viernes, 31 de octubre de 2014

LIBROS - "El combate" (The fight), de Norman Mailer: Una pelea que entró en la historia convertida en mito

A veces es imposible reconocer un hecho histórico cuando acaba de ocurrir, por inmediatez, por contemporaneidad, por la dificultad de ver con claridad aquello que está demasiado próximo. A veces se necesita distancia, que el río del tiempo corra bajo el puente para que algunas cosas estén claras. Otras en cambio es posible verla venir desde lejos, mucho antes de que lo histórico se concrete. A veces ocurre casi sin testigos y otras frente a millones de personas: el siglo XX ha permitido que la historia se transmitiera en vivo y en directo a todo el mundo. Muchas veces se presenta vestida de gala, subrayada y obvia, pero otras se esconde en hechos aparentemente triviales, como una pelea de box o la edición de un libro. Pero en muy contadas ocasiones, como si se tratara del Aleph borgeano, todas estas cosas ocurren al mismo tiempo. La pelea por el campeonato mundial de los pesos pesados que enfrentó al entonces campeón George Foreman contra el más grande boxeador de todos los tiempos, Muhammad Alí, el 30 de Octubre de 1974 en Kinshasa, capital de Zaire (por entonces gobernado por el dictador Mobutu, hoy República Democrática del Congo), es uno de esos tesoros.
Esa madrugada africana (la pelea se realizó a las 4 de la mañana para que pudiera transmitirse en vivo a los EE.UU. en horario central), de la que ayer se cumplieron 40 años, representó mucho más que el enfrentamiento entre dos boxeadores. Se trataba de un hecho cultural de enorme peso simbólico para la compleja realidad estadounidense (y mundial) de aquellos años. Y eso no pasó desapercibido: muchos escritores e intelectuales viajaron al centro de África, a aquel corazón de las tinieblas que describiera Joseph Conrad, para cubrir el enfrentamiento para diferentes medios. Ahí estuvo Hunter Thompson, creador del llamado Periodismo Gonzo, enviado por la revista Rolling Stone; hasta allá fue George Plimpton, escritor, periodista y editor. Y también Norman Mailer, uno de los padres del llamado Nuevo Periodismo, extraordinario cronista y uno de los escritores norteamericanos más destacados de su generación. Justamente Mailer fue quien con mayor precisión comprendió que lo que se disputaría en Kinshasa superaba por mucho la relevancia de un título del mundo, que era mucho más que una pelea lo que tendría lugar en ese sofocante amanecer en tierra africana. Aunque la pelea fuera un hito deportivo insoslayable, también sería un manifiesto estético, un acto político, el claro emergente de una época y, por supuesto, un hecho histórico. De todo eso habla Mailer en su libro El combate, una crónica escrita con maestría literaria y el rigor de un corresponsal de guerra.
Con un talento boxístico capaz de revolucionar la disciplina hasta convertirse él mismo en un antes y un después, Alí consiguió trascender el hermetismo del ring para convertirse en un actor fundamental dentro de la compleja estructura política y social de los años 60 y 70 no sólo en su país. Tal fue su importancia más allá del deporte que se lo suele incluir en la lista de personalidades revolucionarias y contraculturales de su época, junto a Martín Luther King o el Che Guevara, entre otros. Fue una de las caras visibles de la resistencia racial negra, causa en la que fue radicalizando su postura: se unió al ala más dura del Islam; cambió su nombre de liberto; fue un militante en contra del integracionismo racial y se negó a ser reclutado para combatir en la Guerra de Vietnam, razón por la que fue despojado de su título del mundo y suspendido para la actividad profesional en 1967. Con excepción de la elite intelectual que lo reverenciaba y veía en él a un par, la Norte América blanca no le perdonaba esas tres anatemas. 
Foreman era un boxeador en las antípodas estilísticas de Alí y sus golpes poseían un poder de destrucción pocas veces visto. Y aunque también era negro, no compartía las formas radicales de su rival. Cristiano y orgulloso de su país, Foreman había celebrado su medalla de oro en los Juegos Olímpicos de México 1968 haciendo flamear la bandera norteamericana. Una actitud diametralmente opuesta a la de los atletas Tommie Smith y John Carlos, que en esos mismos Juegos habían celebrado las suyas realizando el saludo del Black Power (Poder Negro), un reconocido gesto de protesta vinculado a la lucha de la comunidad afronorteamericana por sus derechos civiles. Alí solía burlarse de Foreman por aquel festejo. No eran entonces solamente dos boxeadores frente a frente: eran los avatares de realidades bien distintas chocando con la fuerza de sus puños. 
Norman Mailer arribó a África pocos días antes de la pelea. Su idea era llegar, ver el combate y volver para escribir, pero un hecho inesperado cambió no sólo los planes del escritor, sino que sutilmente fue desviando al asunto hacia territorio mítico. Durante un entrenamiento Foreman se lastimó una ceja y la pelea debió posponerse casi un mes, tiempo suficiente para que todo se fuera magnificando, para que los sentidos de cualquier cosa que ocurriera alcanzaran dimensiones épicas. El combate da cuenta de los hechos que componen la epopeya de El rugido en la jungla (Rumble in the jungle), el nombre con que se había bautizado a la pelea para su promoción. Mailer es tan capaz de reflexionar acerca del arte del boxeo (“No hay golpe que repercuta más negativamente que aquel que no da en el blanco.”); de explicar la diferencia entre las formas en que se percibía a uno y otro contendiente (“Uno de los motivos por los que Alí inspiraba amor -y relativamente poco respeto hacia su fuerza- era el hecho de que su personalidad sugiriera la idea de que no sería capaz de causar daño a un hombre corriente”, “En cambio Foreman era una amenaza real.”); como de hilvanar epigramas certeros sobre estética (“¿Qué es la genialidad sino el equilibrio al borde de lo imposible?”) u otros acerca del contexto social, político e histórico (“La primera norma de la dictadura es la de reforzar los propios errores”). En el camino realiza un relato lúcido e intenso de los 8 rounds que duró aquella pelea, en la qué Alí pasó de ser el más grande boxeador de todos los tiempos a convertirse en leyenda viva.
Como prueba de que la historia se mueve de formas misteriosas, 6 meses después de que Alí recuperara en el corazón del África negra la corona mundial que le habían arrebatado injustamente, los Estados Unidos admitían la derrota en Vietnam. Todavía quedaba tiempo para que la leyenda llegara a ser aún más grande.

 Norman Mailer y el rugido en la jungla

En su libro, Norman Mailer está lejos de glorificar a Muhammad Alí en perjuicio de George Foreman. En cambio demuestra conocer la lección homérica: El combate retoma el espíritu épico de La Ilíada, consciente de que para un héroe no hay gloria si del otro lado no hay un héroe igualmente poderoso. Aun prefiriendo a Alí, Mailer muestra admiración y respeto por Foreman. Y pone en evidencia la inteligencia dialéctica de ambos, muy conocida en el caso de Alí (“Los negros asustan más a los blancos que a los negros: a mí no me asusta Foreman.”), no tanto en el de Foreman (“Jamás tengo ocasión de hablar demasiado en el ring: para cuando empiezo a conocer a un tipo, todo ha terminado”). 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

jueves, 30 de octubre de 2014

CINE - "REC 4: Apocalipsis", de Jaume Balagueró: Zombies de la era digital

Con el estreno de la cuarta entrega de la saga REC, el cine español vuelve a mostrarse como una plaza importante en la producción de cine de terror, al mismo tiempo que confirma a Jaume Balagueró como uno de los directores más efectivos del género y uno de los renovadores de la temática zombie junto al ingles Dany Boyle, director de Exterminio. En este capítulo cuatro, la serie retoma el final de la entrega original en la que Ángela, una periodista, quedaba atrapada en un edificio donde tenía lugar el brote de una enfermedad desconocida que convertía a los integrantes de la vecindad en muertos vivientes. Que a diferencia del clásico estereotipo creado por George Romero en La noche de los muertos vivos (pero en consonancia con los de Boyle), son rápidos y furiosos, lo cual los vuelve una amenaza mucho más inmediata, acorde a los tiempos modernos. Todo es más veloz en las películas de Balagueró si se las compara con las de Romero: el contagio, la respuesta sanitaria, la certeza de la ineficacia de los controles preventivos, la propagación de la epidemia y de la información, los mismos zombies. Un cambio nada menor. Si en el modelo romeriano los zombies acaban convertidos en una sub-casta sobre la cual es posible mantener una ilusión de control y donde el poder todavía respeta un orden vertical, acá los infectados responden al modelo global, tejiendo una red que atraviesa cada espacio, volviéndose incontrolable en todos los niveles justamente a partir de la velocidad con que los cambios se van dando.
La película empieza con un grupo de elite rescatando a Ángela, que en la escena final del film original era arrastrada hacia la oscuridad por una mujer aparentemente poseída que habitaba el ático del edificio y que parecía ser la causa de la epidemia. Pero enseguida la chica y su liberador despiertan en alta mar, encerrados en un barco con un rígido sistema de seguridad, supervisado por un médico que lidera un grupo de científicos en busca de la cura para el mal. Estrenada justo en momentos en que el ébola no sólo encendió la alarma mundial, sino que se cobró su primera víctima allá en España, luego de que el primer infectado llegara a la península desde el otro lado del Mediterráneo, REC 4 (que se filmó antes de que todo esto se desatara) cobra una inesperada actualidad. Sin embargo se trata de una actualidad aparente, que sólo responde a esa sincronía entre ficción y realidad. Más allá del muy buen nivel técnico, que no tiene nada que envidiar a producciones norteamericanas mucho más costosas, como Guerra Mundial Z, la misma velocidad de los tiempos que corren hace que en cuatro películas las peripecias que los protagonistas van padeciendo se vuelvan un poco obvias. Algo que no pasa con los trabajos de Romero, quien siempre encuentra una vuelta de tuerca oportuna para renovar la metáfora zombie.
Pero tal vez en esas reiteraciones se encuentre el éxito del terror, un género más conservador de lo que se supone. De la misma manera en que los chicos piden escuchar una y otra vez el mismo cuento, porque el goce se encuentra en la repetición de los momentos placenteros, las películas de terror proponen una estructura fija que los fanáticos esperan sea respetada. Todo el mundo sabe que si en el barco hay un cocinero filipino y un maquinista negro, alguno de ellos será el primer infectado: así y todo, cuando llega el momento y si todo está en su lugar, la cosa funciona de nuevo. No es extraño que este tipo de filmes sean sobre todo consumidos por adolescentes y jóvenes, quienes para alejarse del niño que fueron eligen cambiar cuentos de hadas por cuentos de miedo, pero todavía siguen demandando la mecánica de la repetición. Balagueró acierta en la elección de un barco para montar su nueva escena, un espacio cerrado y sin salida aparente que recuerda mucho a los escenarios que suele elegir John Carpenter para sus historias. Sin embargo, si se lo piensa bien, se trata de la reiteración más evidente de todas: al fin y al cabo estar encerrados en un edificio o en un barco es más o menos la misma cosa.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

CINE - "Tenemos un problema, Ernesto", de Diego Recalde: Problemas de un hombre sin pene

Diego Recalde es un humorista prolífico, que tanto pone su trabajo al servicio de otros en su faceta de guionista (sobre todo de televisión), como lo utiliza en sus propios proyectos que incluyen varias novelas y películas. Dos cosas se le deben reconocer. Una, aunque no represente un valor artístico, es la fuerza de voluntad para generar proyectos y ganar espacios. La otra es el ingenio para a veces encontrar maneras novedosas de utilizar viejos formatos, aunque no siempre la apuesta le salga del todo bien. Ejemplos de eso son Sidra, su primera película, una comedia entretenida y políticamente incorrecta construida con fotografías fijas, como una fotonovela filmada. La otra es Revista, un intento fallido de articular un relato novelado a partir de un libro que imita la forma de una revista tipo Caras. Es obvio que ideas con buen potencial no le faltan a Recalde, pero a veces da la impresión de que algunas pudieran haber tenido una resolución más acorde a sus ambiciones y que para ello sólo hacía falta dejarlas madurar un poco más. Como si al director lo animara una compulsión que lo empuja antes a hacer más que a hacer mejor. Algo que se percibe en Tenemos un problema, Ernesto, su última película, aunque también tenga sus aciertos. 
Recalde va al grano: Ernesto se queda dormido mirando la tele y al despertar en medio de la noche va al baño y se encuentra con que le falta el pene. No hay marcas que delaten su existencia anterior: simplemente el pito no está y en su lugar, apenas un agujerito. El comienzo es promisorio. En su desesperación, Ernesto recurre a la herramienta que tiene más a mano para intentar resolver o explicar lo que le pasa: la tele prendida. Como si se tratara de una representación literal de la realidad, Ernesto se comunica desesperado con cuanto programa de televentas aparece al aire. Llama a un ufólogo para contarle el caso de un “amigo” al que los extraterrestres le abdujeron el pene. Recurre a un sexólogo mediático y conservador que le recomienda un implante, dándole a elegir entre el pene de un cadáver, el que se descarta de una operación transexual o uno de goma, sugiriendo la prótesis para evitar el riesgo de implantarse un pene homosexual. Porque “la ciencia es la ciencia, pero la moral es la moral”, dice. Va a lo de una tarotista (Erika Wallner) que se sorprende de que a Ernesto le falte “la deshuesada”.
Pero lo divertido de Tenemos un problema, Ernesto se va secando de a poco. Las situaciones se vuelven reiterativas, los giros se van simplificando, comienza a abusarse del recurso de usar palabras que dada la situación cobran un nuevo significado (como hablar de calles “cortadas” o reunirse en la Plaza “Castro”) y de a poco la película se va aplanando. Como si Recalde eligiera resolver la cosa de manera rápida desde la comodidad de la fórmula, en lugar de insistir por un absurdo de mayor complejidad, que hubiera demandado una elaboración más fina. El primer tercio de la película y otros trabajos del autor certifican que materia prima para hacerlo no le falta. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

miércoles, 29 de octubre de 2014

CINE - "Tapalín, la película", de Belina Zavadisca, Mariana Rotundo y Federico Delpero: Pensando la puesta en escena

Uno de los directores del documental le reprocha en cámara a su protagonista la compulsión por actuar todo el tiempo, cuando se supone que lo que están intentando es registrar la vida real del personaje en su hogar. Es que el hombre –un actor que se hizo famoso en Tucumán como el payaso Tapalín, personaje que conducía un programa infantil que marcó a varias generaciones de chicos durante los años 80 y 90 en esa provincia- claramente sobreactúa la intimidad. Se saca los zapatos y los revolea, canta, regala empanadas a los vecinos por la ventana: todo porque piensa que del otro lado de la pantalla hay un público al que no puede defraudar con las escenas aburridas de su vida cotidiana. Los directores insisten, quieren que haga lo mismo que hace cualquier día cuando vuelve a su casa, pero sólo consiguen ponerlo de mal humor: ¿A quién podría resultarle interesante verlo dormir la siesta? La película se convierte en un campo de batalla. Algunas escenas más adelante serán los propios directores los que no podrán evitar actuar de (falsos) ellos mismos en cámara: el payaso gana la guerra.
Tapalín, la película, de los jóvenes Belina Zavadisca, Mariana Rotundo y Federico Delpero, es un homenaje a ese payaso al que los niños que los directores fueron alguna vez no dejan de amar. Pero también es una reflexión acerca de la puesta en escena, de sus alcances y de sus límites. Entre otras cosas. Una reflexión que no deja de resultar graciosa y a veces parecer anárquica, porque a fin de cuentas no deja de ser una película sobre un payaso. Sin embargo no hay ni caos ni anarquía en Tapalín, la película, sino una construcción cinematográfica sólida que asume una posición ética. 
Carlos Geomar es el nombre detrás del payaso Tapalín. Hoy conduce un programa en la radio y consiguió que su personaje recupere un pequeño espacio en la televisión provincial dos décadas después de su época de esplendor. “Nosotros estudiábamos en la escuela de cine que comparte el predio con el canal de televisión que transmitía el programa de Tapalín”, dice Zavadisca y Rotundo recuerda que solían juntarse en el bar del canal y que “en esas charlas de café nos preguntábamos qué habría pasado con Tapalín”. Zavadisca completa. “Se nos ocurrió ir al archivo a ver si quedaban registros de aquel programa y a partir de eso pensamos en hacer algo.” 
Lejos de simplificar las cosas, cuando conocieron a su héroe entendieron que se trataba de un personaje más complejo de lo que creían. Descubrieron que el verdadero nombre del actor era en realidad César Quiroga y que Carlos Geomar era un nombre artístico con el que en los 60 y 70 había tenido un pasado exitoso como cantante de boleros que no se recordaba en Tucumán. “Nadie conocía esa carrera de cantante y cuando nos lo contó primero nos asombramos”, cuenta Rotundo. “Después empezamos a dudar, pero se apareció con los discos y las fotos y otra vez nos deslumbrábamos. Porque es un tipo que siempre te sorprende con algo nuevo: nos contó que antes de ser payaso cantaba en cabarets”, se asombra la directora, como si el cabaret y la televisión para chicos realmente fueran mundos incompatibles.

 –¿Cuándo se dieron cuenta que tenían una película?  
BZ –En la edición 2008 del Festival Tucumán Cine se abrió un concurso de películas en construcción y ahí nos decidimos a armar una presentación 
FD –La presentación era muy linda porque al terminar la proyección explotaban unas bombas de papel picado y aparecía el propio Tapalín, que estaba escondido atrás de la pantalla, y cantaba una canción. Lo lúdico siempre estuvo vinculado al proyecto. 
BZ –También nos dimos cuenta que a la gente le interesaba el personaje, saber qué había pasado con él. 
FD –Y descubrimos que antes de ser ese payaso había sido un divo del bolero. 
BZ –Él ha ido encontrando diferentes máscaras para seguir existiendo y mantener su vocación. El personaje se complejizaba y la película se iba agrandando. 
FD –Ahí empezamos a pensar en que el proyecto podía convertirse en largometraje.  
–Tuvieron que ir reinventando la película igual que el protagonista se había ido transformando a sí mismo.  
FD –Para mí fue muy fuerte pensar que las canciones infantiles en el fondo eran boleros y que el payaso era la forma que este cantante había encontrado para seguir existiendo, porque incluso siendo payaso continuaba siendo aquel cantante de boleros.  
–¿Cuáles fueron las sensaciones de reencontrar a ese personaje de la infancia, ahora convertidos en directores de una película?  
MR –Ver los archivos nos generó entusiasmo pero también ansiedad. Porque cuando nos contactamos con él teníamos miedo de que aquello que habíamos visto de chico se hubiera transformado, que fuera otra cosa de lo que se conservaba en el recuerdo.  
–¿Y que sienten ahora que la película está terminada y se proyecta?  
FD –Para nosotros es muy grato haber presentado la película acá en Tucumán, que es en dónde se ha gestado. Entonces no es sólo el hecho de terminarla y de poder compartirla en la sala con la gente, sino que eso suceda en este festival para nosotros es muy intenso. Porque todos necesitamos de ese otro para que te devuelva una imagen de lo que sos.  
–La decisión de ustedes de aparecer en la película representa una toma de posición fuerte.  
MR –Cuando estábamos empezando a pensar la película, decidimos que no queríamos observar a Tapalín como un fenómeno. No queríamos pararnos en la vereda de enfrente y mirarlo desde allá. No queríamos hacer un documental de observación con pretensiones de retrato real. Decidimos jugar en la misma cancha, asumiendo que todos somos iguales: nadie está por encima de los demás por tener una cámara en la mano. 
BZ –Pero no se trata de una decisión que tomamos para “ser bondadosos”. La película hace evidente una disputa de poder, porque hay muchas cosas que a él no le gustaban. Entonces nos pareció justo que la película lo mostrara. 
MR –Eso representa una decisión cinematográfica pero más que nada ética.  
–Es decir que eligieron la acción por sobre la mera observación.  
FD –Yo no creo en el cine de observación. Creo mucho más en una construcción: cuando una cámara gira en medio de un reportaje y hace un paneo, ese gesto de ruptura tiene que ver con una duda, con una pregunta. La contemplación es complicada, porque aparentemente construye un punto de vista pero a riesgo de que esa mirada se convierta en el mundo. Nosotros nos sentimos más cerca del gesto que de la observación, de la posibilidad de esa construcción que tiene que ver con mecanismos de intervención, con buscar un sentido.  
–Es una decisión valiente, porque en esa igualdad ustedes no le temen a quedar en ridículo, no temen mostrar las dudas y contradicciones por las que han atravesado durante el rodaje. Mostrar esas “debilidades” representa un acto de generosidad.  
MR –A mí eso me da tranquilidad, porque esta era una película éticamente complicada. Tomamos la decisión de jugar limpio y si resulta que yo termino siendo un personaje bisn ridículo, patético y caprichoso, está todo bien. Me quedo tranquila, porque demuestra que nadie sabe la verdad de nadie. 
FD –Para mí era importante que la risa de los espectadores pudiera surgir tanto de las situaciones de Geomar como de las nuestras. Hacer una película con un payaso nos dio permiso para intentar una película divertida. Y él es un personaje poderoso que sabe generar eso. Lo ves en la calle, lo que va produciendo a su alrededor: eso es lo que queríamos rescatar. 
MR –Para el montaje final tuvimos que despegarnos para poder tratarnos a nosotros mismos como personajes. Fueron horas de terapia, porque no es fácil verse. Pero después de un tiempo entendés que la que quedó filmada ya no sos vos, sino un personaje que es útil a la película. 
BZ –Nosotros no queríamos ridiculizar a Geomar, un lugar en el que podríamos haber caído fácilmente. No nos lo quisimos permitir. Por eso fue tranquilizador que él nos diera vuelta las cosas, que fuera él quien nos ridiculizara sin querer. 
MR –Yo me dije: “Prefiero que sea una película de mierda, pero a mí payaso lo voy a respetar”.  

Tapalín, la película fue elegida como apertura de la 9º edición del festival tucumano, cuyas actividades se extienden hasta el domingo. Próximamente la película de Zavadisca, Rotundo y Delpero también participará de varios festivales europeos.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

sábado, 25 de octubre de 2014

CINE - 9° Festival Tucumán Cine Gerardo Vallejo: Al maestro con cariño, homenaje a Gerardo Vallejo - Entrevista con Eva Piwowarski

Entre las cosas que entendieron los responsables del Festival Tucumán Cine Gerardo Vallejo, cuya novena edición se lleva adelante en la capital de esa provincia hasta el día 2 de noviembre, se encuentra la capacidad para comprender que un encuentro de este tipo, más allá de presupuestos y posibilidades, no sólo se construye atendiendo a la última película realizada por el más joven de los directores argentinos, sino que también debe atender a contextos, a lugares y a historias. Y parece haberlo entendido ya desde su propio nombre, donde la figura de Gerardo Vallejo, cineasta fundamental dentro de las vanguardias del cine popular de las décadas del 60 y del 70, se erige casi como una declaración de principios. Un manifiesto que deja bien claro que cine popular no es aquel que convoca a miles de espectadores a las salas (aunque ese cine también puede serlo), sino aquel que se produce atento a las historias, las preocupaciones y las necesidades de una sociedad, sobre todo a las de aquellos sectores que suelen no tener acceso a los medios para expresarlas. Es por eso que el hecho de que el nombre de Vallejo, fallecido en 2007, custodie las acciones de este festival pequeño pero curado a consciencia es un buen augurio.
Por eso tampoco sorprende que entre las actividades programadas este año, más allá de las catorce películas en competencia, se encuentre la muestra Un camino en el cine, a través de la cual se le rinde homenaje a ese mítico director de origen tucumano. La misma está integrada por buena parte del archivo personal que el propio Vallejo fue construyendo y organizando a lo largo de su vida y que acaba de ser entregado en custodia al estado tucumano por Eva Piwowarski, quien fuera su última pareja. En la muestra se podrán ver recortes de diarios y revistas que dan cuenta de su recorrido artístico; críticas de sus películas publicadas por diversos medios al momento del estreno; afiches promocionales de las mismas y objetos personales entre los que se incluyen algunos de los prestigiosos premios que recibió; guiones originales y cartas enviadas por organizaciones de derechos humanos, como Abuelas o Madres de Plaza de Mayo. Fragmentos de la vida pública de un cineasta conectado con su realidad y con su tiempo. “Cuando Gerardo vivía era él mismo el que sostenía su memoria, no hacía falta estar valorizándola porque era una memoria viva”, explica Piwowarski y cuenta que recién “después de su muerte empezamos a tomar conciencia como familia de que ser custodios de una memoria que es pública podía llegar a convertirse en un acto irresponsable. Porque uno sólo no alcanza para cuidar este archivo ni para darle el destino que le corresponde”. 

 -El material de la muestra tiene algo de milagroso, porque ha sobrevivido incluso a los exilios de Vallejo.
-Y eso que fue uno de los primeros exiliados, porque se fue en 1974. Faltaban dos años para el golpe pero ya arreciaba la Triple A y él con su cámara se había vuelto un personaje peligroso. Gerardo sufrió el exilio como consecuencia de su oficio de director de cine testimonial y político vinculado a lo social, y eso significó que fuera llevando consigo estos retazos de su memoria pública, pero al mismo tiempo fue dispersando su patrimonio audiovisual, con las películas que realizó en Panamá y en España.  
-Siempre me sorprende la paradoja de que en aquella época “los peligrosos” fueran, por ejemplo, personas con una cámara.  
-Pero no sólo eso. Imaginate que su gran compañero para muchos de aquellos trabajos era Miguel Ángel Estrella: un piano y una cámara eran los símbolos del peor peligro para aquel poder. Trabajaban para el Canal 10 y ponían al aire la cultura popular, las historias, las leyendas, lo problemas de la gente tucumana. Y era tan exitoso, que la Cámara de Comerciantes le dio un premio porque a partir del programa había aumentado la venta de televisores en la provincia. Lamentablemente todo aquel trabajo se ha perdido durante la dictadura.  
-¿Cuál fue el criterio para realizar este collage de su vida pública?  
-Me basé en sus libros y en lo que me transmitió a través de su memoria oral, en lo que compartimos. Pero utilicé un criterio político y cinematográfico antes que personal, buscando lo que fuera más representativo de cada etapa de su vida.  
-¿Eran muy distinto el Vallejo público que podemos conocer a través de esta muestra del Vallejo íntimo, del hombre con el que conviviste?  
-Era un artista bohemio pero a la vez un tipo consciente, atento a la realidad. Esas dos partes de su vida estaban regidas por una coherencia de pensamiento, cuya principal preocupación era la de poder convertirse en testimonio.  
-Una imagina que la persecución, el exilio o la destrucción de una obra deben ser dolorosas. ¿Qué es lo que más le dolía a Vallejo de todo eso?  
-Él vivió el exilio deseando volver para darle protagonismo al pueblo. Sufrió mucho en los 90, que fueron como el fin de la inocencia. Pero Gerardo no se sentía protagonista, no sufría por él: a él le dolían las penurias del pueblo. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino

viernes, 24 de octubre de 2014

CINE - "Annabelle", de John R. Leonetti: Aceptable terror con final de molde

Si se aplicara un viejo dicho campero para definir una de las grandes tendencias dentro de la producción del cine industrial contemporáneo, no estaría mal decir que toda película que camina va a parar al asador de las sagas. Y eso es exactamente lo que pasó con El conjuro, de James Wan, que llegó a los cines locales el año pasado y fue sorpresa. Aunque es cierto que representó lo mejor que se había visto en materia de terror clásico en mucho tiempo, El conjuro no llega a ser una película redonda: mientras más se va acercando al final va dejando de ser una relectura de los grandes títulos del género de la década del 70, para irse convirtiendo de a poco en un remedo, en más o menos lo mismo de siempre. Algo parecido, pero con menos ambición, ocurre con Annabelle, de John R. Leonetti, una precuela de la historia contada por Wan. La misma se centra en una de las reliquias del mal que la pareja de parapsicólogos que interpretan Patrick Wilson y Vera Farmiga juntaba en el sótano de su casa. Es decir, la muñeca espantosa que da nombre a la película.
Sí las acciones de El conjuro se desarrollaban durante la primera mitad de los años ‘70, Annabelle retrocede un poco más para ubicarse a fines de la década anterior. Y, como ocurría con la otra película, el contexto elegido no podría ser mejor. Una pareja de recién casados que espera a su primer hijo se muda a una casita ubicada en un lindo barrio suburbano. Mientras él se concentra en completar su residencia médica, ella pasa el tiempo dedicada a la costura frente al televisor, medio por el cual el guión introduce macabros toques de época. El informe de un noticiero habla acerca de La Familia, la famosa secta de Charles Manson que todavía no había despanzurrado a nadie. Entonces, el espanto: él le regalará a su mujer una estrafalaria muñeca, porque ella las colecciona, y esa misma noche son atacados por dos fanáticos de un culto satánico. En un interesante giro, esa noche de horror verdadero, de la cual la pareja consigue salir con vida, se convertirá en la puerta de entrada a un terror de otro mundo.
Así como era fácil detectar los antecedentes sobre los que Wan construyó su película, lo mismo pasa con la de Leonetti. Si la presencia de una secta ocultista atacando a una embarazada remite con trazo firme al asesinato de Sharon Tate y a la película que su marido, Roman Polanski, rodaba en ese momento (El bebé de Rosemary), otros detalles como un cura fotógrafo trae a la memoria a La profecía, de Richard Donner. Y la muñeca a su pariente Chucky, de Tom Holland (aunque Annabelle no tenga ni una pizca del carácter paródico que fue tomando la serie del muñeco maldito). En cambio abunda en exitosas escenas de miedo, incluyendo un par que pueden afectar a los impresionables. Pero Annabelle vuelve a fallar en la misma instancia que su antecesora, el tiro del final, donde la idea cristiana del sacrificio vuelve a ser (otra vez) el centro del asunto.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

sábado, 18 de octubre de 2014

CINE - Norbert Pfaffenbichler en Fundación PROA: Releyemdo la historia

La quilla de un barco de guerra parte el mar a la mitad, mientras en el cielo un escuadrón de aviones de combate avanza en formación cerrada. Un volcán escupe una columna de humo que parece tan sólida que si en lugar de elevarse cayera contra el suelo, el mundo entero desaparecería. Al mismo tiempo el mar castiga la costa con tanta violencia, que la luz del modesto faro costero no será de gran ayuda para los incautos que se hayan atrevido a embarcarse en una tarde así. Por si todo esto fuera poco, la música, un quejido ominoso que no deja dudas: la humanidad y los elementos se han unido para compartir el horror de los presagios más oscuros. Recién entonces, cuando parece que nada puede ser peor, aparece un hombre acechando en la oscuridad. Bajo la tormenta, frente a un caserón al que las luces temblorosas en las ventanas también le dan un aire siniestro, la figura humana se convierte en la peor amenaza. Así comienza A Messenger from the shadows (Un mensajero de la oscuridad) uno de los dos largometrajes que el director austríaco Norbert Pfaffenbichler presenta este sábado y domingo en la Fundación PROA, en el marco de una nueva edición del Festival DOCBuenosAires. Se trata de una película construida con imágenes extraídas de 46 largometrajes protagonizados por Lon Chaney, los únicos que se conservan de las más de 160 películas mudas que este actor tan poco recordado como brillante interpretó entre 1912 y 1930. 
Junto a esta película se presenta también A masque of madnes (Una mascarada de locura), en la que realiza una labor similar, pero con la filmografía de Boris Karloff, otra figura icónica del cine clásico de los Estados Unidos. Esta técnica cinematográfica conocida como Found Footage, que permite construir nuevas películas a partir del re-montaje de material previamente filmado, le sirve a Pfaffenbichler para releer la historia. “Intenté dar una nueva mirada sobre un material antiguo, una mirada contemporánea. Ni lo destruyo ni me burlo de él, como hacen otras películas trabajadas con esta técnica, sino que para mí se trata de un homenaje al cine”, dice el director. Pero en tiempos de tecnología digital, donde el cine de a poco se va convirtiendo en un arte que ocurre más en el interior de las computadoras que frente a cámaras, las películas del director austríaco representan un ejercicio de memoria cinematográfica, reelaborando las antiguas formas en un nuevo ejercicio narrativo. Sin embargo, lejos de representar una simple vuelta a los orígenes el Found Footage representa una herramienta novedosa, menos vinculada a la nostalgia como ejercicio estéril que a alguna forma productiva de vanguardia. Aunque Pfaffenbichler no se sienta demasiado cómodo con esa etiqueta. “Ocurre que para mí vanguardia es un término problemático, porque no sé qué significa exactamente. Es difícil identificarme con ellos, porque esos movimientos se dieron en los años 20 y en los 60. Entonces no sé si sólo por haber trabajado a partir del Found Footage puedo considerarme un vanguardista, porque no sólo hago ese tipo de películas”. Mucho menos cuando la forma en que el director llega hasta el Found Footage no parece provenir solamente de una búsqueda, sino que también es consecuencia de un determinado contexto, una fatalidad. “En mi caso trabajar con este sistema tiene dos motivos que no tienen nada que ver con la vanguardia. Uno es muy básico: es barato. Durante mucho tiempo quise hacer películas tradicionales, pero nunca conseguía el dinero suficiente para financiarlas. Por lo tanto trabajar con material preexistente es simplemente la manera que encontré para poder hacer cine. El otro motivo es que me interesa mucho la historia del cine y lo que hago es proponer una relectura de esa historia.”
Es por eso que ambas películas, que Pfaffenbichler engloba bajo el rótulo de Notes on film (Anotaciones en forma de película) pueden ser consideradas también como cartas de amor en forma de película. Cartas de amor a una estética y a una forma de hacer cine más próxima a lo artesanal que a lo industrial y, sobre todo, cartas de amor a figuras icónicas de un talento que merece ser rescatado. “Es un placer haber podido trabajar con actores como Lon Chaney o Boris Karloff, pero también el reto era poder hacer películas en las que solamente hubiera un actor para todos los personajes. Ambas las hice justo después del cortometraje Conference, donde 65 actores distintos interpretan un único personaje, que es Adolf Hitler. En cambio acá hice lo contrario, películas en la que un único actor hace diferentes personajes.” Pero Chaney y Karloff también le permitieron al director trabajar cada película de un modo distinto: una muda y en blanco y negro, y otra en color y con sonido, “porque para mí el cine mudo y el cine sonoro son dos artes distintas”, afirma. 
No menos interesante resulta el mencionado Conference, en donde a lo largo de 8 minutos, el director reúne primeros planos de los 65 actores que interpretaron en el cine a Adolf Hitler desde 1940 hasta 2010. El proyecto cobró fuerza cuando Pfaffenbichler confirmó a partir de distintas fuentes que Hitler es el personaje histórico que más veces ha sido representado en la historia del cine. “Pero la mía no es una película sobre Adolf Hitler sino sobre la historia del cine: el Hitler real no está en ella, sino sólo los actores que lo representaron.” Sin embargo una anécdota demuestra que a veces la representación es la mejor forma de remitir a la realidad: “Cuando proyecté la película en Viena por primera vez, una mujer se me acercó para acusarme de ser neonazi, cosa que por supuesto no soy. Sin embargo, aunque es cierto que las interpretaciones remiten al personaje real, lo que me llamó la atención es que las representaciones que se han hecho de Hitler abarcan cuanto género cinematográfico se nos pudiera ocurrir, del drama a la comedia e incluso películas pornográficas. Y eso se debe a que la imagen, el ícono en que se ha convertido, se separa cada vez más del personaje histórico: cada nueva representación que se hace de él convierte a Hitler en un payaso estúpido.”
Conference vuelve evidente que los trabajos del director que se verán en PROA fundan su eficacia narrativa sobre todo en la repetición. Así como los gestos de Hitler se multiplican en los 65 rostros de los actores que lo interpretaron, los dos largometrajes utilizan el mismo recurso para construir sentidos. Puertas que se abren solas, una atrás de otra, o manos que golpean distintas puertas, e incluso los rostros de Chaney y Karloff que se reproducen en la caracterización de infinitos personajes, funcionan como un mecanismo mágico capaz de comunicar por acumulación. “Suelo trabajar en base a las series y las repeticiones porque es un recurso muy cinematográfico. Al contrario del teatro, en donde cada nueva puesta modifica ligeramente a la anterior, el cine siempre es lo mismo, se inventó para ser una repetición y la capacidad de poder repetirse está en su esencia”, afirma Pfaffenbichler. Y es posible imaginárselo en el living de su casa, con las persianas bajas y en pantuflas, viendo una y otra vez las mismas películas de Lon Chaney y Boris Karloff, como un nene grande pidiéndole a su padre que le vuelva a contar cada noche el mismo cuento antes de irse a dormir.  

Los espectadores argentinos tendrán la oportunidad de ver el cine de Pfaffenbicheler hoy y mañana en Fundación PROA, Av. Pedro de Mendoza 1929, en el barrio de La Boca.
Hoy se proyectará a las 17 A Messenger from the Shadous más el cortometraje Else, y a las 19, Masque of Madness.  El domingo a las 17 se proyectará Masque of Madness y a las 18:30, con el objetivo de profundizar en la problemática de la obra del director austríaco, el crítico de cine  Eduardo Russo mantendrá un diálogo abierto con el público. Todas las proyecciones contarán con la presencia del director. 


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 17 de octubre de 2014

CINE - "El justiciero" (The equalizer), de Antoine Fuqua: Un héroe de clase obrera

Aunque puede discutirse si El justiciero es o no una buena película, la segunda colaboración entre el director Antoine Fuqua y Denzel Washington luego de Día de entrenamiento (2001, que le valió un Oscar al actor) sin dudas resulta entretenida e interesante a pesar de sus excesos. Se trata de un film que aborda de manera indirecta el tema del superhéroe, aunque no llegue a quedar claro si lo hace a conciencia, y ahí radica parte de su inesperada riqueza. La historia de Bob McCall (Washington), un obrero que trabaja en un supermercado de insumos de la construcción que de la noche a la mañana comienza una lucha contra el crimen solitaria, anónima y a espaldas de la ley, recorre el arco completo de ese tipo de relatos. El comienzo lo muestra como un hombre discreto y melancólico, un trabajador atento a sus compañeros y a su comunidad, pero con una rara costumbre: cronometra sus actividades domésticas. Un rasgo simple que alcanza para sugerir que tras la máscara cotidiana se oculta un hombre nada común.
La paliza que un mafioso ruso le da a una adolescente obligada a prostituirse (Chloë Grace Moretz) es el hecho que detona el ansia justiciera de Bob. Como buen “americano”, primero buscará arreglar las cosas en el marco de la más importante de las leyes en Estados Unidos: la ley del mercado. En doble sintonía con la historia ideológica de su país, su impulso inicial para liberar a una esclava (sexual en este caso) no es reclamar por los derechos de la víctima o acudir a la ley penal, sino comprar su libertad. Al ser rechazada su oferta, la impunidad desatará la violenta búsqueda de justicia de Bob, quien en 30 segundos mata a cinco rusos muy malos, con una eficiencia que confirma que el tipo es más de lo que parece.
Creyendo que se trata de un ajuste de cuentas entre mafias, el capo de los rusos manda al más psicópata de todos sus hombres (Marton Csokas logra hacerse odiar) para resolver el problemita. Mientras tanto, Bob sigue encontrando excusas cotidianas para imponer castigos donde la ley no llega, un poco como El vengador anónimo de Charles Bronson. Pero sobre todo como Batman: él también aprovecha la protección nocturna para impartir justicia por mano propia. La aparición de su némesis lo obligará a apelar a poderes extraordinarios que, como los de casi todos los héroes, le son cedidos por un poder superior. La clave está en la escena en la que Bob recurre a su ex jefa, que no sólo implica una revelación acerca del pasado y las habilidades del protagonista, sino que tiene un fuerte carácter simbólico: “No vino a buscar ayuda, vino a pedir permiso”, dirá la influyente mujer.
Es recién entonces cuando Bob pasa de justiciero a superhéroe urbano: si a Superman el poder le viene de su linaje extraterrestre, a Thor de la divinidad y a Iron Man de la ciencia (y el dinero), Bob lo recibirá del Estado, de alguna de sus instituciones. No menos significativo en términos icónicos resulta que la batalla final contra un comando de élite de rusos asesinos tenga lugar en el Home Depot en donde él trabaja. Ahí, herramientas tales como mazas, engrapadoras o sopletes, e insumos como alambre de púas y bolsas de cemento se vuelven armas en manos de un héroe de y para la clase obrera. Un héroe para la negrada, podría decirse haciéndo un uso pertinente de la incorrección política, y la observación bien puede apoyarse en que el personaje efectivamente es negro. La suma de estos elementos hace que, tal vez, al menos superficialmente, pueda verse a Bob como lo más cercano a un superhéroe peronista que se haya visto en Hollywood. A cuál de todos los peronismos posibles representaría este personaje ya es tema de otra discusión.  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

CINE - "El dador de recuerdos" (The giver), de Philip Noyce: El futuro quedó viejo

En un utópico mañana, la humanidad se ha recluido en un edén futurístico donde todos son iguales; los males –los físicos y los morales– han sido erradicados, los sentimientos –los positivos y los negativos–, suprimidos, y los recuerdos del mundo anterior, borrados. Y cada quien ocupa un rol determinado y fundamental para la sociedad, roles que los mayores (los sabios/el Estado) reparten entre los chicos al dejar la adolescencia, en un ritual iniciático muy parecido a una ceremonia de graduación. Pero, claro, cuando una sociedad se define a sí misma como perfecta, siempre hay alguien que no es feliz, porque la justicia a costa de la libertad no es justicia.
La historia que cuenta El dador de recuerdos, del experimentado director australiano Philip Noyce, no es nueva, pero ése podría no ser un problema. El asunto es que se la ha escrito y filmado mejor. Lo han hecho Aldous Huxley, George Orwell y Ray Bradbury en sus novelas más famosas, y también Michael Bay en La isla (2005), Shyamalan en La aldea (2004), Kurt Wimmer en Equilibrium (2002) o Michael Anderson en Fuga en el siglo XXIII (1976), un clásico de la ciencia ficción clase B más influyente de lo que se cree. Todos ellos cuentan, con ligeras o profundas modificaciones, pero siempre de un modo más fino, original y rico, la historia que Noyce filmó adaptando el homónimo best seller para adolescentes de Lois Lowry. Como en los ejemplos dados, esta sociedad igualitaria se basa en un rígido control que prohíbe hasta el contacto físico en público. Y en donde las memorias ancestrales reprimidas han pasado a ser custodiadas por un único hombre (Jeff Bridges), cuyos recuerdos debe transmitir a un joven sucesor, quien pronto notará la injusticia que sostiene la igualdad de su mundo amnésico y se rebelará contra el sistema. Ese trabajo sobre la memoria histórica como derecho y soporte de la libertad es lo único más o menos novedoso de un tópico tan extensamente abordado (aunque la quema de libros de Farenheit 451 también tenía que ver con eso).
Es que se trata de un tema inagotable, de un dilema moral aún vigente y que por eso se sigue filmando: poner en conflicto los valores de la justicia y la libertad, ver cuál de ellos debe ser considerado el más alto y cuya concreción es deseable. En el mundo que proponen El dador de recuerdos y la mayoría de los antecedentes mencionados, la justicia y la igualdad son ilusorias, porque responden invariablemente a los intereses de una casta controladora. En ese contexto, la película toma una posición, pero de un modo un poco infantil, recurriendo permanentemente a ideas expresadas de manera epigramática y, peor todavía, sin vuelo cinematográfico, creando un universo en el que ni siquiera las actuaciones de dos fenómenos como Jeff Bridges y Meryl Streep, que hacen lo suyo de taquito, escapan a la chatura estética de lo políticamente correcto. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

sábado, 11 de octubre de 2014

LIBROS - "Distancia de rescate", primera novela de Samanta Schweblin: El horror que llegó del campo

El extraño diálogo tiene lugar en un espacio indefinido y es ella la que lleva la voz principal del relato, la que le cuenta a él una historia que aunque se ramifica hacia un pasado que se adivina próximo, sin embargo echa raíces en la tierra húmeda del presente con determinación irrevocable. Es ella la que conoce la historia (porque todo ocurrió en torno a ella) y sabe con exactitud el curso que fueron siguiendo los hechos. El lugar de él es muy distinto: apenas escuchar, preguntar, identificar aquellos puntos del relato en los que tal vez convenga detenerse. O, al contrario, sugerir en qué momentos es preferible seguir avanzando y cuándo tal vez sea prudente volver unos pasos en busca de algún detalle extraviado. Ambas voces son necesarias para que lo que debe decirse sea dicho. En el sillón de una casa que no es la suya, Samanta Schweblin habla de Distancia de rescate, su primera novela. Yo soy el que escucha y a veces me permito entrometerme en su relato –ella me deja- para preguntar, para que me cuente más o para avanzar hacia otros temas que irremediablemente nos traen otra vez hasta su nuevo libro. Una novela construida alrededor del extraño diálogo que mantienen una mujer y un chico en un espacio indefinido, donde ella le cuenta una historia que a pesar de ubicarse en un pasado que se intuye inmediato, sin embargo entierra sus brazos en la tierra húmeda del presente con consecuencias fatales.
Ambientada en un pueblo de provincia, los protagonistas de Distancia de rescate son una madre de vacaciones en el campo junto a su hija, y el hijo pequeño de una vecina del pueblo con la que la mujer entabla una de esas amistades efímeras que suelen nacer entre desconocidos durante los viajes. Aunque el relato progresa a partir del diálogo entre ambos, pronto empiezan a aparecer las dudas. La primera novela de Schweblin, reconocida como una de las mejores cuentistas latinoamericanas a partir de sus libros El núcleo del disturbio y, sobre todo, Pájaros en la boca, es muchos relatos en uno. Una historia de campo en la que se reconocen algunas figuras clásicas de ese universo; una crónica rural que aborda uno de los temas más polémicos de la realidad argentina, como el uso de glifosato en la producción de soja; un cuento de terror que calza con precisión en el escenario elegido. El resultado es asombroso: un relato que elude los estereotipos foráneos del género de terror y se desarrolla alrededor de un miedo colectivo de perfil inequívocamente argentino.
Distancia de rescate muestra la misma fluidez y precisión que Schweblin transmite en sus relatos, a tal punto que, una vez concluido el libro, la primera sensación es la de haber leído un cuento largo. “Como cuentista, el problema más grande que tuve fue entender que esta historia necesitaba otra forma”, dice ella. “Estaba tan acostumbrada a pensar y trabajar mis ideas en forma de cuentos que me costó entender que los problemas con los que lidiaba no eran de tono, de tensión, o de personajes, sino un problema mucho más obvio: que esta historia no podía contarse en diez páginas.” 
La novela presenta formalmente dos narradores que casi pueden pensarse como gemelos. En el terreno textual es uno de ellos (Amanda) quien prevalece sobre el otro (David). Es ella la que desovilla el relato mientras él va realizando preguntas o correcciones sobre ese hilo. Sin embargo es David quien parece cargar con el rol dominante, condicionando con su mirada el relato de Amanda. En ese sentido el intercambio termina pareciéndose bastante a una sesión de psicoanálisis, donde el paciente va derivando sobre el relato y el terapeuta guía, dando indicaciones sobre en qué puntos detenerse, en cuáles avanzar y en cuáles ir más profundo. “Es verdad que ese diálogo tiene algo de psicoanálisis, pero no era consciente de esto”, confiesa Schweblin. “Hice un año y medio de psicoanálisis hace unos años y viví en carne propia esa otra voz que pregunta y guía. Lo interesante es que muchas veces es difícil entender realmente las cosas hasta que se las nombra. Cuando uno pone algunas nebulosas en palabras ya no puede hacerse el tonto. Y escribir tiene mucho de eso: de descubrir, de buscar entre mundos y cosas que uno ya conoce pero que necesitan ser nombradas para ser entendidas. Y esta historia vuelve una y otra vez sobre los mismos puntos, como en el psicoanálisis o en un interrogatorio, porque los personajes ya saben lo que pasó, pero lo que falta ahora es entender y supongo que esto es lo que uno busca constantemente en cualquier terapia. Creo que es lo que buscamos incluso como lectores de ficción: entender más allá de la historia, encontrar algún tipo de verdad que nos ayude a entender mejor lo que nos pasa.”
Siguiendo la lógica del psicoanálisis es inevitable no pensar en la posibilidad de un único narrador desdoblado. Y aún más teniendo en cuenta que la posibilidad de la locura no es ajena al discurso de los personajes, aunque limitar todo el asunto a la enajenación pudiera resultar reduccionista. “Por supuesto que el género fantástico es abordable por fuera de la locura. Encasillarlo sería correrlo hacia un lugar de seguridad muy ingenuo y prepotente”, reacciona la escritora ante la posibilidad de que Distancia de rescate pudiera quedar anclada en la zona de los relatos delirantes. “Puede que en esta historia haya algunas zonas confusas desde la perspectiva del narrador –porque hay mucha fiebre, y hay pesadillas-, pero de ninguna manera hay locura, todo lo contrario. Lo que buscan los dos personajes de punta a punta del texto es ser lo más objetivos posible, ver con claridad, detalle a detalle, porque justamente buscan descubrir algo nuevo. Buscan entender.”
Amanda y David se cuentan entre sí versiones complementarias de la misma historia y eso no sólo implica el hecho infrecuente de narrar en segunda persona, sino que además multiplica por dos ese desafío. Las distintas perspectivas complejizan la estructura del relato sin que ello se convierta en un obstáculo para la lectura. Por el contrario, ese diálogo representa la principal herramienta para activar la acción: un drama de tracción a charla. “Mi intención fue plantear este doble juego para que por momentos uno entienda que hay un diálogo real entre dos personas, pero que en otros se dude acerca de si no se tratará de algo más. Si no se tratará incluso de una sola voz intentando entender y jugando al mismo tiempo los dos papeles”, dice la autora retomando la teoría del desdoblamiento. “Lo complejo fue trabajar esto sin que ninguna de las posibilidades prevaleciera sobre la otra. Un desafío fue trabajar los espacios que rodean a estas voces, narrar las acciones y los lugares a través de dos voces que en realidad están atentas a otra cosa. Un narrador externo puede detener el relato y describir acciones y espacios cuantas veces le parezca necesario. Pero si la narración la llevan adelante dos voces enredadas en una conversación de mucha tensión, se necesitan otro tipo de recursos." La construcción del personaje de Nina, la hijita de Amanda, también presenta una factura notable, porque en ella hay una mirada infantil muy reconocible y agrega al relato un nuevo grado de complejidad. Justamente ese personaje remite a otros que habitan los cuentos de Schweblin, en los que la presencia de niños y adolescentes es muy fuerte. “Creo que en la mirada de un chico hay una verdad muy genuina, vacía de prejuicios, que además pasa mucho por lo corporal. En un chico lo extraño y lo terrorífico son posibilidades reales, pero al mismo tiempo no tienen esa construcción social con la que los adultos decidimos qué es real y qué no. Qué es peligroso y qué no. Para ellos todo es factible.” 
La mención de lo terrorífico vuelve a destacar la sutileza con que el horror aparece en la novela, permitiendo el vínculo con el género pero sin que se pueda afirmar de manera contundente que se trata de una novela de terror. “Me gusta mucho leer terror, pero nunca había incursionado en el género tan abiertamente. Creo que esta es una historia de terror no porque yo lo haya buscado adrede, sino porque la situación en la que se ven envueltos los personajes no puede no ser terrorífica. Creo que una de las cosas que más miedo da es que ese miedo no llega de manos de monstruos o asesinos seriales, sino de manos de una problemática rural actual, de un veneno que existe, y que de verdad está matando a mucha gente en el campo y en la ciudad.” Desde ese mismo punto de vista la novela puede ser vinculada con la obra de algunos autores, en particular con lo mejor de Stephen King, un especialista en detectar por dónde se mueve el miedo dentro de la estructura social y diseñar un monstruo particular que reaccione ante esa construcción colectiva. Un mecanismo que no pierde de vista el contexto argentino: en un movimiento extraordinario Schweblin convierte los campos de soja en Hiroshima. Y haberlo conseguido sin que la cosa se convirtiera en un alegato biempensante contra el glifosato es un mérito no menor de su novela. “Al principio no había glifosato en la historia”, confiesa pero admite que “sabía qué tipo de problema necesitaba para contarla, aunque todavía no se me había ocurrido usar el glifosato. Pero sí tenía muy presente toda la problemática rural que se está viviendo alrededor de este tema y la cantidad de enfermedades terribles que está generando este consumo masivo de los alimentos transgénicos y los herbicidas.” Una consciencia que produjo un curioso ida y vuelta entre la ficción y la realidad: “Era una alarma interna tan fuerte que incluso en estos últimos años cambié radicalmente mi alimentación. Así que cuando descubrí que el glifosato podía ser la herramienta para contar esta historia avancé sin dudarlo”.
Si toda obra es una expresión política, en tanto presenta una mirada específica del mundo e implica una representación concreta de la realidad y una manifestación acerca de ella, ¿de qué realidad habla Distancia de rescate? ¿Cuál es el mundo que se representa en sus páginas? “Creo que lo que una obra trasmite es un estado emocional, una sensación muy poderosa que puede ayudarte a entender un poco más el mundo. Pero no creo en la literatura panfletaria, pedagógica, o cualquier literatura que tenga segundas intenciones.” Respecto de problema específico del uso de herbicidas durante la producción agrícola, Schweblin está segura de que su libro no puede explicarlo, “pero puede generar conciencia por fuera del texto”. Y se esperanza: “En esta entrevista ya nombramos el glifosato unas cuantas veces: el que no sabe qué es y de qué manera se lo está comiendo todos los días, seguro que ahora va y lo googlea”.

El cuento, la novela, el campo y la tradición argentina

–El hecho de que Distancia de rescate se desarrolle en un contexto rural la coloca dentro de la tradición literaria nacional. Hay algo de El matadero, de civilización y barbarie. Y puntos de contacto con los cuentos de Quiroga, donde lo agreste se comporta de manera agresiva ante el factor humano, hasta no saber cuál es el factor que extraña la realidad. ¿Por qué creés que subsisten estos tema dentro de la literatura argentina?  
–Bueno, no hay que olvidarse que los argentinos seguimos siendo pocos y la Argentina sigue siendo un territorio enorme. No sé si era tan consciente de esta obviedad antes de vivir en Europa. En Alemania uno tiene la sensación de que todos los espacios por los que uno circula son conocidos, espacios ya conquistados. La Argentina tiene un espacio virgen inconmensurable. Lo desconocido, lo extraño, nos queda al alcance de la mano, y habita el espacio del campo, la estepa, la selva, el río...  
–La referencia a Quiroga te pone en línea con el linaje de los grandes cuentistas de nuestra literatura. ¿Qué tan sensible es para vos construir tu obra como escritora argentina?  
–Nunca lo busqué, pero ahora empiezo a ser consciente de lo argentina que es esa voz en muchas cosas, y me encanta que así sea. Admiro muchísimo la tradición literaria argentina, y sobre todo la del fantástico rioplatense, con esa atracción tan particular por lo extraño, lo onírico y lo oscuro.
–¿Sentiste la presión de tener que sentarte a escribir una novela?  
–No, todo se dio de un modo natural. Pero sigo sintiéndome más afín al mundo del relato breve. De hecho creo que Distancia de rescate es también un relato que es, quizá, un poquito menos breve. Es decir, no siento que haya cruzado a otro territorio. Más bien llegué hasta el límite y, ante la duda, me quedé de este otro lado.

 Artículo publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 10 de octubre de 2014

CINE - "Dos disparos", de Martín Rejtman: Entre el estilo y la repetición

A casi diez años de su última película de ficción y después de un pasodoble en el género documental, Martín Rejtman vuelve al primer amor con Dos disparos, donde aparecen otra vez y de modo reconocible los elementos que en algo más de veinte años de carrera modelaron el universo personal de este director fundamental del cine contemporáneo argentino. Virtual iniciador con Rapado (1992), le guste a él o no, de lo que una década después sería bautizado con el nombre de Nuevo Cine Argentino (NCA), el estreno de su nueva película coloca a Rejtman en un lugar paradójico. Porque desde su debut hasta acá es mucha el agua que ha corrido bajo el puente del NCA, una corriente que supo ser torrentosa y desbordante, que casi llegó a agotarse, pero que en los últimos años consiguió renovarse con una nueva generación de nombres y títulos que sin querer, como siempre, le dieron nuevo impulso. Sin embargo esos vaivenes casi no se perciben en el recorrido que trazan los cuatro largometrajes de ficción de Rejtman: más allá de los evidentes progresos técnicos que separan a Rapado de Dos disparos, o de los ajustes en la fluidez con que una y otra son narradas, en esencia no hay distancia cinematográfica entre ellas. 
Decir que Rejtman vuelve a sus obsesiones de siempre es una de las formas de explicar la situación arriba descripta. Un modo distinto para definir el mismo escenario sería decir que en Dos disparos Rejtman filma desde la comodidad de un lugar que conoce muy bien, del que ciertamente obtiene los mejores resultados posibles, pero que no representa un aporte sustancial a lo que había mostrado (con creces) en sus filmes anteriores. La anécdota del adolescente que en una tarde calurosa de verano decide pegarse dos tiros con un arma que encuentra escondida en el cuarto de herramientas de su casa, es apenas la punta de un ovillo que, al desenrollarse, irá uniendo los centros nodales que el director ya visitara antes. Debe decirse que esas dos balas no sólo no matan al protagonista, sino que vuelven a colocarlo en el centro del mismo universo indolente cuya inercia lo empujó a esa acción, que él ejecuta con la misma apatía con la que hasta entonces cortaba el pasto en el fondo de la casa familiar. Aunque es posible pensar a este chico y al protagonista de Rapado como las dos caras de una moneda, tal vez sería más acertado decir que en realidad representan la misma. 
Existen directores que consiguen componer exitosas variaciones para hacer sonar las notas recurrentes en nuevas melodías narrativas. Para que la cosa no se convierta en una reiteración es necesario que el compositor, sabiendo que no puede cambiar esas notas, asuma el riesgo de variar el eje sobre el que hará girar la nueva pieza. Un riesgo que no se percibe en Dos disparos. Así como en Rapado una madre desatenta ponía falsamente fuera del alcance de su hijo la sierrita que este usaba para robar motos, la madre de este otro hace exactamente lo mismo con el revólver. Lo curioso es que ambos instrumentos –que para los jóvenes representan un vehículo peligroso con el que buscan despegar de una realidad incómoda- acaban en el mismo lugar: un cajón de la cocina en donde ellos vuelven a encontrarlos. 
Pero no se trata sólo de coincidencias circunstanciales puestas en espejo: en sus películas los vínculos familiares siempre están carcomidos por una indiferencia idéntica. Y la alienación como patrón de conducta vuelve a manifestarse en la compulsión por regresar siempre a los mismos lugares (la casa de videojuegos en Rapado; la discoteca y el aeropuerto en Los guantes mágicos; la hamburguesería, el casino y de nuevo la disco en Dos disparos), espacios que favorecen la distancia entre los cuerpos. Porque si algo define a las criaturas de Rejtman es la repulsión por el contacto físico: en sus films la gente casi no se toca. Los amigos no se abrazan, los novios no se acarician, los padres no besan a sus hijos y las parejas rara vez comparten la cama. Todo matizado con las mismas (y efectivas, por cierto) pinceladas de humor seco y siempre montado sobre un relato de estructura circular, donde los personajes se van cediendo el protagonismo para terminar más o menos en el mismo lugar en que todo empezó, pero cambiados. Para seguir con la metáfora musical, no es inapropiado definir a Dos disparos como un grandes éxitos de Martín Rejtman: lo mejor de su cine vuelve a aparecer, pero la canción sigue siendo la misma.  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

CINE - "Alexander y un día terrible, horrible, malo... ¡muy malo!" (Alexander and the Terrible, Horrible, No Good, Very Bad Day), de Miguel Arteta: Una fábula tranquilizadora

La línea de comedias familiares que los estudios Disney produce para el cine no es muy distinta, en calidad e intención, de los productos que suelen integrar la grilla televisiva del Disney Chanel. Historias centradas en el punto de vista de los protagonistas infantiles, con actuaciones exageradas (a veces hasta la incomodidad), un sentido del humor basado en fórmulas, ambientadas siempre en espacios bien reconocibles de la clase media burguesa norteamericana, por lo general estructuradas a modo de fábulas aleccionadoras pero que nunca se atreverían a provocar la más mínima intranquilidad en sus espectadores. Exactamente en ese molde encaja Alexander y un día terrible, horrible, malo… ¡muy malo!, dirigida por el portorriqueño Miguel Arteta, y protagonizada por dos actores de reconocida experiencia en la comedia como Jennifer Garner y, sobre todo, Steve Carell. 
En ella, el protagonista, que es el tercero de cuatro hermanos de una familia modelo (en el sentido de típica, pero también en el de ejemplar respecto de la “fantasía americana”), siente que todos los días de su vida son pésimos, sobre todo en comparación con lo que parece ocurrirle al resto de los integrantes del grupo. Una mamá que es una exitosa mujer de negocios y un papá desempleado pero con un optimismo a prueba de catástrofes; un hermano y una hermana mayores que la pasan bien en el secundario, y un bebé encantador que recibe la permanente atención de todos. En medio está Alexander, que cumple 12 años pero todavía es más petiso que la chica que le gusta, recibe gastadas frecuentes de sus compañeros y cuya fiesta de cumpleaños parece condenada al fracaso porque el chico más canchero del grado organizó otra el mismo día.
Como en innumerables películas de este tipo, un deseo de Alexander pedido a medianoche convertirá a la vida de los otros en pesadilla durante un día. Una pesadilla tipo clase media estadounidense, en donde cualquier rasguño en la superficie de la buena burguesía se convierte en una potencial amenaza de exclusión del sueño americano. En ese sentido, Alexander y un día terrible… es moralista y hasta cruel, en tanto manifiesta una necesidad irrefrenable de hacerle ver a sus protagonistas a través del castigo que no están siendo todo lo buenos que deberían. Claro que de manera edulcorada, disfrazada de chistes mediocres, porque ningún relato de esta clase puede permitirse alarmar a sus clientes (espectadores) mostrando el sufrimiento de sus criaturas como una peligro real. Es sobre todo por eso que esta comedia en la que Carell hace lo que puede (que esta vez no es mucho) y Garner vuelve a merecer un premio a la sobreactuación, resulta conservadora. Porque hasta las amenazas terminan convertidas en éxitos rotundos y entonces todo el mundo puede volver a casa tranquilo, sabiendo que para los buenos, sobre todo si se arrepienten hasta de lo que no han hecho, siempre hay un premio.

Artículo publicqado originalmente enm la sección Cultura y Espectácuos de Página/12.

miércoles, 8 de octubre de 2014

DISCOS - "Ave del cielo", de Soema Montenegro y El Conjuro: Una voz que desborda cualquier género

Como pasa con los artistas que son difíciles de definir, a la hora de hablar de Soema Montenegro se suele apelar al recurso reduccionista de intentar hacerla calzar dentro de las etiquetas tranquilizadoras de los géneros. Como si encasillarla como cantante folklórica alcanzara para decir algo acerca de su trabajo, de su música y de su voz. Pocos artistas dentro de las diferentes escenas del canto en la Argentina, en el género que sea, tienen una capacidad y una variedad de recursos que pueda equipararse al arsenal sonoro del que dispone Soema. Dueña de una versatilidad incomparable y un voraz espíritu innovador, ella acaba de editar su tercer álbum, Ave del cielo, al frente de su grupo El conjuro que, entre otros, integran el multinstrumentista y productor Jorge Sottile. El disco vuelve a dar una muestra cabal de la amplitud y el carácter excepcional de la voz, el repertorio y las intenciones de esta cantante argentina con más reconocimiento y rodaje en el exterior que en el país.
En las canciones de Ave del cielo es posible reconocer muchos senderos de la música popular argentina, pero también otros provenientes del arco del folklore latinoamericano, incluso también de los europeos y hasta del canto lírico. En sus once canciones el oyente atento reconocerá una buena cantidad de influencias, algunas lógicas y otras sorprendentes, pero siempre filtradas a través de una voz radicalmente propia. En primer lugar debe mencionarse que Soema es, sin dudas, legítima heredera de un linaje de cantoras latinoamericanas que van de Mercedes Sosa o Violeta Parra hasta las grandes cantantes del Tropicalismo brasilero. Pero eso no impide tender puentes con nombres del mundo anglosajón, de Joni Mitchell a Björk. Todo amalgamado y puesto en canción con una naturalidad que no deja de provocar asombro.
La propia Soema experimenta las dificultades que representa hablar de su obra. "La verdad me es difícil definir qué es exactamente lo que hago desde la música. Creo que hoy el rótulo del folklore está visto desde la perspectiva de lo tradicional, y creo que la música folklórica de este tiempo está relacionada con lo que muchos artistas están haciendo, que es reinventarse dentro de toda esa multiplicidad que somos", dice ella. "Este es un momento histórico de sobreinformación y relecturas que permite que una gran cantidad de músicos se animen a tomar todo eso y volcarlo en composiciones de identidad y creatividad muy subjetiva. Hoy me siento en ese lugar y tal vez no haya todavía un nombre específico para rotularnos", completa la cantante antes de admitir que a veces la influencia llega sin avisar y desde el lugar menos esperado. "Me pasó con un disco que me dio un amigo: Escuchá esto, me dijo, te va a encantar. Eran una serie de grabaciones de la poeta uruguaya Marosa Di Giorgio leyendo sus propios cuentos. Estuve semanas escuchándolas y esa experiencia me cambio el mundo de las imágenes y la forma de escribir y cantar".  

–Parece inevitable pensar en tus canciones sin tener en cuenta esas influencias. ¿Te reconocés parte de una determinada historia?  
–Me siento hermanada con las cantantes latinoamericanas por las temáticas, sonidos, historia. Me encantaría ser parte de un linaje de cantoras, pero todavía me siento chiquita en este mundo de la música latinoamericana. Sería un hermoso regalo si con el tiempo la vida me trajera ese reconocimiento. 
–¿En dónde nace esa hermandad de la que hablás?  
–Creo que lo distintivo de nuestro canto latinoamericano es eso que nos regalaron Mercedes Sosa, Violeta Parra y otras tantas mujeres a las generaciones que vinimos después, cuando se animaron a cantar en su idioma sin imitar sonidos impuestos por otros estándares de belleza. Ese es un impulso para seguir investigando en nuestras propias raíces sonoras. América Latina sigue siendo una fuente inagotable de nutrición para todos nosotros.  
–¿Qué representa Ave del cielo dentro de tu discografía?  
–Un placer y una alegría enorme, porque en todas sus canciones pudimos plasmar este nuevo momento de la vida. Siento que desde mi primer disco fui creciendo y que hemos girado por lugares del mundo inesperados. Conocimos muchas personas que nos alentaron y apoyaron, reconfirmando nuestra búsqueda musical. Puedo decir entonces que Ave del cielo es un avance que abre nuevos caminos tanto desde la investigación vocal como instrumental. Siempre hablo en plural, porque no es una experiencia que vivo sola. Con Jorge Sottile, que es uno de los productores de este disco y además mi compañero de la vida, trabajamos mucho en este proyecto y lo vivimos juntos. Sentimos que este disco es un nuevo portal que abrimos.  
–¿Cuánto de lo que sos como cantante le atribuís al terreno del don natural y cuánto le corresponde al trabajo, al esfuerzo personal?  
–En este momento el parámetro entre capacidad vocal y don natural se me borraron. No sé qué está primero, pero puedo decir que lo primero que apareció fue la pasión, el amor por cantar, el disfrute, y luego las ganas de aprender, de saber. Soy muy estudiosa, me encanta estudiar, experimentar y siempre busqué trabajar la voz, su relación con el cuerpo, las emociones, el arte. Para mí ese espacio es muy importante, porque la voz es parte de mi cuerpo físico, espiritual, emocional, y no sólo un aspecto técnico que se desarrolla gimnásticamente.  
–¿A dónde te gustaría llegar en tu carrera? ¿Qué es lo que sigue?
–Me gustaría seguir sintiéndome inspirada como música y cantante, seguir abriéndome a las fronteras de mí misma y de lo que cada tiempo nos vaya trayendo. Mantenerme despierta y capaz de dialogar con los desafíos de cada momento. Como deseos más próximos están los de seguir el año que viene presentando nuestro disco. Hacer las giras que nos quedaron pendientes este año, entre ellas el Festival Womad en Inglaterra, entre otros festivales europeos a los que nos invitaron para el 2015. ¡Y tocar más en Argentina! 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

sábado, 4 de octubre de 2014

LIBROS - "La arquitectura del océano", de Inés Garland: Relatos de un instante profundo

Cuando Inés Garland me citó en la esquina de Salguero y Soler para conversar sobre La arquitectura del océano, su último libro de cuentos, el frío y la lluvia todavía no habían vuelto a Buenos Aires. La tarde estaba linda, hasta un poco calurosa, el clima perfecto para no quedarse encerrado en la redacción. Tal vez por eso, porque al sol se estaba tan bien, tardé en darme cuenta de que ella se había demorado ya casi un cuarto de hora y no había ningún indicio de que estuviera por llegar. La llamé al celular temiendo haber confundió la esquina o el día de la entrevista, pero ella se disculpó y me dijo que hacía 15 minutos me esperaba en Salguero y Paraguay, a una cuadra de ahí. “Es que mentalmente te cité acá, pero te mandé para otro lado”, insistió en cuanto nos encontramos y la franqueza de su sonrisa se convirtió en una evidencia irrefutable. Estas cosas deben pasarle seguido, pensé mientras ella me miraba desde arriba y parecía sonreír con todo el cuerpo. 
Los cuentos de Garland son como ella: de apariencia delicada, vivaces y cálidos pero irreductiblemente precisos, hasta filosos cuando es necesario. Y aunque a veces finjan haber equivocado el punto de encuentro, siempre saben por qué camino y cómo guiar al lector hasta la esquina señalada. Algunos son como postales levemente movidas que recortan algunos segundos de una escena hasta convertirla en imagen viva. Es en ese carácter de fragmento, en la inmediatez de lo efímero puesto en loop, que esa fotografía de palabras en movimiento se multiplica y potencia sus sentidos. 
Pero con el correr de los relatos se empieza a pensar que el común denominador entre los protagonistas es su extrañeza frente a una realidad que parece cambiar de un momento para el otro, como si el telón del mundo cayera de repente delante de ellos para mostrar que viven en un lugar que nunca fue lo que creían, sino otra cosa con la que no los une vínculo alguno. Garland acepta que su trabajo con la escritura es, antes que otra cosa, una búsqueda de síntesis. "Tiene que ver con encontrarle sentido a un momento muy particular. Entonces un instante puede resumir el pasado y uno puede intuir incluso lo que no está contado. Como si en el recorte de ese único momento se pudiera manifestar todo aquello que somos, como si todo lo que pudiera contarse de una historia estuviera contenido en un instante."

-Eso tiene que ver con una característica propia o con el formato que es propio del cuento.  
-Creo que elijo siempre espacios de tiempo breves, aunque me gustan muchísimo los libros que cuentan sagas familiares completas y hasta tengo ganas de contar algo así. Pero no es lo que me sale: algunos de mis cuentos no son ni siquiera microrrelatos, casi como si fueran dosis homeopáticas.  
-Globulitos narrativos en los que a veces los personajes piensan más de lo que actúan, como si lo narrado transcurriera sobre todo de manera potencial. Lo que los cuentos reflejan de sus vidas pasa antes por el transito interior que por la acción.
-Diría que más que omnisciente se trata de puntos de vista reflexivos, que al ser tan conscientes de sí mismos como de todo lo que pasa en torno a ellos, hacen que pase mucho más de lo que en realidad ocurre. Como si necesitaran la comprensión precisa de esos instantes.
-¿Cuánto de la escritora se proyecta en esa forma de vivir?  
-Yo también soy de vivir así, tratando de captar todas las posibilidades y viendo señales en todas partes, con la sensación de que todo alrededor conspira para darle un sentido a ese momento al que hay que comprender. Tengo la sensación de estar a punto de descubrir la pólvora todos los días desde que tengo uso de rezón y no hago más que no descubrir la pólvora. Y cada vez debería estar más confundida pero no abandono. A esta altura me pregunto: ¿qué es lo que hay para entender? Y sin embargo sigo: es el pánico a la teoría del caos, a que nada tenga sentido. Quizá porque tengo una durísima consciencia de la muerte y la sensación de que acá estamos para hacer algo y entonces no me tengo que equivocar. Sí, es agotador y estoy segura de que la escritura muchas veces nos salva de la locura.  
-También hay una mirada fuertemente femenina en todos tus relatos, incluso en aquellos en los que los protagonistas son hombres.  
-En esos cuentos la mujer es la que ve el otro lado de esos hombres, porque ellos se definirían a sí mismos de una manera pero la mujer que aparece los define de otra. Les ve la hilacha, por decirlo de alguna manera, y sin la hilacha el cuento no tendría sentido. 
-¿Cómo narradora representa un desafío asumir una voz masculina para llevar una historia?  
-No lo sé, porque cuando los hombres hablan en mis libros, hablan fuertísimo sin que yo tenga que hacer ningún esfuerzo. Quizás tengan menos matices… suelen no ser hombres muy bondadosos. Y cuando sí lo son se terminan llevando la peor parte, como si los hombres buenos la pasaran mal. Pero así como los hombres suelen ser crueles, las mujeres son sometidas, muchas veces atadas a un modelo de cómo deben ser las cosas que les impide encarar su propio deseo, porque en ese modelo la satisfacción no entra. Como si buscaran excusas para siempre quedar insatisfechas.  
-En muchos de tus cuentos la pasión y el amor parecen incompatibles, como si sólo se pudiera acceder al amor trascendiendo, agotando la pasión.  
-Puede ser que en la sexualidad haya un filo que no tiene el amor, aunque personalmente no creo que sea así.  
-Sin embargo parece que en tus cuentos la pasión fuera una fuente de acción o conflictos mucho mayor que el amor.  
-El amor aparece siempre como una cosa muy sutil de búsqueda idealizada y lo que en realidad se transita es la pasión. Eso es algo que puedo identificar hasta en mi propia vida, que lo que mueve las cosas es la pasión, mientras que el amor es algo tan idealizado que nunca se alcanza. Siempre hay una gran decepción en mis cuentos.  
-Y no hay un avatar de la muerte en ese temor de tus personajes a encontrar el amor porque eso significaría finalmente dejar la pasión atrás.  
-Es posible que en algún lugar muy inconsciente exista ese vínculo. Pero en realidad la pasión también tiene que ver con la muerte. Puede ser por eso que en mis cuentos a veces es mejor la insatisfacción que satisfacer eso, porque ahí te morís.  
-Pienso también en la connotación cristiana de la Pasión, el momento de dolor anterior a la muerte.  
-Fui educada en el catolicismo y eso tiene mucho que ver con la idea de premio-castigo. He seguido una búsqueda muy grande por fuera del catolicismo, en el zen o en el budismo, pero todo lo termino transformando en premio y castigo. 

El artículo fue publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino. 

viernes, 3 de octubre de 2014

CINE - "Borrando a papá", de Ginger Gentile y Sandra Fernández Ferreira: El lugar del (o de algunos) padres

Borrando a papá, de Ginger Gentile y Sandra Fernández Ferreira, es un documental polémico. No sólo por el debate que está generando y que pide una toma de postura frente al tema que aborda, que es uno pero con múltiples aristas, sino por algunas de las formas y recursos que ha elegido para expresar su posición frente a él. Por un lado puede decirse que la cuestión de los padres (varones), que tras una separación conflictiva son impedidos de continuar viendo a sus hijos, aparentemente sin justas causas, es un problema que el sistema judicial no contempla en toda su complejidad. Pero por otro, algunos de los recursos narrativos escogidos por Gentile y Fernández Ferreira hacen que en muchos pasajes de su película sea necesario volver a la vieja pregunta acerca de si el fin justifica los medios.
El documental da cuenta de los casos de una media docena de padres que se encuentran alejados de sus hijos debido a las condiciones que las intervenciones judiciales les imponen. A veces, según ellos mismos dicen, haciendo lugar al capricho o la animosidad de sus ex tras la ruptura de la pareja. En el camino se pone en evidencia una inesperada falla en el sistema de prevención de la violencia doméstica contra menores, a partir de la cual se niega la posibilidad de que, en ciertas ocasiones, la misma pudiera provenir de las madres, limitando la culpa al territorio exclusivo del varón.
Borrando a papá coloca al espectador frente a los prejuicios instalados en referencia a estos temas. Es decir que, aun cuando algunos de los casos relevados parecen elocuentes respecto de la injusticia que los mismos involucran, de todos modos es posible terminar virtualmente del lado de la madre, como si detrás de todo hombre hubiera realmente un golpeador potencial. Está claro que esto no es así, del mismo modo en que debería estar claro que, más allá de las desigualdades de género, la violencia no es un atributo ni excluyente ni exclusivamente masculino. Y que existen muchos tipos de violencia que pueden ser tan nocivos como la física. En medio de eso, llama la atención lo que dice la integrante de un centro de protección a víctimas de violencia familiar: “Mientras esos señores tienen tiempo para hacer notas y encadenarse a los tribunales, las mujeres andan llevando a los chicos a terapia, al médico, a la escuela...”. Una afirmación que olvida que cada caso es único y que, tal vez, algunos de esos señores colaborarían con gusto en esas tareas si la Justicia se los permitiera.
Pero no pocas veces el film atenta contra su propia credibilidad. En primer lugar, porque nunca se le hace lugar al derecho a réplica. Ninguna de las ex mujeres, o sus abogados, aparece para ofrecer su contraparte de la historia y nunca se explica por qué no están. Y surgen las preguntas: ¿Qué sentido tiene incluir una escena en la que el propio padre dispuesto a probar la desidia de su ex registra con una cámara oculta el sufrimiento de sus hijos y lo expone frente a quien quiera verla? ¿Por qué las directoras recurren a este golpe de efecto? La utilización de esas imágenes es, en sí misma, un argumento en contra de un padre que dice querer lo mejor para sus hijos, pero parece que incluso a costa de ellos mismos. Y en contra de las directoras, que no han estado lo suficientemente atentas al límite ético de su rol. ¿Y por qué el texto sobreimpreso que presenta a uno de los profesionales consultados indica que es “‘psiquiatra, médico y feminista’ según su Twitter”? ¿Qué significa eso de “según su Twitter”? Si, como se intuye, la intención era poner en duda los títulos profesionales de esta persona, el asunto demandaba que se lo hiciera con claridad, aportando pruebas concretas y no echando mano de recursos que ensucian aún más un escenario de por sí bastante turbio.
Lo mismo puede decirse de la escena final en la que uno de los padres pasa por la puerta de la casa donde se supone viven esas hijas a las que no puede ver y desde el auto les grita que las ama. Está claro que cierta puesta en escena muchas veces puede ser un instrumento válido dentro de un género como el documental, pero en este caso se parece más a una herramienta de manipulación que a un recurso narrativo legítimo. Y eso juega en contra de un tema que merece (y debe) abordarse con más cuidado. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

CINE - "¿Puede una canción de amor salvar tu vida?" (Begin again), de John Carney: Comedia romántica en la gloria

La comedia romántica es uno de los géneros más injustamente maltratados y menospreciados del cine. En principio, se lo suele reducir a la categoría de “cine para nenas”, definición que tiene tanto de verdadero como aquella que dice que los géneros de acción o aventuras son “para varoncitos”. Es cierto que, tampoco hay que ser necios, en ambos casos existe un fondo de verdad: cuando una de las variables desde las que se construye una película es el mercado (y no hay dudas de que gran parte del cine industrial se elabora desde ahí), es imposible no aceptar la presencia de la noción de target en el proceso de producción; es decir, el hecho de pensar las películas como productos con un público específico como objetivo. Más allá de eso, a quien le guste el cine no se limitará a fraccionarlo de ese modo, sino que en todo caso se permitirá categorías tanto más amplias y personales: logrado o fallido; agradable o detestable; generoso o egoísta; sabroso o insípido; bueno o malo. Si hubiera que definir así a ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? lo más justo sería recurrir a la primera mitad de estos dípticos. Claro que eso tampoco es decir mucho, porque las películas son más que una mera suma de adjetivos genéricos que en sí mismos agregan poco a la hora de hablar de cine.
¿Puede una canción...? es eficaz como comedia romántica, porque hace honor al género, trascendiendo con naturalidad esa dualidad de origen. No se trata de una comedia con romance de fondo ni de una historia de amor que a veces hace reír: Carney consigue que la gracia y el espíritu romántico surjan directamente de las situaciones que entrelazan las vidas de sus personajes, evitando los golpes de efecto que harían que la cosa se pareciera a un injerto de dos géneros metidos a presión dentro de una sola trama. El director, que también es guionista y eso multiplica sus méritos, tuvo la prudencia de no reducir el universo de sus criaturas a la claustrofobia de lo que le ocurra a su inesperada pero efectiva pareja protagónica, integrada por dos buenos intérpretes como Keira Knightley y sobre todo Mark Ruffalo, uno de esos actores que pasan por la pantalla como por la vida, y que cuanto menos parecen lucirse es porque mejor lo están haciendo. Acá los roles secundarios no se reducen a ser excusas para contar una historia principal, sino que conforman una red de individuos, cada uno con sus gracias, necesidades y deseos a los que la película siempre les hace un lugar. Aunque por momentos algunos queden algo desenfocados.
Entonces no importa tanto que Ruffalo sea un notable productor de rock y fundador de un prestigioso sello independiente, divorciado con una hija adolescente, alcohólico y venido a menos, ni que a Knightley le toque el papel de una compositora talentosa y desconocida que de golpe se queda sola en Nueva York cuando a su novio, una estrellita del indie rock en ascenso, se le da por aprovechar los beneficios de la fama. Lo importante serán las diferentes formas en que el amor irá manifestándose en torno de ellos a través de los vínculos que ligan a los personajes entre sí. Así es cómo el amor romántico se convierte sólo en uno de los engranajes de un gran dispositivo sentimental, en el que también hay espacio para el amor paterno-filial, la amistad, el amor platónico, el amor perdido y el recuperado. En esa riqueza se ubica lo mejor de ¿Puede una canción...?, un film que siendo comedia romántica no teme incluir al drama, la amargura o el desengaño como parte de un mecanismo que se parece a la vida misma, pero enmascarada y vista con lente de aumento, y cuyo peor defecto es ese título en castellano explícito y pegoteado que reemplaza al mucho más simple Begin Again (Empezar de nuevo) del original. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.