domingo, 10 de agosto de 2014

LA COLUMNA TORCIDA - Cientocatorce

Desde chico supe que los números eran importantes, pero al mismo tiempo descubrí que jamás serían mis amigos. Al contrario de las palabras, con las que aprendí a jugar en cuanto me enseñaron a escribirlas, los números siempre me intimidaron como un padre severo cargado de reglas estrictas y normas que es imposible dejar de cumplir. Será por eso que sigo teniendo un respeto sumiso frente al sagrado mandato de sus símbolos y cuando un número adquiere para mí un significado, el mismo se vuelve definitivo y ya no hay forma de quitarle ese peso de encima. Entonces 1 es siempre un tango; 4 son mi hermanos; 10 es dios y 66 una ruta; 1945 es la bomba, del mismo modo en que 1982 es la guerra o 2000, Nostradamus mediante, el eterno fin del mundo. Hay números con los que tengo una relación ambigua, sobre todo aquellos que han quedado asociados a algunas fechas, y otros que evocan en mí recuerdos queridos, como el año de nacimiento de mis hijos o el número de teléfono que tenía mi amigo Daniel cuando éramos dos adolescentes muy crotos y que no sé por qué se me ha quedado pegado en la memoria.
Otro hecho relacionado con los números y la memoria que también marcó mi adolescencia tiene que ver otra vez con lo telefónico. Cualquiera que haya atravesado los ‘80 viviendo en la Argentina sabrá que si algo no andaba bien durante esos años, ese algo eran los teléfonos. No había semana en que las líneas, todavía analógicamente precarias, no colapsaran, enmudeciendo a media ciudad de Buenos Aires con una regularidad que no dejaba de asombrar. Claro que aquel mundo era muy distinto de este futuro digitalizado y por entonces nadie entraba en pánico por quedarse incomunicado un par de días, pero el hecho activaba el repetido protocolo de llamar al servicio de reparaciones. A fuerza de discar una y otra vez sus tres cifras, el 114 acabó por ocupar un lugar importante dentro de la constelación matemática de mi memoria, convirtiéndose en el número de las reparaciones. Desde entonces no son pocas las veces que fantaseo con discarlo (aunque ya no haya dónde discar) y reparar así de fácil un montón de cosas que me duelen pero no tienen arreglo. Por eso no me sorprendió para nada que cuando Estela de Carlotto anunció que por fin había encontrado a su nieto, el 114 anduviera por ahí haciendo de las suyas.  

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Artículo publicado originalmente en la contratapa del suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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