domingo, 25 de agosto de 2013

CINE y LIBROS - Un Cortázar cinéfilo: Julio nos recomienda algunas pelis

Qué más se puede escribir acerca de Julio Cortázar en esta doble víspera que marca el día de hoy: la de una nueva conmemoración de su nacimiento, ocurrido un 26 de Agosto de 1914 en Bruselas, ciudad en la que su padre se desempeñaba eventualmente como parte del cuerpo diplomático; y la de su centenario, ya que el de mañana resulta nada menos que el aniversario número 99 de aquel natalicio. Qué más escribir sobre él, si casi no queda nada. Para peor, es posible que toda pretensión de originalidad acabe por frustrase, porque Cortázar es hoy un autor tan universal, que no es difícil imaginar una extensa red de escribas y copistas que alrededor del mundo se turnan para producir, a cualquier hora, nuevos textos sobre él y su obra, que también parece destinada a extenderse en un flujo eterno. Entonces todo lo que pueda pensarse como original desde acá, tal vez no sea sino el reflejo de lo que alguien más ya ha puesto por escrito en otra parte, sin dudas mucho mejor. 
Pero algo hay que inventar, a menos que uno quiera conformarse con volver a escribir el mismo artículo a reglamento, comentando que Cortázar esto; que Rayuela lo otro; que sus cuentos son tan, tan aquello o que la evolución de su mirada política viene a significar tal o cual otra; aludir escueta pero respetuosamente a la inmortalidad de su obra; cantar el “Que los cumplas Julito…”, y listo. Lo de siempre. Afinando la imaginación y viendo que su vida pública es excesivamente pública (y publicada), la clave para dar con un tema novedoso quizá se encuentra en buscar un costado íntimo desde el cual abordar al hombre antes que al personaje. Habida cuenta de que el grueso de sus libros publicados de manera póstuma corresponden sobre todo a escritos producidos en su origen como textos privados (los inabarcables cinco volúmenes de correspondencia) o semi públicos (la transcripción de las clases que integraban el curso de literatura que dictó en Berkeley en 1980, que acaba de editarse), no se trata de un intento imposible. Por el contrario la calve radica en hallar un eje preciso, una brújula para orientar la lectura en la inmensidad de esa enciclopedia de la intimidad cortazariana que son su cartas. Entonces puede ser la pintura; la pasión por el jazz; sus gustos literarios; su inclaudicable sentido de la amistad; la relación con los colegas; las curvas de su pensamiento político. El cine.
¿Y por qué no? Sin duda su vínculo con el cine es lo suficientemente rico como para construir un laberinto e imaginar muchas formas de encararlo. Son dos grandes bifurcaciones las que acumulan la mayor cantidad de referencias. Una, la del vínculo formal, que es el del artista con el género. Desde este punto de partida se puede reconstruir la relación de Cortázar con aquellas películas que se basaron en sus libros y con los directores de las mismas. La trilogía de Manuel Antín, con quien mantuvo una relación de amistad desde 1960 hasta su muerte, y en la que se destacan La cifra impar y Circe; Blowup de Michelangelo Antonionni; o El gran atasco, de Luigi Comencini, son algunos de los rastros a seguir. Y, dos, su lugar como espectador, como cinéfilo confeso, amante de pagar su entrada para ver alguna buena película cada vez que podía. Lejos de ser paralelos, ambos recorridos se entrelazan en comentarios que el propio Cortázar iba haciendo desde las cartas que enviaba a parientes, amigos y demás destinatarios. A partir de estos retazos, que necesariamente deben cosecharse a mano, es posible tener un mapa más o menos certero del gusto, del perfil cinematográfico de Cortázar. Pero para eso no alcanza con recolectar los fragmentos dispersos, sino que es necesario ordenarlos, encontrarles un lugar y trazar con ellos un camino que defina su mirada, una tarea nada sencilla. 
La primera referencia a su relación con el cine como espectador aparece en una carta de 1937 dirigida a su amigo Eduardo Castagnino, una de las más antiguas de las incluidas en los volúmenes de correspondencia. En ella ilustra acerca de la vida en uno de los pueblos bonaerenses en los que ejerció varios años como docente. “La manera de divertirse, en Bolívar, es inefable. Consta de dos partes: a) Ir al cine. b) No ir al cine.” La humorada sigue, pero el extracto sirve para confirmar que el cine representaba un espacio importante para el escritor aún antes de cumplir los 25: era eso o dejarse ganar por el aburrimiento. A partir de ahí se suceden espaciadamente algunas referencias poco más que superficiales, pero que van delineando el perfil de su mirada. “Vi The Grapes of Wrath [Viñas de ira, John Ford, 1940]; creo que es una obra extraordinaria y después de ésta nadie podrá acusar a los yanquis de andar ocultando sus problemas. Tengo que leer el libro…”, escribe a Mercedes Arias en 1940. O: “Fui a Cine-Arte a ver Green Pastures [Los verdes prados, Marc Connelly y William Keighley, 1936]. ¿La concocía usted? Sencillamente admirable. ¡Cuánta razón tenía Borges cuando lo alabó hace tres años!”, comenta con la propia Arias un año después, en la misma carta en la que le recomienda fervorosamente ver La tromba sabia [The Little Whirlwind, 1941], un corto de Walt Disney con el ratón Mickey como protagonista. “Si lo ve anunciado en algún cine de actualidades, entre de inmediato, y no lo lamentará”, se entusiasma Cortázar, confirmando una de las características ineludibles para cualquier cinefilia posible: un criterio sin prejuicios y el gusto siempre dispuesto.
En 1943 le cuenta a Lucienne Chavance de Duprat que unos días antes fue a ver una película de Julien Duvivier, que el nombra como La France éternelle, pero que sin dudas se trata de Untel père et fils, estrenada ese mismo año y que según Cortázar escapó novelescamente “de la censura nazi” en París. Esta sería la primera mención que hace al cine europeo que más adelante se convertiría en la mayor fuente de referencias cinéfilas. Pero eso será hacia los años 50. Mientras tanto, en carta a Rosa Varzilio desde Mendoza, en 1944, Cortázar vuelve a dar una muestra de la relevancia que el cine tiene en su vida, y de la primacía en este período del cine norteamericano. “Anoche vi Madame Curie [Marvyn LeRoy, 1943] (¡véala!) y hace dos días Los verdugos también mueren [Hangmen also die!, Fritz Lang, 1943]. Se anuncian ocho o diez películas excelentes, y entre ellas Casablanca [Michael Curtiz, 1942], que por fin podré ver…”, le dice a Varzilio. Dos películas en tres días y ya planeaba nuevas excursiones al cinematógrafo. 
En 1952, ya instalado en París, Cortázar le escribe a Pepe Bianco, secretario de la revista Sur. “Pienso que habrá recibido unas páginas sobre una hermosa película de Buñuel, que le di a Victoria y que ella me dijo que le enviaría.” Se trata de un texto sobre Los olvidados (1950), que la revista publicó en su número doble de marzo-abril de ese año y la mención representa la primera de las muchas apariciones que hará el nombre de Luis Buñuel en la correspondencia cortazariana. En varias cartas al matrimonio de Eduardo Jonquiers y María Rocchi, enviadas entre el 52 y el 54, Cortázar menciona otros nombres y títulos importantes: Jean Renoir; Candilejas y Charles Chaplin; Rashômon y Akira Kurosawa; ¡Que viva México! y Einsenstein. Pero entre todos ellos vuelve destacar a Buñuel. “Aquí en París la Cinemateca tiene cosas excelentes, pero desgraciadamente no se puede ver nada porque la sala es horrible. […] De todos modos allí vi La edad de oro [L’âge d’or, 1930], que es una maravilla.” 
Las referencias a Buñuel serán constantes y el tono elogioso sostenido y aumentado, llegando al paroxismo a mediados de los años 60, cuando el maestro le solicite su autorización para filmar una versión del cuento “Las ménades”. La propuesta le llega a Cortázar poco después de que El ángel exterminador (1962) le provocara tal impresión que debió escribirle esa misma noche una carta a su amigo Manuel Antín, para compartir su alegría con quien fuera su mejor interlocutor en materia de cinefilia. Para desilusión del escritor, el proyecto de Buñuel naufragaría por cuestiones de presupuesto y la obra de Cortázar se quedó sin quien probablemente hubiera sido su mejor intérprete.
Mientras su amor por Buñuel permaneció durante toda su vida, otros autores europeos recibieron un tratamiento dispar. A Fellini lo elogia discretamente por Los inútiles (I Vitelloni, 1953), pero lo aborrece por 8 ½. “¡No me gustó ni medio! Me dio la impresión de que es como si te regalaran dos o tres diamantes incrustados en un cacho de hígado. Los diamantes son esas maravillosas secuencias de la infancia […], el comienzo con la pesadilla de Mastroianni. Pero a cambio de eso hay que aguantarse una segunda edición de La dolce vita […] con esa megalomanía […] de Fellini, que no consigue una escena sin cuatrocientas veinte personas hablando todas al mismo tiempo. Claro que eso es un poco Italia, ¿no?” Su enojo quedó registrado en una fonocarta enviada a Antín en 1963. Otro autor italiano al que Cortázar critica es Antonioni, a quien acusa de hacer un cine conformista, y no desperdicia la oportunidad de pegarle a los dos juntos. “Claro que vi El cuchillo bajo el agua [Roman Polanski, 1962] […]. Me pareció extraordinaria y dios sabe lo poco que me gusta el cine psicológico y el hastío que me producen en general Antonioni, Fellini y los demás novelistas del cine, como perversamente doy en llamarlos.” Curiosamente sería Antonioni (y no Buñuel) quien conseguiría la mejor adaptación de un cuento de Cortázar, en su clásico de 1966 Blowup, basada en “Las babas del diablo”. Aunque al escritor nunca le gustó demasiado. 
A propósito de las vanguardias en el cine, un breve fragmento de un texto incluido en El discurso cinematográfico del crítico brasileño Ismail Xavier, podría ayudar a echar luz acerca de esta preferencia de Cortázar por el cine de Buñuel en contra de sus objeciones a Fellini y Antonioni. El texto cita una conversación entre Buñuel y el guionista y teórico italiano Cesare Zavattini, en la que el director afirma que el cine que quiere es “un cine poético y abierto a lo fantástico”. Y cita a André Bretón: “Lo que resulta más admirable en lo fantástico es que no existe, allí todo es real”. Es inevitable no hallar en estas citas reflejos en donde la literatura de Cortázar se reconoce, en tanto que difícilmente lo haga en aquella “megalomanía” barroca que detesta en Fellini, o en el psicologismo recargado que le atribuye a Antonioni.
Las referencia cinéfilas abundan en el largo período que va de 1955 a 1968 (los volúmenes 2 y 3 de su correspondencia) y sus gustos son claros. Disfruta del cine de Ingmar Bergman, pero también de los de Alain Resnais, François Truffaut y Jean-Luc Godard (a pesar del affaire que terminó con la adaptación no declarada del cuento “La autopista del sur”, realizada por el francés con el nombre de Week End, en 1967) y no tanto de Claude Chabrol (quien adaptó para la televisión el cuento “Los buenos servicios”). Aunque todos estos autores franceses son parte de la generación surgida a la luz de los Cahiers du Cinema, Cortázar no menciona jamás a André Bazin, el crítico y teórico al que se considera el padre putativo de la Nouvelle Vague
Del mismo modo, en el último volumen, que va de 1977 hasta dos semanas antes de su muerte, ocurrida el 12 de febrero del 84, las referencias cinéfilas ralean cuanto más terreno ocupan sus preocupaciones políticas. La última se produce en diciembre de 1981, en respuesta a Ana María Berrenechea: “Con respecto de El estudiante de Praga, conocí la versión muda del año 26 (con Conrad Veidt [y de Heinrik Galeen]) y la sonora de Robinson [Arthur, 1935], con Adolf Wohlbrück.” Casi exactamente un año después, el 2 de noviembre de 1982, fallece Carol Dunlop, su pareja en ese momento. A partir de ahí, sus últimas cartas son como títulos finales pasando lentamente, a la espera de que llegue el último cartón negro y con grandes letras blancas anuncie que la película terminó.

Ensayando un paso de comedia

“Suele haber una confusión bastante peligrosa entre el humor y la comicidad. Hay cosas que son cómicas pero no contienen eso de inexpresable, indefinible que hay en el verdadero humor.” Durante el curso de literatura que dio en 1980 en la Universidad de Berkeley y que acaba de publicarse bajo sencillo título de Clases de Literatura, Julio Cortázar intentaba explicar a sus alumnos la diferencia entre lo cómico y lo humorístico, y no encontró mejor forma de dejarlo claro que recurrir al cine. “Alguien como Jerry Lewis es para mí un cómico y alguien como Woody Allen, un humorista. La diferencia está en que alguien como Jerry Lewis busca simplemente crear situaciones en las que va a hacer reír un momento pero no tiene ninguna proyección posterior; terminan en el chiste, son sistemas de circuito cerrado, muy breves, que pueden ser muy hermosos y es una suerte que existan.” “En cambio, cualquiera de los efectos cómicos que consigue Woody Allen en sus mejores momentos están llenos de un sentido que va muchísimo más allá del chiste o de la situación misma: contienen una crítica, una sátira o una referencia que puede ser incluso muy dramática.”
El poeta y ensayista Segio Cueto expresa bella y complejamente esta distinción entre el humor y lo cómico en su libro Otras versiones del humor (Beatriz Viterbo, 2008). “El humor no se confunde con lo cómico. Cómico es creer que la gracia es el fruto de un querer, obra de un hacer. Humorístico, en cambio, es querer sin querer, hacer sin hacer: humorística es la constitutiva necedad del ejercicio – la busca de la puerta trasera del Paraíso.” Tal vez el propio Woody Allen, en un truculento juego de citas, pueda ayudar a terminar de definir ambos elementos, recurriendo a dos próceres del cine: Charles Chaplin y Buster Keaton.
En una entrevista que el crítico de cine Richard Schickel incluyó en su libro Woody Allen por sí mismo, el director neoyorkino arriesga que “las películas de Keaton, todo su metraje de principio a fin, eran probablemente obras más bellas, más depuradas, si bien como cómico Keaton no era tan bueno como Chaplin. No niego que era un cine brillante y Keaton un gran ejecutor de su propio material. Pero Chaplin era auténticamente divertido.” Allen va más allá: “Es casi como si afirmara que [las películas de Keaton] son ‘obras de arte frías’. Y no son frías. Pero es cierto que son más frías, en mi opinión, que las de Chaplin. […] Le aseguro que tengo a Keaton en muy alta estima, pero esa humanidad que tiene Chaplin, y que es a veces su debilidad, y que nos sonroja… Yo personalmente prefiero eso.”
No son pocos los que consideran a Lewis un heredero de Keaton, y los circuitos cerrados que menciona Cortázar parecen unidos con línea gruesa a esa “frialdad” que con culpa (como siempre) refiere Allen. Y aquel sentido que consigue ir más allá del chiste que el escritor le reconoce a Allen, sin dudas dialoga con “la humanidad” que el propio Allen encuentra en Chaplin. No es extraño que en los índices onomásticos de los cinco volúmenes de cartas de Cortázar figuren un puñado de citas dedicadas a Chaplin, y sólo una a Buster Keaton. Curiosamente, esa única mención no fue hecha por Cortázar.

Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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