viernes, 7 de diciembre de 2012

CINE - El décimo infierno, de Mempo Giardinelli y Juan Pablo Méndez: Policial del papel a la pantalla

El policial es un género transitado por el cine argentino, aunque no demasiado habitual. Mucho menos esa clase de policiales en los cuales el punto de vista es el de los asesinos. El décimo infierno, ópera prima como director del escritor Mempo Giardinelli, en colaboración con Juan Pablo Méndez (basada en una novela homónima del propio Giardinelli), tiene varios ingredientes de la receta del policial clásico: el recurso de la voz en off y el narrador en primera persona; una pareja de amantes criminales dispuestos a todo para estar juntos; una huida y una serie de acciones con las que los propios protagonistas se empujan a sí mismos a un punto de no retorno. Que la historia transcurra en Resistencia, Chaco, una hoguera de vanidades talle pueblo chico, suma a la película la certeza de que el infierno que se avecina es indefectiblemente grande. 
Todo comienza con una cena entre amigos. Antonio y Griselda reciben en su casa a Alfredo, socio del primero, en un ambiente de confianza y distensión, de charlas sobre vinos, discos y la demora del delivery que no llega. Como en un cuadro de Hopper, la escena nocturna es seguida desde el jardín de la casa por una cámara fija, a través de las puertas de vidrio que asordinan los diálogos interiores. Sin mediar ningún cambio en su actitud, Alfredo sale al jardín, toma una pala, vuelve a la casa y sin dejar de conversar con su socio, lo golpea salvajemente en la cabeza por la espalda, frente a la indecisa pasividad de Griselda. Mientras tanto la voz de Alfredo confiesa que siempre supo perfectamente que lo que hacía era horroroso, pero que eso no lo detuvo. Del mismo modo en que todos estos detalles remiten, como se ha dicho, al policial clásico y a lo que hasta hace muy poco solía llamarse “crimen pasional”, lo que sigue a partir de ahí parece cambiar la dirección (y la intención) del relato hacia la variante psycho killers. Con Antonio desangrándose en el piso pero todavía vivo, la pareja en lugar de recapacitar sobre la barbarie cometida decide persistir en ella y Alfredo remata a su socio con una cuchilla de cocina. Enseguida llegará una vecina preocupada porque acaba de escuchar gritos en la casa y esta vez será Griselda quien no tendrá reparos en apuñalarla y pedirle a su amante (y ahora cómplice), que remate también a esta mujer. El chico del delivery que finalmente llega no correrá con mejor suerte. Como los tiburones que se desesperan con sólo oler la sangre, Alfredo y Griselda emprenderán la huida hacia el Paraguay dejando un tendal de víctimas inocentes. La película deriva hacia una suerte de sangrienta Road Movie, casi a la manera de Juliette Lewis y Woody Harrelson en Asesinos por naturaleza (pero sin los desbordes estéticos de Oliver Stone, aunque algunos hay).
Muchas veces la forma en que son utilizados cinematográficamente los elementos narrativos que componen El décimo infierno conservan un estilo literario que recuerda, y casi subraya, que detrás de la película hay una novela. Sobre todo el relato en off de Alfredo, a través del cual pueden saberse los detalles de la historia, y la mayoría de los diálogos. Por desgracia esa “literariedad” vuelve a muchos de esos diálogos poco naturales, artificiosos antes que artificiales, quitándoles potencia a los momentos de intimidad en los que estos dos sádicos amantes se van revelando mutuamente las diferentes capas de su locura. Una prueba de la eterna dificultad de adaptar una obra literaria al cine, ya que no siempre lo que resulta verosímil en la lectura conserva esa característica al cambiar su género narrativo. Es esa falta de realismo cinematográfico lo que debilita incluso el humor negro que se percibe en las acciones absurdas que cometen Alfredo y Griselda. Una lástima, porque la historia no es mala.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

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