viernes, 26 de junio de 2015

CINE - "Reimon", de Rodrigo Moreno: La mirada que construye

Reimon es la tercera película del cineasta argentino Rodrigo Moreno, luego de El custodio, protagonizada por Julio Chávez y premiada en 2006 en el Festival de Berlín, y de Un mundo misterioso, estrenada en 2011. Y tiene un comienzo atípico: antes de dar inicio al relato una serie de placas comparten con el espectador un minucioso reporte de producción en el que se informa el costo total de realización de la película (34 mil dólares), detallando ítem por ítem en qué se gastó el dinero. Quienes fueron los que lo cobraron; qué cantidad de tiempo se invirtió en cada uno de los procesos que involucra hacer una película; quienes aportaron su trabajo sin recibir honorario alguno, a cuenta de lo que la película terminada produzca a partir de su estreno, etc. Tratándose de un film independiente –es decir, sin subsidio alguno por parte del INCAA—, esa decisión conlleva una forma de trasparencia que parece ser a la vez un desafío: ¿cuántas producciones realizadas dentro del sistema están en condiciones de ofrecer abiertamente un detalle tan preciso sin dejar resquicio para sospechas de manejos poco claros? 

Pero ese informe inicial no es sólo eso, sino que es también la prueba de algo que no por evidente resulta obvio: que el cine, como alguna vez ha dicho Lucrecia Martel, es un arte y una forma de expresión pequeñoburguesa. Y películas como Reimon son los mejores ejemplos de eso: ¿quién sino podría disponer de 34 mil dólares y varios años de trabajo no remunerado sin recurrir a los subsidios oficiales para hacer una película como esta, que seguramente no recuperará la inversión realizada? Reimon se hace cargo de esa certeza y ciertamente es ahí desde donde se para a mirar al mundo para contar su historia.

Las primeras escenas parecen construidas como antítesis del informe que abre la película. Al contrario de un asiento contable, se muestra la vida simple de una familia en los suburbios. Una mujer vieja con la piel oscura y curtida descansa al aire libre en una tarde gris, y una buena cantidad de perros comparten con ella esa tranquilidad, como si el mundo fuera realmente un lugar sencillo en el que aquellos 34 mil dólares no tienen ninguna importancia. Un chico se queda mirando a cámara un rato largo y parece que, en efecto, la construcción cinematográfica es un hecho ajeno a su realidad, una mirada que siempre es potestad de esos otros que se pueden dar el lujo de ver y narrar a través de las cámaras.

Ese es el mundo de Ramona, una chica del conurbano que realiza trabajos domésticos para familias de clase media alta y a la que un par de jóvenes estudiantes que la emplean apodaron Reimon, con ese cariño paternal y condescendiente de quien se siente por encima. Es a ella a quien la cámara registra de forma insistente en su vida cotidiana, a quien sigue en su viajes de ida y vuelta en tren hasta Constitución, puerta de entrada al Sur borgeano; en el recorrido por las casas en donde trabaja; mientras saca a pasear a su perro por el barrio; cuando se desnuda para meterse en la cama al terminar el día. Para la película, Ramona es un objeto curioso al que no puede dejar de observar. Una mirada que vale 34 mil dólares.

Tal vez por eso la película, en su movimiento menos natural y más explícito, pone a los dos estudiantes/patrones a leer fragmentos de El Capital de Karl Marx, un gesto innecesario por hacer políticamente gráfico un contraste que ya era cinematográficamente político. Un contraste evidente en la inversión especular que se da entre la vida simple y activa de Ramona y los departamentos enormes y vacíos en donde trabaja, en los que su presencia es casi la de un fantasma. O en el carácter fantasmal que esos dos estudiantes tienen en el mundo real, ese por el que transita la verdadera Ramona y en el que Reimon es apenas una ficción creada por la mirada siempre ajena de los otros.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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