detalle y eso es lo misterioso de esta historia. Mi lucha es traer todo eso la realidad, y por eso es tan curioso que Jaime (que es una pieza clave dentro de la historia), haya retomado todo para llevarlo de vuelta a la ficción.
–Es cierto que el libro de Jaime es una novela y el tuyo no: lo particular es que eso podría invertirse y no importaría demasiado. Al punto que ambos comparten cierta estructura de policial y hasta eso parece un homenaje a Borges.
 
Abad Faciolince: –Para mí la búsqueda es siempre policial, porque lo que un narrador policial o un detective buscan es despejar la falsedad para encontrar lo auténtico. Por eso encontrar a un asesino, o en este caso a un autor, es siempre una pesquisa.
Correas: –Precisamente una de las claves de ambas historias surge del concepto de la importancia o no del autor. 
Abad Faciolince: –En última instancia el autor no tiene ninguna importancia; lo que importa son los hechos estéticos. Pero aún así, los seres humanos creemos que lo que pasa por las manos de alguien a quien consideramos un genio, es más importante que lo que pasa por las manos de un otro común y corriente. Es un concepto discutible, pero es verdad que a ciertas personas los ha visitado con más intensidad la musa. Para mí era mucho más satisfactorio que el autor de esos versos que mi papá llevaba en el bolsillo cuando lo mataron, fuera Borges y no cualquier otro.
–En ese poema aparece el concepto de anonimato (dos versos dicen “No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre”), pero también está la idea igualmente borgeana del artista como mero amanuense de las musas. Y de algún modo ustedes se encuentran siendo los amanuenses de estas historias, de las que además son protagonistas. ¿Cómo se sienten en ese papel?
 
Correas: –Yo sentí que me llegaba algo que fue como una especie de enorme torrente que surgía de la nada, a partir de un hombre que en una tarde que para mí se convirtió en inolvidable, me llamaba desde Berlín y me contaba una historia que en ese momento era distante pero que yo podía sentir como propia. Empecé a darme cuenta en los días sucesivos que se ponía en funcionamiento un mecanismo que tenía que ver con algo que se había iniciado 20 años antes. Fue como una de esas olas que te pasan por encima y te dejan revolcado en la playa. La sensación fue de extrañamiento y de euforia, de no poder creer lo que me estaba pasando.
–Citando a De Quincey, Borges decía que haber descubierto un problema no es menos importante que haber descubierto una solución. Este regalo trágico parece justamente eso: la muerte de tu padre finalmente te encamina en tu decisión de ser escritor.
 
Abad Faciolince: –Es curioso. Como mi padre vivió su vida de una manera muy estética, con algo de héroe romántico al estilo Byron, no es raro que haya hecho ese último acto de guardarse ese poema en el bolsillo, cuando sabía que su vida corría mucho peligro. No sé si habrá llegado a pensar que un día su hijo iba a contar esa historia, pero si tuvo que pensar que ese acto no iba a pasar inadvertido, que alguien iba a encontrar ese papel, ese poema. Y sí, de lo peor, de lo más duro, puede rescatarse algo que sirve para continuar viviendo, para dar incentivo a la existencia y seguir pensando que la vida, a pesar de todo, puede seguir siendo un acto hermoso. Entonces sí, hay algo de renacimiento en todo esto.
–En tu caso, Jaime, te encontrás con una historia que bien podría ser la fantasía de un loco, sin embargo aceptas creerla y a partir de eso podés contarla. 
Correas: –Héctor construyó un relató que es irrefutable y cualquiera que quiera comprobar la veracidad de lo que se cuenta puede hacerlo. Pero cada uno llegó a su libro por caminos muy diversos y quien lea ambos va a notar que se produce un diálogo muy curioso entre ellos. Creo que esta historia tiene algo más que esa verdad histórica comprobable, porque de alguna manera muestra la potencia de la ficción, en el sentido en el que Tomás Eloy Martínez hablaba de la ficción como un modo de reconstruir la realidad, aún en lugares donde hay detalles del relato histórico que faltan. Cuando presenta Las memorias del General, Martínez dice en una entrevista que en un país como el nuestro, donde hay tantos datos de la realidad histórica que faltan, porque se han destruido los documentos o se silenciaron las voces, es necesario el narrador. Pienso en Rodolfo Walsh y en el mismo Martínez, que de alguna manera unen los vestigios y ponen los conectores que creen necesarios para completar el relato. Esa operación en lugar de quitarle fuerza o veracidad a la historia, reconstruye todo el entramado ausente y eso es lo que creo que pasa acá, donde se unen la voluntad estética de Borges con la figura del padre de Héctor, a quien matan por sus convicciones pero que es capaz de dejar una señal. Es a partir de esa señal que la historia y sus personajes regresan con fuerza renovada, con un sentido estético, de belleza.
–El tiempo y la memoria terminan transformándose en una cuestión estética importante para sus relatos.
 
Abad Faciolince: –Yo que tengo la desgracia de tener tan mala memoria, tengo la sensación permanente de que el pasado se me convierte en algo desdibujado e impreciso. Mi memoria del pasado es como la que puede tener cualquiera al despertar y sentir que lo que ha soñado se le va olvidando. Por eso cuando rememoro casi siempre me pregunto si estoy inventando o recordando de verdad. Entonces ese pasado fantasmal, esos hechos que yo ya no recordaba bien y que algunas personas recordaban o no, tal vez con detalles equivocados, también resultó para mí una lucha estética y apasionada por tratar de despejar lo equivocado, lo deformado, lo ficticio, lo fantasmal del pasado, en algo más sólido. Por eso viajé a todas partes, para ver si los nombres que iban apareciendo en la investigación eran personas reales, para verles las caras y saber si podía creer en ellos, si mentían o no. 
Correas: –A mí me parece que la preocupación por el tiempo es quizás algo que nos queda a los que leímos a Borges. Él expresa notablemente su preocupación por el tiempo; es una cosa tan borgeana, que tiene que ver con el enigma de vivir, de estar metido en esto que no terminamos de entender. Y cuando el tiempo se transforma en un camino que hay que recorrer para volver hacia atrás para reconstruir algo, ahí es donde creo que se juntan la ética con la estética. Porque se puede reconstruir el pasado falseándolo, o se puede tratar de hacer un ejercicio ético de reconstruirlo. Ese es el intento que hicimos con Héctor: volver a darle la espesura que tenía el tiempo hasta el presente, porque el pasado se transforma en una especie de friso donde todo está mezclado. Hicimos un difícil camino en espiral hacia el pasado para ver qué es lo que las cosas decían ayer, sabiendo que existe esa limitación, que no podés volver al pasado, porque no tenemos la máquina del tiempo. 
Abad Faciolince: –El primer ejercicio que yo hice fue buscar en las palabras de Borges, en su obra poética, ecos de esos poemas perdidos. Algo que se pareciera y que me indicara por indicios que esas palabras eran también de Borges. Y encontré algún verso parecido en su último libro, casi idéntico al primer verso del poema que guardaba mi padre. Como si a Borges en sus últimos años, poco antes de morir, lo obsesionara esa idea del pasado y el olvido en el que estaba por convertirse, y que solamente quedarían las palabras. Y eso es la literatura: cuando el autor desaparece, quedan las palabras, que es lo que escribió Umberto Eco en El nombre de la rosa.
–¿Resultó sanador para ustedes ese ejercicio de la palabra?
 
Abad Faciolince: –Sí, claro que sí. Fue una experiencia exaltante, furiosa, deliciosa... fue saber que cuando nosotros seamos pasado, también estas palabras habrán quedado. Sí, es muy satisfactorio.
–Partiendo de este lugar, ¿se sienten conformes del lugar al que han llegado o esa obsesión por verificarlo todo registra alguna cuenta pendiente?
 
Abad Faciolince: –Creo que habría algunas cositas que todavía se podrían saber. Alguien tuvo que haber oído y copiado ese poema por primera vez; tuvo que haber un copista de Borges que lo hiciera. A lo mejor está vivo todavía y tal vez no haya olvidado esos poemas. Sería maravilloso que esa persona apareciera.
–Y un paso más allá: ¿les gustaría que se oficializara la paternidad de Borges sobre estos poemas?

Correas: –Creo que esa obsesión que ya se ha planteado contradice más de una de las cosas más bellas que dice Borges, como aquello de la no importancia del autor. Nosotros sabemos, estamos convencidos de que esos poemas vinieron de Borges. Esa duda no la tenemos. Que cada uno se quede con la imagen y la historia que quiera. Hace más de 20 años, cuando leí por primera vez esos cinco sonetos y era un fanático absoluto de Borges, hubo versos que me quitaron toda duda. 
Abad Faciolince: –Sin embargo, como Borges es y será siempre mucho más leído que Abad y que Correas, a mí no me molestaría que en ediciones futuras de las obras completas de Borges, aparecieran esos poemas, al menos como atribuidos. Porque sería un placer para los lectores de Borges.

Dos escritores en busca de un autor

Quién sabe qué pasó por la cabeza de
Héctor Abad Faciolince cuando no tuvo más remedio que aceptar que su padre estaba muerto, con más de un tiro dentro del cuerpo que ahora se encontraba inmóvil en el suelo. Quién sabe qué pensó entonces, cuando tras meter la mano en uno de los bolsillos del saco de su padre se encontró con un poema. Un poema. Palabras escritas con cuidado sobre una hojita doblada dentro de un bolsillo. Sólo un poema, tinta sobre papel, pero que ha tenido el destino de nacer muchas veces. Alguna desde la más genial de las inspiraciones; otra de las entrañas de un asesinato a sangre fría, la más imperdonable de las muertes. Y ahora como mellizos, duplicado en las páginas de dos libros que lo tienen a él, el poema, como protagonista. 
Abad Faciolince y Jaime Correas se conocieron gracias a ese poema y ambos le deben a él sus últimos libros, Traiciones de la memoria y Los falsificadores de Borges. Pero el salto del párrafo anterior a este supone demasiada elipsis: tal vez sea mejor ir con calma.
Junto a un grupo de compañeros de universidad, todos ellos amantes de la poesía,
Jaime Correas editaba en Mendoza a mediados de los ’80 unos libritos artesanales donde publicaban sus propios poemas. En consonancia con las ideas que pregonaban la importancia de la obra por sobre el autor, aquellas ediciones tenían como política editorial el absoluto anonimato. A comienzos de 1986 y a partir de una compleja red de amistades, el grupo consigue cinco poemas inéditos de Borges. Sabían de buena fuente que los textos eran auténticos y decidieron publicarlos, quebrando por primera vez la condición de anonimato: todos admiraban a Borges. Incluso, conociendo el carácter amable del autor, decidieron intentar que él mismo les escribiera un breve prólogo alusivo. Pero Borges viajó y se murió lejos, y no les quedó más remedio que publicarlos sin su bendición.
Algunos de esos poemas comenzaron a circular en revistas y publicaciones que levantaban la noticia y la dispersaban por el mundo: todos sabemos que el material desconocido de un artista recién muerto es siempre un buen negocio periodístico. La red comenzaba a tejerse. Cuando
Abad Faciolince encontró ese poema manuscrito dentro del saco de su padre asesinado por sicarios, no tenía forma de saber toda esta historia. Y, no sin razón, quiso ver en ese papelito doblado una señal de su padre (militante defensor de los Derechos Humanos) y el asunto se le volvió obsesión.
Inevitablemente borgeanos en sus temas, los libros de
Abad Faciolince y Correas intentan reconstruir el itinerario de ese poema, pulsando las cuerdas de la fragilidad de la memoria y otras cuestiones acerca del tiempo. Uno desde su papel de editor que, 20 años después, se encuentra con que aquel poema publicado en sus días de estudiante a devenido en un autentico laberinto narrativo. El otro como investigador viajero, embarcado en la aventura de reconstruir una historia que siendo ajena, es a la vez tan personal, tan íntimamente propia.

Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

CINE - El retrato postergado, de Andrés Cuervo: Haroldo Conti, entre la poesía, los fantasmas y los sueños


La voz de Haroldo Conti se escucha inusualmente clara, como si en lugar de provenir de la pantalla del cine (del sistema de sonido de la sala, para ser exactos) él mismo estuviera sentado en la butaca de al lado, para hablarle directamente a cada espectador. “La vida es una especie de borrador que uno no termina nunca de pasar en limpio”, dice. “Mi vida es un perfecto borrador:”, insiste, “bien tachado, bien borroneado. Nunca completo, nunca terminado”. Apenas comienza la proyección de El retrato postergado, la película de Andrés Cuervo sobre el gran escritor argentino, y escuchar el registro de esa voz, grabada en 1975, conmueve. No sólo por sentir que es a uno a quien le hablan, sino por aquello que Conti confiesa, justo un año antes de ser secuestrado y desaparecido por la salvaje dictadura militar que usurpó el poder en 1976. "Mi vida es un borrador sin terminar".
El retrato postergado es exactamente eso que anuncia su nombre: la concreción final de un retrato que comenzara a trazar Roberto Cuervo, un joven realizador cinematográfico, en los ’70 y que la muerte (impredecible o aterradora) se encargó de mantener inconclusa por más de 35 años. Cuando Roberto Cuervo murió en un accidente, dejando a su mujer Cristina con un hijo de apenas algunos meses, hacía casi dos años que Conti había desaparecido. Ese hijo de Cristina y Roberto es Andrés Cuervo, el director de este film al que cuesta encasillar dentro del género documental, tan fino es su relato y tan rica su poética cinematográfica que encaja con naturalidad en la literatura contiana. De allí puede concluirse el carácter de doble homenaje que guarda este retrato postergado, porque además de un claro homenaje al escritor, la película es también una oda del director a ese padre que nunca conoció.

Aunque cuenta con el impagable valor de ese registro único e inédito de las tomas de Haroldo Conti realizadas por su padre (y que tras su muerte, su mujer Cristina conservó no sin riesgos durante toda la dictadura), la película de Andrés Cuervo no se conforma con el hallazgo. Con un delicado trabajo escénico, el director diseña un conjunto de secuencias que son un relato en sí mismo. Un bote de madera navegando sobre un río de papeles; una máquina de escribir es atrapada por una madeja de hilo, hasta fundirse en una suerte de crisálida literaria; un sobre abierto es empujado por el agua sobre una playa de arena, mientras va perdiendo su carga de hojas tipiadas como quien se desangra.
El hilo narrativo de El retrato postergado va del pasado al presente casi como un sueño, dando saltos que apenas se delatan en el paso del fantasmal blanco y negro de las tomas realizadas por Roberto Cuervo, a un sepia saturado y no menos misterioso del material registrado por Andrés. El trabajo de padre e hijo, separados por épocas y criterios estéticos, tienen perfiles distintos. Las tomas de Conti realizadas por Roberto lucen naturales y naturalistas. Imágenes como la del escritor arreglando una licuadora, mientras su voz nos lee un fragmento de su cuento “El último”, consiguen darle auténtica dimensión humana a ese escritor que antes que nada fue un hombre. “Entre la literatura y la vida, elijo la vida”, vuelve a sorprendernos la magia inesperada de la voz de Conti, “pero de la vida rescato la literatura”.
Por su parte el trabajo de Andrés se luce en el juego expresionista de sombras y contraluces. Y no son pocas las veces que sus oníricas secuencias remiten a los trabajos de cineastas tan extraños como los británicos mellizos Quay o el checo Jan Svankmajer. El retrato postergado cuenta también con el aporte de las voces de Eduardo Galeano y Martha Lynch, hablando con admiración de Conti, de su obra y del hombre, que completan este oportuno y grato rescate de uno de los autores fundamentales para entender un país y una época.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 7 de julio de 2011

CINE - Mundialito, de Sebastián Bednarik: Milicos detrás de una pelota


El estreno del documental Mundialito trae a escena una vez más un tema que, por olvidado, merece volver a ser puesto en palabras. Se trata de regresar a aquel torneo organizado en el Uruguay en 1980 para conmemorar las bodas de oro del primero de todos los mundiales de fútbol, también disputado en ese país y ganado por el anfitrión. Sucede que en ese momento Uruguay, como el resto de Latinoamérica, estaba gobernado por un régimen militar que ese mismo año pretendía legitimarse a través de un plebiscito. En principio se trata del viejo cruce entre política y deporte, que desde siempre genera un espacio muy rico en términos de análisis. Será que el deporte constituye uno de los fenómenos de multitudes más antiguos de la humanidad. Para confirmarlo alcanza con recordar las Olimpíadas griegas, los torneos caballeros en la Europa medieval o la pasión por el juego y la competencia que profesaban Mayas y Aztecas en la América precolombina. Ocurre que en la historia moderna, del siglo XX para acá, los espectáculos deportivos se convirtieron en fabulosos movilizadores de masas y si de algo necesita la política es justamente de las masas. Por eso no resulta extraño que la política a menudo utilice al deporte como instrumento de influencia sobre los individuos. Y el deporte –o sus organizaciones, también políticas- por cierto se deja utilizar.
En su fantástica novela histórica Yo, Claudio, Robert Graves expone la forma en que ya los emperadores romanos utilizaban las competencias en las arenas del coliseo o las pistas del hipódromo para amansar a un pueblo descontento. Pero será el siglo pasado el que dará los ejemplos más indignantes y hasta macabros. Surge la figura de Benito Mussolini, que en el entretiempo de la final del mundial de 1934, organizado en Italia en el apogeo del fascismo, amenazó de muerte a los jugadores de su selección si no ganaban la copa (y la ganaron). O el canto a la gloria de la raza aria en que Adolf Hitler transformó a los Juegos Olímpicos de Berlín, en 1936. Leni Riefenstahl supo retratar con grandilocuencia esa épica perversa, en su innovadora película Olympia. Y, para seguir en familia, el modo en que la junta del último régimen militar en nuestro país manipuló la organización del Mundial 78 para mostrarle al mundo que los argentinos éramos derechos y humanos, mientras bajo el mismo cielo se masacraba a una generación. Por cierto: el mundial también lo ganamos.
En concordancia con esos ejemplos, la dictadura militar que entre 1973 y 1984 gobernó al Paisito tuvo su Mundialito, con el que intentó aprovechar esa simbiosis. Dirigido por Sebastián Bednarik, Mundialito busca anudar los hilos sueltos que cuelgan bajo este hecho poco revisitado de la historia uruguaya. A partir de una grilla de entrevistados que ostentan el derecho de poder contar el cuento en primera persona -con figuras que van de Víctor Hugo Morales, el entonces presidente de la FIFA Joao Havelange, los ex presidentes uruguayos Jorge Batlle y Julio María Sanguinetti, a varios de los jugadores que integraron aquel seleccionado y el actual primer mandatario del Uruguay José Mujica-, el documental busca volver evidente lo ensombrecido. Aquellos puntos de contacto entre las pretensiones de ese régimen cegado de confianza, que buscaba legitimarse mediante el voto, y ese torneo con el que la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF), con ayuda de la FIFA -organización que siempre anda rozando los límites éticos (y muchas veces sospechada de traspasarlos)- pretendía limpiar la deshonra de ni siquiera clasificar para el mundial de Argentina, dos años antes. Aunque los discursos de ambos lados pretenden desligarse, las líneas que los diferentes relatos van trazando tienden a confluir en el nodo de sus intereses comunes. Porque, organizados apenas con un mes de diferencia, el plebiscito (realizado el 30 de noviembre de 1980) y la Copa de Oro (nombre oficial del Mundialito, que se jugó entre el 30 de diciembre y el 10 de enero del año siguiente) estuvieron ligados de manera inevitable. Con una realización clásica que gana potencia con las declaraciones de sus entrevistados, con buen material de archivo (un Maradona veinteañero se queja de lo mal que lo trataron en Uruguay), y el imán que siempre tiene el fútbol (para quienes gusten de él), Mundialito ofrece mucho. En principio luz, para aclarar 30 años de sombra.
Mundialito, de Sebastián Bednarik, se proyecta todos los días en los cines Monumental Lavalle y Artecinema, y los jueves y viernes a las 20 en la sala Cosmos UBA, Corrientes 2046.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.