viernes, 8 de julio de 2011

ENTREVISTA - Traiciones de la Memoria, de Héctor Abad Faciolince y Los falsificadores de Borges, de Jaime Correas: El poema que se convirtio en novela


No pueden ser más distintos. Uno parece tranquilo y su calma se expande sobre su acento del trópico; el otro, más bajito y colorado, da la impresión de estar en estado de alerta permanente. Los dos son escritores, pero han llegado al oficio por caminos también diferentes. Ambos acaban de publicar sus últimos libros, pero uno es un instrumento de la ficción y el otro una crónica de viaje, un diario: los dos remiten, van y vienen sobre un poema atribuido a Jorge Luis Borges, con el que cada uno de ellos tiene una historia personal. Sin embargo, esos versos son la punta del iceberg de todo lo que comparten entre la multitud de las cosas que los separan. El colombiano Héctor Abad Faciolince acaba de publicar Traiciones de la memoria, ese diario de viaje que reconstruye su investigación para dar con el origen de un poema que encontró en 1987 en un bolsillo del saco de su padre, que acababa de ser asesinado. Jaime Correas es mendocino y en su novela Los falsificadores de Borges cuenta su propia versión de la misma historia, que para él comienza con un grupo de amigos amantes de la poesía, con quienes publicaban libritos autogestionados en los que el autor era lo menos importante. De cómo ambos caminos acaban por cruzarse se ocupan estos dos volúmenes, que sorprenden contando una imposible historia real, plagada de cruces, coincidencias, mentiras y misterios por resolver.
“La realidad es rara”, dice
Abad Faciolince. “En este caso, es una realidad rara a la segunda potencia, porque parece inventada por Borges y a su vez él está involucrado en ella. Me pregunto cómo puede habernos pasado esto.” Pero ahí está el poema para confirmarlo todo: impreso en 1986 por Correas en su Mendoza natal, tallada sobre el mármol que cubre la sepultura del padre de Abad. Su título, “Aquí. Hoy.”, remite directamente a un relato que se vuelve laberíntico en lo efímero del presente. Desde su primer verso, el poema parece anunciar todo lo que vendrá: “Ya somos el olvido que seremos”, dice. Una declaración contundente para un hombre asesinado que decidió conservar una copia de ese texto manuscrita en su bolsillo.

–Es curioso el modo en que ustedes llegan a la literatura desde la realidad, porque más allá de ese origen real, ustedes han construido relatos que, o son novelas o bien pueden leerse como tales.
 
Abad Faciolince: –La de Jaime es claramente una novela. La mía en cambio es una lucha contra la ficción, un intento de hacer verosímil esa historia real que sin embargo parece falsa. Lo más difícil para mí ha sido que me crean, porque parece que alguien hubiera acomodado cada detalle y eso es lo misterioso de esta historia. Mi lucha es traer todo eso la realidad, y por eso es tan curioso que Jaime (que es una pieza clave dentro de la historia), haya retomado todo para llevarlo de vuelta a la ficción.
–Es cierto que el libro de Jaime es una novela y el tuyo no: lo particular es que eso podría invertirse y no importaría demasiado. Al punto que ambos comparten cierta estructura de policial y hasta eso parece un homenaje a Borges.
 
Abad Faciolince: –Para mí la búsqueda es siempre policial, porque lo que un narrador policial o un detective buscan es despejar la falsedad para encontrar lo auténtico. Por eso encontrar a un asesino, o en este caso a un autor, es siempre una pesquisa.
Correas: –Precisamente una de las claves de ambas historias surge del concepto de la importancia o no del autor. 
Abad Faciolince: –En última instancia el autor no tiene ninguna importancia; lo que importa son los hechos estéticos. Pero aún así, los seres humanos creemos que lo que pasa por las manos de alguien a quien consideramos un genio, es más importante que lo que pasa por las manos de un otro común y corriente. Es un concepto discutible, pero es verdad que a ciertas personas los ha visitado con más intensidad la musa. Para mí era mucho más satisfactorio que el autor de esos versos que mi papá llevaba en el bolsillo cuando lo mataron, fuera Borges y no cualquier otro.
–En ese poema aparece el concepto de anonimato (dos versos dicen “No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre”), pero también está la idea igualmente borgeana del artista como mero amanuense de las musas. Y de algún modo ustedes se encuentran siendo los amanuenses de estas historias, de las que además son protagonistas. ¿Cómo se sienten en ese papel?
 
Correas: –Yo sentí que me llegaba algo que fue como una especie de enorme torrente que surgía de la nada, a partir de un hombre que en una tarde que para mí se convirtió en inolvidable, me llamaba desde Berlín y me contaba una historia que en ese momento era distante pero que yo podía sentir como propia. Empecé a darme cuenta en los días sucesivos que se ponía en funcionamiento un mecanismo que tenía que ver con algo que se había iniciado 20 años antes. Fue como una de esas olas que te pasan por encima y te dejan revolcado en la playa. La sensación fue de extrañamiento y de euforia, de no poder creer lo que me estaba pasando.
–Citando a De Quincey, Borges decía que haber descubierto un problema no es menos importante que haber descubierto una solución. Este regalo trágico parece justamente eso: la muerte de tu padre finalmente te encamina en tu decisión de ser escritor.
 
Abad Faciolince: –Es curioso. Como mi padre vivió su vida de una manera muy estética, con algo de héroe romántico al estilo Byron, no es raro que haya hecho ese último acto de guardarse ese poema en el bolsillo, cuando sabía que su vida corría mucho peligro. No sé si habrá llegado a pensar que un día su hijo iba a contar esa historia, pero si tuvo que pensar que ese acto no iba a pasar inadvertido, que alguien iba a encontrar ese papel, ese poema. Y sí, de lo peor, de lo más duro, puede rescatarse algo que sirve para continuar viviendo, para dar incentivo a la existencia y seguir pensando que la vida, a pesar de todo, puede seguir siendo un acto hermoso. Entonces sí, hay algo de renacimiento en todo esto.
–En tu caso, Jaime, te encontrás con una historia que bien podría ser la fantasía de un loco, sin embargo aceptas creerla y a partir de eso podés contarla. 
Correas: –Héctor construyó un relató que es irrefutable y cualquiera que quiera comprobar la veracidad de lo que se cuenta puede hacerlo. Pero cada uno llegó a su libro por caminos muy diversos y quien lea ambos va a notar que se produce un diálogo muy curioso entre ellos. Creo que esta historia tiene algo más que esa verdad histórica comprobable, porque de alguna manera muestra la potencia de la ficción, en el sentido en el que Tomás Eloy Martínez hablaba de la ficción como un modo de reconstruir la realidad, aún en lugares donde hay detalles del relato histórico que faltan. Cuando presenta Las memorias del General, Martínez dice en una entrevista que en un país como el nuestro, donde hay tantos datos de la realidad histórica que faltan, porque se han destruido los documentos o se silenciaron las voces, es necesario el narrador. Pienso en Rodolfo Walsh y en el mismo Martínez, que de alguna manera unen los vestigios y ponen los conectores que creen necesarios para completar el relato. Esa operación en lugar de quitarle fuerza o veracidad a la historia, reconstruye todo el entramado ausente y eso es lo que creo que pasa acá, donde se unen la voluntad estética de Borges con la figura del padre de Héctor, a quien matan por sus convicciones pero que es capaz de dejar una señal. Es a partir de esa señal que la historia y sus personajes regresan con fuerza renovada, con un sentido estético, de belleza.
–El tiempo y la memoria terminan transformándose en una cuestión estética importante para sus relatos.
 
Abad Faciolince: –Yo que tengo la desgracia de tener tan mala memoria, tengo la sensación permanente de que el pasado se me convierte en algo desdibujado e impreciso. Mi memoria del pasado es como la que puede tener cualquiera al despertar y sentir que lo que ha soñado se le va olvidando. Por eso cuando rememoro casi siempre me pregunto si estoy inventando o recordando de verdad. Entonces ese pasado fantasmal, esos hechos que yo ya no recordaba bien y que algunas personas recordaban o no, tal vez con detalles equivocados, también resultó para mí una lucha estética y apasionada por tratar de despejar lo equivocado, lo deformado, lo ficticio, lo fantasmal del pasado, en algo más sólido. Por eso viajé a todas partes, para ver si los nombres que iban apareciendo en la investigación eran personas reales, para verles las caras y saber si podía creer en ellos, si mentían o no. 
Correas: –A mí me parece que la preocupación por el tiempo es quizás algo que nos queda a los que leímos a Borges. Él expresa notablemente su preocupación por el tiempo; es una cosa tan borgeana, que tiene que ver con el enigma de vivir, de estar metido en esto que no terminamos de entender. Y cuando el tiempo se transforma en un camino que hay que recorrer para volver hacia atrás para reconstruir algo, ahí es donde creo que se juntan la ética con la estética. Porque se puede reconstruir el pasado falseándolo, o se puede tratar de hacer un ejercicio ético de reconstruirlo. Ese es el intento que hicimos con Héctor: volver a darle la espesura que tenía el tiempo hasta el presente, porque el pasado se transforma en una especie de friso donde todo está mezclado. Hicimos un difícil camino en espiral hacia el pasado para ver qué es lo que las cosas decían ayer, sabiendo que existe esa limitación, que no podés volver al pasado, porque no tenemos la máquina del tiempo. 
Abad Faciolince: –El primer ejercicio que yo hice fue buscar en las palabras de Borges, en su obra poética, ecos de esos poemas perdidos. Algo que se pareciera y que me indicara por indicios que esas palabras eran también de Borges. Y encontré algún verso parecido en su último libro, casi idéntico al primer verso del poema que guardaba mi padre. Como si a Borges en sus últimos años, poco antes de morir, lo obsesionara esa idea del pasado y el olvido en el que estaba por convertirse, y que solamente quedarían las palabras. Y eso es la literatura: cuando el autor desaparece, quedan las palabras, que es lo que escribió Umberto Eco en El nombre de la rosa.
–¿Resultó sanador para ustedes ese ejercicio de la palabra?
 
Abad Faciolince: –Sí, claro que sí. Fue una experiencia exaltante, furiosa, deliciosa... fue saber que cuando nosotros seamos pasado, también estas palabras habrán quedado. Sí, es muy satisfactorio.
–Partiendo de este lugar, ¿se sienten conformes del lugar al que han llegado o esa obsesión por verificarlo todo registra alguna cuenta pendiente?
 
Abad Faciolince: –Creo que habría algunas cositas que todavía se podrían saber. Alguien tuvo que haber oído y copiado ese poema por primera vez; tuvo que haber un copista de Borges que lo hiciera. A lo mejor está vivo todavía y tal vez no haya olvidado esos poemas. Sería maravilloso que esa persona apareciera.
–Y un paso más allá: ¿les gustaría que se oficializara la paternidad de Borges sobre estos poemas?

Correas: –Creo que esa obsesión que ya se ha planteado contradice más de una de las cosas más bellas que dice Borges, como aquello de la no importancia del autor. Nosotros sabemos, estamos convencidos de que esos poemas vinieron de Borges. Esa duda no la tenemos. Que cada uno se quede con la imagen y la historia que quiera. Hace más de 20 años, cuando leí por primera vez esos cinco sonetos y era un fanático absoluto de Borges, hubo versos que me quitaron toda duda. 
Abad Faciolince: –Sin embargo, como Borges es y será siempre mucho más leído que Abad y que Correas, a mí no me molestaría que en ediciones futuras de las obras completas de Borges, aparecieran esos poemas, al menos como atribuidos. Porque sería un placer para los lectores de Borges.

Dos escritores en busca de un autor

Quién sabe qué pasó por la cabeza de
Héctor Abad Faciolince cuando no tuvo más remedio que aceptar que su padre estaba muerto, con más de un tiro dentro del cuerpo que ahora se encontraba inmóvil en el suelo. Quién sabe qué pensó entonces, cuando tras meter la mano en uno de los bolsillos del saco de su padre se encontró con un poema. Un poema. Palabras escritas con cuidado sobre una hojita doblada dentro de un bolsillo. Sólo un poema, tinta sobre papel, pero que ha tenido el destino de nacer muchas veces. Alguna desde la más genial de las inspiraciones; otra de las entrañas de un asesinato a sangre fría, la más imperdonable de las muertes. Y ahora como mellizos, duplicado en las páginas de dos libros que lo tienen a él, el poema, como protagonista. 
Abad Faciolince y Jaime Correas se conocieron gracias a ese poema y ambos le deben a él sus últimos libros, Traiciones de la memoria y Los falsificadores de Borges. Pero el salto del párrafo anterior a este supone demasiada elipsis: tal vez sea mejor ir con calma.
Junto a un grupo de compañeros de universidad, todos ellos amantes de la poesía,
Jaime Correas editaba en Mendoza a mediados de los ’80 unos libritos artesanales donde publicaban sus propios poemas. En consonancia con las ideas que pregonaban la importancia de la obra por sobre el autor, aquellas ediciones tenían como política editorial el absoluto anonimato. A comienzos de 1986 y a partir de una compleja red de amistades, el grupo consigue cinco poemas inéditos de Borges. Sabían de buena fuente que los textos eran auténticos y decidieron publicarlos, quebrando por primera vez la condición de anonimato: todos admiraban a Borges. Incluso, conociendo el carácter amable del autor, decidieron intentar que él mismo les escribiera un breve prólogo alusivo. Pero Borges viajó y se murió lejos, y no les quedó más remedio que publicarlos sin su bendición.
Algunos de esos poemas comenzaron a circular en revistas y publicaciones que levantaban la noticia y la dispersaban por el mundo: todos sabemos que el material desconocido de un artista recién muerto es siempre un buen negocio periodístico. La red comenzaba a tejerse. Cuando
Abad Faciolince encontró ese poema manuscrito dentro del saco de su padre asesinado por sicarios, no tenía forma de saber toda esta historia. Y, no sin razón, quiso ver en ese papelito doblado una señal de su padre (militante defensor de los Derechos Humanos) y el asunto se le volvió obsesión.
Inevitablemente borgeanos en sus temas, los libros de
Abad Faciolince y Correas intentan reconstruir el itinerario de ese poema, pulsando las cuerdas de la fragilidad de la memoria y otras cuestiones acerca del tiempo. Uno desde su papel de editor que, 20 años después, se encuentra con que aquel poema publicado en sus días de estudiante a devenido en un autentico laberinto narrativo. El otro como investigador viajero, embarcado en la aventura de reconstruir una historia que siendo ajena, es a la vez tan personal, tan íntimamente propia.

Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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