miércoles, 31 de diciembre de 2014

CINE - "El Hobbitt: La batalla de los cinco ejércitos" (The Hobbit: The battle of the five armies), de Peter Jackson: Épica elástica

Y un día, por fin, a Peter Jackson se le acabó el curro Tolkien. O eso parece, por ahora. Después de haber sorprendido a los fanáticos de la famosa Saga del Anillo reproduciendo de manera obediente los tres libros que la componen, ahora llega La batalla de los cinco ejércitos, la tercera y última parte de su (como siempre) desmesurada adaptación de la novela El Hobbit, un volumen único que el director, pícaro para el negocio, decidió multiplicar por tres. Ya se sabe: todo bicho que camina se convierte en trilogía y las ganancias también se multiplican. De hecho las cinco películas anteriores basadas en la epopeya mítica del escritor británico llevan recaudados casi cinco mil millones de dólares en todo el mundo. Se espera que esta pieza que cierra la serie le haga honor al hiperbólico promedio.
Fiel a la costumbre iniciada por el mismo, La batalla de los cinco ejércitos arranca ahí donde el capítulo anterior había cortado el hilo narrativo de manera abrupta, para continuarlo como si el hiato entre una película y otra no existiera. Un procedimiento anticlimático al que no estaría mal bautizar como filmus interruptus. Es que, tal como ocurriera con los filmes del anillo, Jackson nunca ocultó su intención de que las tres partes funcionen como un largo relato de ocho horas. Dicho recurso permite que el episodio arranque bien arriba, haciendo que al fin tenga lugar la batalla que había quedado pendiente contra Smaug, el dragón que custodia el tesoro de la montaña que los protagonistas vienen buscando. Como siempre, mucho del éxito de la película vuelve a radicar en el despliegue de efectos digitales, herramienta que permite al director lograr proezas inesperadas, como hacer que a los 92 años el gran Christopher Lee ande peleando en escena como si se tratara de la reencarnación de otro Lee, en este caso Bruce Lee. 
Pero más allá de que las dosis de heroísmo y las batallas legendarias se lleven buena parte (la mejor) del capítulo final de El Hobbit, la película trata de otra cosa. Necesita y se esfuerza por dejar claro que quiere tratarse de otra cosa, más profunda, no pudiendo abandonarse al placer simple de la aventura por la aventura misma. Como si creyeran (falsamente) que el espíritu aventurero no es suficiente virtud cinematográfica, sus responsables no pierden ninguna oportunidad de subrayar el mensaje de la obra de Tolkien. Empeñados en destacar la importancia de algunos valores humanos como la lealtad, la tradición, el amor, la amistad y la valentía por encima de la ambición o la avaricia, guionistas y director por momentos se extravían en pasajes de pretendido clasicismo shakespeareano en los que los personajes subrayan con sus parlamentos aquello que la acción pura ya había dejado claro. Será que en el fondo Jackson confía más en las computadoras, que le permiten reproducir al detalle hasta lo irreproducible, que en la antigua nobleza del género épico donde un hecho valía por mil palabras.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

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