miércoles, 31 de diciembre de 2014

CINE - "El Hobbitt: La batalla de los cinco ejércitos" (The Hobbit: The battle of the five armies), de Peter Jackson: Épica elástica

Y un día, por fin, a Peter Jackson se le acabó el curro Tolkien. O eso parece, por ahora. Después de haber sorprendido a los fanáticos de la famosa Saga del Anillo reproduciendo de manera obediente los tres libros que la componen, ahora llega La batalla de los cinco ejércitos, la tercera y última parte de su (como siempre) desmesurada adaptación de la novela El Hobbit, un volumen único que el director, pícaro para el negocio, decidió multiplicar por tres. Ya se sabe: todo bicho que camina se convierte en trilogía y las ganancias también se multiplican. De hecho las cinco películas anteriores basadas en la epopeya mítica del escritor británico llevan recaudados casi cinco mil millones de dólares en todo el mundo. Se espera que esta pieza que cierra la serie le haga honor al hiperbólico promedio.
Fiel a la costumbre iniciada por el mismo, La batalla de los cinco ejércitos arranca ahí donde el capítulo anterior había cortado el hilo narrativo de manera abrupta, para continuarlo como si el hiato entre una película y otra no existiera. Un procedimiento anticlimático al que no estaría mal bautizar como filmus interruptus. Es que, tal como ocurriera con los filmes del anillo, Jackson nunca ocultó su intención de que las tres partes funcionen como un largo relato de ocho horas. Dicho recurso permite que el episodio arranque bien arriba, haciendo que al fin tenga lugar la batalla que había quedado pendiente contra Smaug, el dragón que custodia el tesoro de la montaña que los protagonistas vienen buscando. Como siempre, mucho del éxito de la película vuelve a radicar en el despliegue de efectos digitales, herramienta que permite al director lograr proezas inesperadas, como hacer que a los 92 años el gran Christopher Lee ande peleando en escena como si se tratara de la reencarnación de otro Lee, en este caso Bruce Lee. 
Pero más allá de que las dosis de heroísmo y las batallas legendarias se lleven buena parte (la mejor) del capítulo final de El Hobbit, la película trata de otra cosa. Necesita y se esfuerza por dejar claro que quiere tratarse de otra cosa, más profunda, no pudiendo abandonarse al placer simple de la aventura por la aventura misma. Como si creyeran (falsamente) que el espíritu aventurero no es suficiente virtud cinematográfica, sus responsables no pierden ninguna oportunidad de subrayar el mensaje de la obra de Tolkien. Empeñados en destacar la importancia de algunos valores humanos como la lealtad, la tradición, el amor, la amistad y la valentía por encima de la ambición o la avaricia, guionistas y director por momentos se extravían en pasajes de pretendido clasicismo shakespeareano en los que los personajes subrayan con sus parlamentos aquello que la acción pura ya había dejado claro. Será que en el fondo Jackson confía más en las computadoras, que le permiten reproducir al detalle hasta lo irreproducible, que en la antigua nobleza del género épico donde un hecho valía por mil palabras.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

CINE - "Escobar: Paraíso Perdido" (Escobar: Paradise Lost), de Andrea Di Stefano: Tercer Mundo para principiantes

Es innegable que Pablo Escobar Gaviria, máximo representante de la trágica era en que los cárteles colombianos dominaban el negocio del narcotráfico, se ha convertido en un ícono de la historia política de finales del siglo XX. Su figura posee, además, el magnetismo cinematográfico de los grandes criminales de la historia, de Calígula a Adolf Hitler. Hay algo en el espanto que se cifra en esos nombres que el cine consigue sublimar, dando curso a la posibilidad convertirse en espectador del horror y lo perverso. O más exactamente, de su puesta en escena. La dificultad y el desafío a los que se enfrentan proyectos como Escobar: Paraíso perdido, que intentan revelar el carácter humano detrás del monstruo (la “banalidad del mal” descrita con elocuencia por Hannah Arendt), radica sobre todo en la búsqueda de un equilibrio de múltiples extremos, entre los que se incluyen el reduccionismo, la exageración, la justificación, el relativismo o la exaltación. El objetivo es lograr que la ficción no se convierta en mentira y que la verdad no limite la puesta en escena. Porque de eso se trata el cine.
Dificultades con las que apenas puede lidiar Escobar: Paraíso perdido, que representa el debut como director de Andrea Di Stefano, actor italiano que trabajó en películas como Una aventura extraordinaria, de Ang Lee, o Comer, rezar, amar, de Ryan Murphy. En primer lugar porque aunque Escobar, interpretado por Benicio del Toro, ocupa un lugar preponderante en la trama, el protagonista es un joven canadiense a quien el destino convierte en parte de la familia del narco. El chico se casa con una sobrina del traficante y pronto se ve preso de un círculo del cual el amor y el miedo le impiden salir. Este personaje representa un punto de vista ajeno a la realidad colombiana en la cual surge y crece el poder de Escobar y los cárteles colombianos. Se trata de un mecanismo maniqueo que busca la identificación del espectador del primer mundo, interpelándolo de manera directa para tranquilizarlo y decirle que esas cosas sólo ocurren en lugares remotos, lejos de Europa o los Estados Unidos. Lejos de casa. Recurso que tiene un correlato estético en la clásica fotografía tórrida, saturada de naranjas, que es la que se utiliza por defecto para retratar realidades tercer mundistas corruptas desde Traffic (2000, Steven Soderbergh) en adelante. 
Pero además ese punto de vista sirve para focalizar el horror en Escobar, para cerrarlo sobre su personalidad psicopática, que acá aparece como única causa de miles de asesinatos cometidos, relativizando la culpa de, por ejemplo, un ejército de sicarios cuyo papel se resume a ser meros vehículos de la voluntad de El Patrón. Algo que por acá en algún momento se conoció como obediencia debida. Ya desde el título el film propone una mirada paternal, definiendo al salvaje Tercer Mundo como un edén malogrado por sus propios habitantes. En el camino acaba siendo un retrato parcial y esquemático de uno de los criminales más grandes del siglo pasado. Suerte de manual narco para principiantes, Escobar: Paraíso perdido parece suponer que el mundo funciona a partir de compartimentos estancos y que basta con no cruzar a la vereda de enfrente para mantenerse a salvo del subdesarrollado abrazo del mal.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

sábado, 20 de diciembre de 2014

LIBROS - "Cuentos cuervos", antología de Loyds y Enzo Maqueira: San Lorenzo y el universo

Algunos querrían que el fútbol fuera como el esperanto, un proyecto utópico inventado para unir a todo el mundo bajo la misma lengua. Una idea que, para ser sinceros, es tan absurda como la creación de un frente multipartidario encabezado por Lilita Carrió. Lejos de la esperanza del esperanto, la verdad es que el fútbol es Babel: un montón de tipos hablando de lo mismo pero sin entenderse una sola palabra. La lógica del fútbol no puede ser más humana. Se basa principalmente en el trazado de fronteras de hierro cuya justificación es caprichosa antes que razonable, aunque a veces también lo es: hasta acá llego yo y a partir de ahí empieza el otro. ¿Por qué? Bueno, hay un montón de porqués, pero bien pensado todo se reduce a uno sólo: porque sí. Así es como nacen bosteros, gallinas, canallas, leprosos, quemeros. Cuervos.
Dentro de ese mapa de identidades, esa parece ser hoy por hoy la palabra clave del fútbol argentino: cuervos. Con la Copa Libertadores que ganaron este año como emblema –una cuenta pendiente que hasta ahora los mantenía un escalón abajo del que ocupaban River, Boca, Independiente y Racing–, San Lorenzo de Almagro se convirtió en la niña mimada no sólo dentro del ambiente futbolero. Apodados "los cuervos" como despectivo recuerdo de su nacimiento vinculado a una parroquia del barrio de Boedo, la mística de este equipo que encarna tal vez como ningún otro el espíritu del club barrial se multiplicó hasta convertirse en una media docena de libros que recorren su historia, sus héroes y sus campañas deportivas. Pero entre todo lo publicado hay un volumen que se destaca del resto, uno que de algún modo se hace cargo de una labor de intención homérica. El libro en cuestión se llama Cuentos cuervos, una antología que recoge 12 relatos que tienen a San Lorenzo como centro y que desde la literatura intentan asentar una épica que hasta ahora pertenecía a la tradición oral. Del mismo modo en que La Ilíada define una cultura, la helénica, que existía desde antes que a Homero se le ocurriera cantarla, Cuentos cuervos pone sobre el papel los rasgos que definen la identidad sanlorencista. Pero el libro no se encarga sólo de relatar las grandes campañas, sino que su principal trabajo consiste en detenerse ante detalles mucho más sutiles, íntimos, imperceptibles. En algunos de esos relatos, los mejores, el lector casi puede sentir que está siendo testigo privilegiado del momento exacto del nacimiento de una identidad. Es por eso que, aunque los cuentos nunca pisan fuera de los límites del territorio cuervo, el libro consigue contar una nueva versión de la historia universal. Una historia con la que cualquiera, sea hincha del club que sea, puede sentirse identificado, un milagro que en el fútbol sólo es posible con la literatura como puente.
Compilado por los escritores Loyds y Enzo Maqueira, Cuentos cuervos cuenta entre sus filas con algunos autores largamente reconocidos, como Fabián Casas o Diego Paszkowski; otros de probado prestigio, como Carlos Battilana, Horacio Convertini o Carlos Santos Sáez; y un grupo de nombres jóvenes, entre los que se cuentan Santiago Craig, Luciana De Luca, Cristian De Napoli y Marcelo Luján. Esos textos más los de los dos compiladores, un prólogo escrito por el editor Damián Ríos y un viejo texto de don Osvaldo Soriano que oficia de epílogo, dan forma a este entretenido volumen apto no sólo para cuervos. Como plus, todos los autores que además son hinchas de San Lorenzo, se comprometieron a ceder sus derechos de autor para colaborar con la campaña que comenzó un grupo de hinchas para comprar el predio donde se levantaba el viejo Gasómetro, el estadio original que le fue expropiado al club durante la última dictadura militar, y ayudar a cumplir con el sueño de volver al barrio de Boedo. "Fue muy sencillo armar la antología porque la premisa era clara: que los autores fueran hinchas de San Lorenzo", dice Maqueira. "Elegimos los autores y tuvimos respuestas rápidas y de mucha calidad", subraya. Los cuentos incluidos no eluden los peores momentos de la historia del club sino que, por el contrario, parecen empecinarse en recordarlos casi con obsesión, como los chicos que en la oscuridad silban para fingir que así se olvidan del miedo. 
Contemplar el libro como una unidad permite identificar los traumas que fueron moldeando el yo colectivo que agrupa a los hinchas de San Lorenzo. "Algo de eso hay", reconoce el editor. "Muchos de los cuentos no son sobre gestas épicas, sino sobre nuestros dolores y sufrimientos. Al mismo tiempo, al ser cuentos que se escribieron antes de que el club ganara la Copa Libertadores o durante el certamen mismo, quedó como un fresco de lo que significaba esa copa para nosotros, cuánto la necesitábamos." Pero a la vez reconoce que el libro también "muestra lo que cualquier club de fútbol puede mostrar: el vínculo con los padres, la identidad, la pertenencia, el fútbol como un espacio de juego pero también de valores".
Varios de los relatos vinculan la dificultosa epopeya sanlorencista con momentos pesados de la historia nacional, como hace el cuento de De Napoli con el final de la dictadura o el del propio Maqueira con la crisis de 2001. Momentos difíciles que a la luz de la historia, hoy lo sabemos, desembocaron en alegrías grandes. "San Lorenzo siempre sufre, es casi su marca identitaria: sufre, pero sale adelante", acepta Maqueira. "Todo le cuesta el doble, todo es difícil, cuesta arriba. Todo lo hace con dolor y esfuerzo, con trabajo. Cuesta, pero siempre sale adelante, siempre vuelve a renacer de sus cenizas, siempre tiene un milagro más para regalarles a sus hinchas. Y en ese sentido, sí, San Lorenzo se parece mucho a la Argentina." Sin embargo, todos los cuentos están anclados en el siglo largo de su historia en que el club no conseguía ganar la ansiada Libertadores, en el que además perdió su estadio y se convirtió en el primer club grande en irse a la B (incluso antes que Huracán, su a la vez despreciado y querido rival del barrio; porque no hay épica posible sin un rival digno de respeto). En ese sentido los textos incluidos en Cuentos cuervos son reliquias de otra dimensión, documentos de un tiempo que ya no existe. "Me encanta que haya sido así", se enorgullece el antologador. "Sin quererlo, terminamos escribiendo un libro que encierra el sentimiento del hincha de San Lorenzo antes de ser campeón de América, una espina que teníamos clavada de tal modo que nos definía. Involuntariamente dejamos constancia escrita de quiénes éramos antes de ganar esa copa. Me parece que, en ese sentido, Cuentos cuervos termina siendo un testimonio único e irrepetible."

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 19 de diciembre de 2014

CINE - "Regreso del infierno" (The pact 2), de Patrick Horvath/Dallas Hallam: Otra vez sopa

Segunda parte de un film similar estrenado con demora hace menos de seis meses, Regreso del infierno, escrita y dirigida por Dallas Richard Hallam y Patrick Horvath, no se distingue de El pacto (2012, Nicholas McCarthy) más que por la menor cantidad y eficacia de sus golpes de efecto, construidos en ambos casos sobre las estructuras de lo más conservador de un género habitualmente conservador –el terror–, como si se tratara de las leyes inamovibles de la física newtoniana. Decidida y abiertamente clase B, esta secuela con desparejo rendimiento actoral pasa por alto la evolución del género para limitarse a remedar lo que ya ha sido hecho tanto mejor, de Psicosis (1960) a El conjuro (2013) pasando por El exorcista (1973), sin atreverse a sacar los pies de ese plato hacia fronteras más audaces.
Botiquines de baño que se abren y se cierran para revelar una presencia amenazante a espaldas del incauto que se mira en el espejo; sombras sin cuerpo proyectadas contra las paredes; golpes sonoros que subrayan el paso de una figura borrosa en segundo plano; puertas y demás objetos con vida propia; lamparitas de luz caprichosa que se apagan con precisión cronométrica para dejar a la víctima a oscuras, con la única compañía de un encendedor que no funciona y cuyos destellos permitirán entrever fragmentos del horror; sótanos o altillos de caserones deshabitados como escenarios repetidos. Todos los trucos viejos reunidos en una especie de libro de cocina del asustador obediente. Claro que estos mismos elementos incluidos en esta lista a veces funcionan mejor que en este caso, basta repasar los ejemplos dados más arriba para comprobarlo. Pero acá no son más que las paradas de un itinerario dramático fácilmente identificable.
Narrada con el ritmo cansino de un telefilm de los años ’80, Regreso del infierno es también un híbrido que atiborra su trama con ingredientes que provienen de distintos subgéneros del terror, mezclando las películas de asesinos seriales con las de fantasmas. La cruza incrementa el potencial número de sustos, pero también pone en riesgo el verosímil, que es siempre la parte más delicada de un cuento de terror. Incluso llega al extremo de meter pincelazos de culebrón paranormal, con hijas que se descubren adoptivas, una vidente ciega y un psicópata criminal que después de muerto manifiesta un extraño instinto paternal. Debe reconocerse que esas líneas argumentales que lindan con el absurdo consiguen hacer los mejores aportes, que tampoco son tantos, a este film correcto en su factura pero de manual. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12

CINE - "Desacato a la autoridad- Historias del punk en la Argentina 1983-1988: Capítulo 1", de Patricia Pietrafesa y Tomás Makaji: Gente que sí

Desacato a la autoridad es la designación de un edicto policial, uno de los tantos por los cuales una enorme cantidad de jóvenes durante la dictadura y la larga primera década democrática, se vieron obligados a pasar días enteros detenidos en delegaciones policiales y comisarías de todo el país, siempre por motivos más vinculados al capricho de los agentes que a una auténtica amenaza para la sociedad. Desacato a la autoridad – Relatos de punks en Argentina 1983-1988: Capítulo 1, es también el título del documental dirigido por Tomás Makaji y Patricia Pietrafesa que, a caballo de aquel nefasto edicto, reconstruye los primeros pasos de la cultura punk durante el advenimiento de la democracia. Y sobre todo de la particular mirada política del movimiento, poniendo la lupa sobre las estrategias y mecanismos de comunicación desarrollados por sus militantes. La película, que se estrenó durante el reciente Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, tendrá su estreno hoy a las 20 en el Centro Cultural LEON LEON, Nicaragua 4432, donde desde las 18 se realizará una feria de fanzines.
Provenientes de espacios y generaciones distintas (Makaji tiene experiencia como realizador cinematográfico, en tanto que Pietrafesa es una de las precursoras del punk en la Argentina, fundadora de varios fanzines desde la década de 1980 y miembro de bandas seminales dentro de la escena, como Cadáveres de Niños), ambos directores sin embargo siempre tuvieron muy claro qué película querían hacer. "Tenía ganas de hacer un documental sobre fanzines", recuerda Makaji, "y por eso me puse en contacto con Patricia. Ella tenía todo el material de archivo y sabía perfectamente a quién llamar para hablar de cada tema. La idea era poner los fanzines como protagonistas en vez de las bandas y hablar del contexto de lo que pasaba en el punk rock." Pietrafesa, que hoy se desempeña como bajista de la banda tropi-punk Kumbia Queers, acuerda con su compañero. "Sabíamos qué temas queríamos tocar pero no teníamos en claro desde qué momento arrancar a contar la historia. Acordamos que lo ideal era ceñirnos al período que va de 1983 a 1988 para marcar el cambio de la dictadura a la democracia, que es la época que yo viví más intensamente dentro del punk rock y de la que podía aportar más testimonios y más archivo". Trabajado con una estética similar a los clásicos collages con los que se identifica a los fanzines de los primeros años del punk, Desacato a la autoridad reúne una buena cantidad de voces que dan cuenta de una época tan difícil para sus protagonistas, como única en materia de efervescencia cultural. De ese modo consigue conectar al espectador con un conjunto de ideas y estéticas que, con la historia como testigo, han resultado las más influyentes de la cultura popular de finales del siglo XX, influencia cuya vigencia aun hoy puede acreditarse en infinidad de productos culturales.

–¿El origen del documental tuvo más que ver con la necesidad de juntar información y transmitirla, o también tuvo un componente emotivo, las ganas de contar aquella historia que te incluye como protagonista?  
PP: –Yo tengo un archivo bastante grande de material de esa épca y cuando Tomás me buscó para este proyecto me pareció que era una oportunidad ideal para ampliarlo y ordenarlo. Una oportunidad para digitalizar todo lo que tuviéramos, que no está en ningún lado: volantitos, fanzines, fotos, historias, música.
–¿El motivo de que hayan usado poco registro audiovisual original se debe a que el documental está centrado sobre los fanzines?  
TM: –En realidad es porque no hay o hay muy poco. Pero es cierto que el formato de los fanzines retrata muchísimo mejor que una foto o un video lo que era esa época. Los fanzines transmiten no sólo la forma en que ellos interpretaban la realidad, sino cómo la bajaban artísticamente y cómo interpretaban y comunicaban ciertas cuestiones ideológicas. El documental no busca ser exhaustivo desde lo periodístico, sino que trata de recuperar eso. 
PP: –Tratamos de reapropiarnos de esa estética y por eso el documental está construido como si fuera uno de aquellos fanzines. Las animaciones que trabajó Tomás reproducen muy bien la forma en que nosotros trabajábamos entonces. 
TM: –Están hechas con la misma técnica pero digitalmente, con fotos de dibujos que yo sacaba en la terraza de casa. Se trata de recortar y pegar pero con otras herramientas. Creo que esa estética hace a la película más llana, más terrenal. Porque no queríamos hacer un documental desde el Olimpo: los temas que se tocan son serios y la estética acompaña, pero sin ser acartonada.  
–Desde lo político, Desacato a la autoridad viene a ser una continuación no sólo estética de la actitud y las necesidades de expresión que tenían aquellas generaciones. ¿Se trata realmente de la misma forma de expresión política por otros medios?  
PP: –Se mantiene una idea. Está claro desde el momento en que no sólo aparecen miembros de bandas, sino testimonios de punks bien de la calle de esa época, contando cómo se vestían, cómo peleaban contra la policía, cómo dormían en la calle, cómo gestionaban sus iniciativas. Y nosotros hicimos el documental del mismo modo, por nuestros propios medios y con nuestros propios recursos. Desacato a la autoridad muestra el grado de compromiso que tenía la gente en ese momento, cuando te llevaban preso todos los días. Y esa es una idea política.
–Ya desde el título la película remite a un momento en el que el enemigo de esas acciones contraculturales estaba muy claro. Trasladado a la actualidad, ¿cómo se hace para sobrevivir ante un enemigo que ha absorbido muchos rasgos de la cultura punk?  
TM: –Hoy no tenés un policía pegándote con un garrote en la misma medida que antes, pero tenés toda una cuestión que viene con eso, como una sociedad en la que las cosas importan sólo en relación al resultado que se obtiene de ellas. Hoy por hoy plantearte el hecho de hacer cosas por el simple hecho de querer hacerlas, sin esperar resultados ni compensaciones de ningún tipo, que es como hicimos este documental, provoca que alguna gente te mire y le parezca imposible, y hasta te tomen por boludo. 
PP: –Cada uno encuentra su forma de rebelarse, si es que le interesa. El punk son grupos, son canciones, es una forma de vestirse, pero sobre todo es un conjunto de ideas que ayudan a cuestionar y que te proporciona herramientas para poder hacerlo.
Pero el fanzine era una herramienta marginal y el cine en cambio es una herramienta institucionalizada.  
TM: –Me parece que hoy el lenguaje audiovisual es el que te permite mayores libertades, porque no es restrictivo. Los collages de los fanzines eran como ellos querían que fueran y en el lenguaje audiovisual pasa lo mismo: hoy uno puede hacer lo que quiera.  
–Desde lo artístico, el punk como género también ha sido absorbido y mercantilizado, ¿cómo hace el punk más combativo y político para no quedar pegado con eso?  
PP: –Hoy creo que aunque se haya mercantilizado la música y la ropa, aún permanece un conjunto de ideas que puede seguir siendo utilizado como un despertador y que a quien esté en esa frecuencia son ideas que te activan. Estamos en una época en la que la mayoría de la gente que está en el arte en algún momento atravesó una idea punk y eso se ve en la moda, el cine, la literatura. Sigo creyendo que esa parte más combativa y cuestionadora está en uno mismo y sólo vos sabés cómo la vas a expresar: las cosas tienen o pierden valor de acuerdo a cómo te las tomes.  

Artículo publicado originalmente en la sección cCultura de Tiempo Argentino.

jueves, 11 de diciembre de 2014

CINE - "Una buena mentira" (The good lie), de Philippe Falardeau - El arte de dejar a todos tranquilos

Una larga cola de personas espera en un miserable campamento de refugiados en Sudán, África. Al final de ella, cuatro jóvenes evidentemente pobres (y negros, claro) hablan entre felices y asustados del inminente viaje que los sacará de ahí para llevarlos a los Estados Unidos. Uno lleva una remera sucia con la leyenda Just do it en el pecho. “No sabíamos que el mundo era diferente de nosotros”, dice otro de ellos (su voz en off, que es peor) al recordar aquel momento desde algún lugar en un futuro mejor. Esa sola afirmación hace suya una verdad que representa una declaración de principios que excede a la película, porque pretende ser una definición terminante de cómo es el mundo. Según ella, el mundo no es el que los protagonistas conocen y en el que vivían y viven los millones de refugiados que producen las guerras étnicas en el África subsahariana, sino que el mundo real es ese que los cuatro chicos negros están a punto de conocer, viaje en avión mediante. Clásico exponente de cine bienpensante que de tan políticamente correcto acaba siendo condescendiente con todo el mundo (personajes y espectadores), Una buena mentira es un ejemplo oportuno que hace grafico el dicho popular que afirma que de buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno. Tan cabal es la intención del director Philippe Falardeau y su guionista Margaret Nagle de dar una lección de vida que no pierden ni una escena en dejarlo bien claro. 
Porque una sola escena es lo que necesita Una buena mentira para dejar a mucha gente fuera del mundo de un plumazo. De nada servirá retroceder hasta la infancia de esos chicos para mostrar de forma gráfica el modo en que sus familias fueron masacradas por un ejército al que no es necesario ponerle un nombre, porque está claro que son los malos de siempre, una excusa para que los buenos entren en acción. Por eso tampoco importan mucho las especificaciones históricas, porque la guerra de Sudán en los ’80 o cualquier otra dan lo mismo. Lo importante es enseñar al espectador, que está cómodo en su butaca, la suerte que tiene de vivir dentro del mundo y de ver, gracias al cine, lo mal que lo pasa el otro. La película es entonces miserablemente tranquilizadora y los siguientes pasos son de manual. Primero aligera las cosas con algunos pasos de comedia, provistos por la vieja rutina del buen salvaje: los chicos llegan a la civilización y los sorprende que las luces se enciendan tocando un botón, el agua salga de las canillas y otras gracias por el estilo. La frutilla del postre es el anuncio, justo antes de los créditos finales, de que los protagonistas no son actores sino verdaderos refugiados jugando a ficcionalizar lo que antes sufrieron en carne propia. Un recurso muchas veces lícito, pero que aquí pretende hacer pasar al cine por documento histórico, un avatar de la verdad. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

viernes, 5 de diciembre de 2014

CINE - "El hijo buscado", de Daniel Gaglianó: Películas con doble fondo

Recién llegada del 29 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, donde participó de la Competencia Argentina, El hijo buscado, primer largo de ficción de Daniel Gaglianó, representa un intento por hacer un cine decididamente narrativo y hasta con cierta proximidad a los géneros, pero con el interés de referir de manera deliberada a una realidad de profundos alcances sociales. De un modo manifiesto, la película alude a uno de los problemas más complejos y preocupantes de la actualidad, no sólo en la Argentina sino a nivel global: la trata de personas en sus diferentes variantes. Ese vínculo con la realidad se extiende a una ubicación geográfica precisa, trasladando la acción a la provincia de Misiones, uno de los puntos del país en donde la explotación de vientres, el comercio de bebés y el tráfico de mujeres destinadas a la prostitución clandestina son parte de la vida y las preocupaciones cotidianas.
 Partiendo de un lugar que por real y repetido no deja de ser común, El hijo buscado toma como protagonista excluyente a Alvaro, un hombre que luego de fracasar reiteradamente en su intento por adoptar un hijo, viaja a Misiones presionado por su mujer. Ahí tratará de conseguir un hijo de un modo que supone más sencillo que la engorrosa vía legal: comprándolo. Ese viaje a la tierra en donde el país se borronea en la vecindad con el Brasil y el Paraguay, representará para Alvaro, interpretado con la eficacia habitual por Rafael Ferro, un descenso al infierno. Una imagen que no sólo tiene que ver con el contacto que el protagonista iniciará con los bajos fondos y la marginalidad, sino con un clima y un entorno agobiantes que la fotografía de Fernando Lockett se encarga de replicar con precisión. La cámara sigue a Alvaro hasta casi meterse dentro de él, ilustrando las diferentes etapas que el personaje atraviesa en el vaivén ético y moral de su recorrido y, al mismo tiempo, transmite al espectador una sensación de creciente angustia y sofoco. Como en un cuento de Horacio Quiroga, la selva y la conciencia van consumiendo a Alvaro de a poco.
Aunque todo el tiempo acecha el temor de que el relato decante para el lado de la moralina admonitoria, Gaglianó consigue que el suspenso y la trama policial mantengan el equilibrio la mayor parte del tiempo. Pero El hijo buscado es una película que esconde la trampa de un final con doble fondo, que cede al temor de cerrar aquello que en principio resultaba más potente dejar abierto. Es así que el director, quien también se desempeñó como guionista, decide extender el relato con una larga secuencia en la que las cosas se acomodan a la manera de una fábula, impartiendo moralejas y castigos a manos llenas. En el camino pierde la oportunidad de demostrar que la ficción puede ser la herramienta más poderosa y eficiente para aludir a la realidad, escogiendo en cambio debilitar la estructura ficcional en pos de fortalecer el mecanismo aleccionador. De ese modo confirma que cuando los temas se vuelven más importantes que las películas, el primer y gran perjudicado es el cine. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Páginas/12