jueves, 19 de febrero de 2015

CINE - "Kingsman, el servicio secreto" (Kingsman: Secret Service), de Matthew Vaughn: Un juego entre Bond y Bourne

En la historia de las películas de agentes secretos y, mejor todavía, en la de sus héroes, hay personajes que marcaron un antes y un después, convirtiéndose en paradigmas estéticos que signaron el modo en que el cine fue modificando su forma de entender el género. Algunos, muy pocos, alcanzaron un importante status simbólico dentro de la cultura popular. Kingsman, el servicio secreto, de Matthew Vaughn, inspirada en una novela gráfica, no está llamada a convertirse en uno de esas referentes, pero tiene la virtud de permitirse dialogar con ellas sin inhibiciones y de manera inteligente. Mérito no menor que no tiene un fundamento único, sino una serie de razones que le permiten sostenerse como un entretenido juego de espías. 
En primer lugar puede decirse que la película propone un juego cinéfilo interesante: el de oponer y entrelazar a James Bond con Jason Bourne, los dos personajes más influyentes de la historia de las sagas de espionaje, que implican dos formas contrapuestas de abordarlas. Es sabido que el pulcro 007 creado por el novelista inglés Ian Fleming fue la referencia ineludible del género durante casi cuatro décadas, desde su desembarco cinematográfico en el film El satánico Dr. No (1962), con Sean Connery en la piel del agente al servicio de Su Majestad y Ursula Andress inaugurando un largo linaje de chicas Bond. Sus películas nunca apelaron al realismo, sino que más bien se dedicaron a jugar con dos fantasías: la del espionaje como actividad high class y la de la tecnología creativa al servicio de un arsenal tan letal como absurdo. James Bond encarnaba la pretensión de la supremacía occidental durante la guerra fría, frente a una amenaza que era un enigma de la que se conocía muy poco y por eso se la caricaturizaba.
Pero el siglo XXI vino a terminar con la inocencia y los peligros inocuos que en el fondo representaban los villanos ilusorios de Bond. La llegada de Jason Bourne vino a cubrir con su realismo sombrío el mundo del espionaje. No es que la saga que se inaugura con el estreno de Identidad desconocida (2000) sea menos fantasiosa que la serie Bond: su protagonista es el non plus ultra de la invulnerabilidad física y la eficiencia mental. El realismo de la saga no está dado por su héroe, sino que pasa por un críptico escenario geopolítico que de alguna manera vino a predecir el estado del mundo post 11/9/2001. Kingsman se debate entre estas dos tendencias, que reparte entre sus protagonistas: por un lado Harry Hart, un agente muy a la british old school, elegante, seductor, amante del Martini y afecto a los gadgets; por el otro Eggsy Unwin, un adolescente aprisionado entre una vida familiar decadente y las pequeñas delicias de la delincuencia juvenil londinense, que se convierte en aspirante a espía y protegido de Hart. Cuando la película se centra en el primero y su investigación sobre Valentine, un millonario que planea el dominio mundial ofreciendo internet y telefonía gratis para todos, la película juega a Bond; pero cuando gira hacia el entrenamiento de Eggsy, sin perder el tono general, el espíritu Bourne gana algunos puntos.
Pero lejos de mantenerse en la indecisión, Kingsman sabe bien lo que quiere y su director elige recuperar el terreno perdido, inclinando la balanza para el lado 007 de la vida. Valentine, el villano ceceoso que con gracia encarna Samuel L. Jackson, no tiene nada que envidiarle a aquellos a los que suele enfrentar Bond: un representante genuino de esos dementes carismáticos y megalómanos que siempre van acompañados por un adlátere letal y algo absurdo. Sin embargo esa decisión de volver a foja cero la evolución de los héroes del espionaje sea, tal vez, la gran dificultad que enfrente el espectador de Kingsman, que deberá olvidar el oscuro (y falso) realismo Bourne, para permitirse aceptar la propuesta paródica, juguetona y finamente volcada al disparate de la película. Un equipo de dandys ingleses, como Colin Firth, Michael Caine y Mark Strong, todos ellos de probada experiencia en films de espias, sostiene la credibilidad del trabajo de Vaughn. Aunque tal vez pierde más tiempo del necesario en la construcción de sus personajes y en dejar claras las reglas de su propio universo, Kingsman se propone antes como juego de espías que como thriller de espionaje, y su sólida ligereza representa una bienvenida bocanada de aire fresco ante tanta paranoia terrorista convertida en cine.  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

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