viernes, 26 de junio de 2015

CINE - "Reimon", de Rodrigo Moreno: La mirada que construye

Reimon es la tercera película del cineasta argentino Rodrigo Moreno, luego de El custodio, protagonizada por Julio Chávez y premiada en 2006 en el Festival de Berlín, y de Un mundo misterioso, estrenada en 2011. Y tiene un comienzo atípico: antes de dar inicio al relato una serie de placas comparten con el espectador un minucioso reporte de producción en el que se informa el costo total de realización de la película (34 mil dólares), detallando ítem por ítem en qué se gastó el dinero. Quienes fueron los que lo cobraron; qué cantidad de tiempo se invirtió en cada uno de los procesos que involucra hacer una película; quienes aportaron su trabajo sin recibir honorario alguno, a cuenta de lo que la película terminada produzca a partir de su estreno, etc. Tratándose de un film independiente –es decir, sin subsidio alguno por parte del INCAA—, esa decisión conlleva una forma de trasparencia que parece ser a la vez un desafío: ¿cuántas producciones realizadas dentro del sistema están en condiciones de ofrecer abiertamente un detalle tan preciso sin dejar resquicio para sospechas de manejos poco claros? 

Pero ese informe inicial no es sólo eso, sino que es también la prueba de algo que no por evidente resulta obvio: que el cine, como alguna vez ha dicho Lucrecia Martel, es un arte y una forma de expresión pequeñoburguesa. Y películas como Reimon son los mejores ejemplos de eso: ¿quién sino podría disponer de 34 mil dólares y varios años de trabajo no remunerado sin recurrir a los subsidios oficiales para hacer una película como esta, que seguramente no recuperará la inversión realizada? Reimon se hace cargo de esa certeza y ciertamente es ahí desde donde se para a mirar al mundo para contar su historia.

Las primeras escenas parecen construidas como antítesis del informe que abre la película. Al contrario de un asiento contable, se muestra la vida simple de una familia en los suburbios. Una mujer vieja con la piel oscura y curtida descansa al aire libre en una tarde gris, y una buena cantidad de perros comparten con ella esa tranquilidad, como si el mundo fuera realmente un lugar sencillo en el que aquellos 34 mil dólares no tienen ninguna importancia. Un chico se queda mirando a cámara un rato largo y parece que, en efecto, la construcción cinematográfica es un hecho ajeno a su realidad, una mirada que siempre es potestad de esos otros que se pueden dar el lujo de ver y narrar a través de las cámaras.

Ese es el mundo de Ramona, una chica del conurbano que realiza trabajos domésticos para familias de clase media alta y a la que un par de jóvenes estudiantes que la emplean apodaron Reimon, con ese cariño paternal y condescendiente de quien se siente por encima. Es a ella a quien la cámara registra de forma insistente en su vida cotidiana, a quien sigue en su viajes de ida y vuelta en tren hasta Constitución, puerta de entrada al Sur borgeano; en el recorrido por las casas en donde trabaja; mientras saca a pasear a su perro por el barrio; cuando se desnuda para meterse en la cama al terminar el día. Para la película, Ramona es un objeto curioso al que no puede dejar de observar. Una mirada que vale 34 mil dólares.

Tal vez por eso la película, en su movimiento menos natural y más explícito, pone a los dos estudiantes/patrones a leer fragmentos de El Capital de Karl Marx, un gesto innecesario por hacer políticamente gráfico un contraste que ya era cinematográficamente político. Un contraste evidente en la inversión especular que se da entre la vida simple y activa de Ramona y los departamentos enormes y vacíos en donde trabaja, en los que su presencia es casi la de un fantasma. O en el carácter fantasmal que esos dos estudiantes tienen en el mundo real, ese por el que transita la verdadera Ramona y en el que Reimon es apenas una ficción creada por la mirada siempre ajena de los otros.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Lugares oscuros" (Dark Places), de Gilles Paquet-Brenner: Lado B del Sueño Americano

Thriller policial de esos que son difíciles de contar, Lugares oscuros tiene una ventaja: Charlize Theron. La actriz sudafricana que viene de brillar en la nueva versión de Mad Max –que a poco de su estreno y a pesar de las excelentes críticas ya fue dada de baja de las carteleras porteñas– da nuevas muestras de por qué es una de las estrellas de Hollywood más versátiles de la actualidad. Rodeada de un elenco que reúne estrellitas en ascenso, como la no menos talentosa Chloë Grace Moretz y Nicholas Hoult; figuritas de moda de la televisión como Christina Hendricks, la pelirroja sensual de Mad Men y un batallón de buenos secundarios, Theron es un sol en torno del cual no sólo orbitan sus compañeros, sino también la trama. O al menos buena parte de ella, porque el film propone una forma de relato compuesto por capas temporales y múltiples puntos de vista, que son los que justamente dificultan la tarea de entregar una sinopsis acotada.
La historia de Libby Day, el personaje de Theron, se desarrolla en dos partes. Una durante su infancia en una granja de Kansas a mediados de la década del ’80, cuando su madre y sus dos hermanas mayores son asesinadas brutalmente en un crimen de ribetes satanistas por el que su hermano Ben, fanático del heavy metal, es condenado a prisión perpetua. La otra en la actualidad, en donde ella vive de la caridad de desconocidos que desde niña le envían dinero, apiadados por su condición de sobreviviente. Pero un día su abogado le avisa que ya no le quedan dinero ni caridad para seguir viviendo de su tragedia personal y le entrega una última carta. En ella, un club de fanáticos de crímenes famosos le ofrece dinero a cambio de participar de sus reuniones y contar una vez más su historia. Los miembros del club no creen que Ben sea el verdadero culpable del crimen y a partir de eso la parca Libby deberá desandar el camino de su pasado en busca de reconstruir una memoria que tal vez no sea más que una ficción.
Más allá de las vueltas de tuerca que resultarán más o menos previsibles para el espectador entrenado en este tipo de intrigas sombrías, Lugares oscuros ofrece el atractivo de un retrato poco frecuente de Estados Unidos. Algo así como el lado B del Sueño Americano y una mirada muy crítica del período en que gobernó Ronald Reagan. Una época signada por una suerte de neopuritanismo, en la que el heavy metal era el mismo demonio (se llegó a enjuiciar a la banda Judas Priest como instigadora del suicidio de un fanático y Tipper Gore, esposa del luego vicepresidente de Bill Clinton, Al Gore, encabezaba agrupaciones que militaban en contra del rock en general y del metal en particular). Pero también de una coyuntura ultraliberal que se cargaba los sueños (y la vida) de muchas familias de trabajadores agrícolas. Algo que, hablando de heavy metal, cuenta muy bien y en primera persona Dave Mustaine, líder del grupo Megadeth, en su canción “Forclosure of a Dream”. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

miércoles, 24 de junio de 2015

CINE - "Vampiraje. Crónica de una contaminación anunciada", de Lauro Campos: Una historia argentina llena de vampiros

"En la alta baranda de un barco que cruza el océano, dos hombres luchan con el revolucionario de mayo.
-¡Quieto! 
-¡No! 
-¡Quieto, digo! ¡Que te calles, perro! 
-¡Dejadme! 
-¡Que no! ¡Que en el Plata pronto han de saber que hemos terminado contigo, basura! ¡Bebe de una vez! 
-¡No! 
-¡Bebe, maldito! 
-¡Ah! 
Luego de forzarlo a beber, del gemido y la caída sobre la madera de la cubierta, el silencio. Un tercer hombre pregunta si está hecho. La respuesta es afirmativa. Es una pena. Se ha tenido que apresurar el trámite por órdenes recibidas desde el Plata. Y el trabajo que ha tenido que llevarse a cabo ha sido un trabajo sucio. Y habrá una recompensa por eso.
Los planes eran otros. Los planes eran simplemente escoltarlo hasta altamar. Y en alta mar el barco se cruzaría con un barco europeo que transportaría a quien solucionaría definitivamente la situación. Un pasajero de lujo. El conde Alucard, conocido vampiro de Transilvania. El se encargaría de trasladar al prócer de mayo al mundo de las tinieblas."

De esta manera comienza el cuento “Exceso de agua potable”, encargado de abrir el libro Vampiraje. Crónica de una contaminación anunciada, una colección de relatos en la que el escritor rosarino Lauro Campos se encarga de releer la historia argentina a través del filtro del popular mito. En ese primer cuento, en donde lo que se recrea es la muerte de Mariano Moreno, siempre sospechada de asesinato, a bordo de la fragata inglesa Fame, Campos deja bien claras las reglas del juego y el lugar que comenzarán a ocupar los vampiros dentro del contexto particular de nuestra historia. Que es el lugar de quienes de a poco comienzan a apoderarse del relato histórico, para hacerlo coincidir con determinados intereses que nunca son “los de la Patria”, un detalle que se hace explícito en el subtítulo del libro. De ahí a hacer coincidir a la figura del vampiro con la clásica imagen del “chupasangre”, referida esta última a aquellas personas que, como los parásitos, se dedican a vivir del esfuerzo y la energía ajena, apenas hay un paso. 
Así, Campos va de Moreno a las tertulias de Mariquita Sánche de Thompson, y de ahí a la poco conocida pero escalofriante figura de Fortunata García, esposa y madre de dos gobernadores unitarios de Tucumán, pasando por el romance de Camila O’Gorman y el padre Ladislao o los últimos días José de San Martín en Boulogne-Sur-Mer. Para cumplir con la tarea de reescribir la historia, Campos también se permite algunos recursos que potencian el efecto buscado, como el humor o diferentes anacronismos que le permiten a algunos personajes históricos mirar el canal TN o leer a Lanata, del mismo modo en que el Padre de la Patria tiene como ama de llaves a Catita, entrañable creación de la enorme Niní Marshall. 
 “La idea surge de una premisa que es muy mía, y que vengo manejando desde hace muchos años desde el humor”, explica Campos antes de entrar en detalle. “Creo que en determinado momento de la historia del mundo, un ser de las tinieblas comenzó a tener una vida normal dentro de la civilización de los mortales y así se fue generalizando esta contaminación que llevó al mundo conocido a practicar esto de chupar la sangre al prójimo mientras se lo violaba, si era posible, que es la esencia del vampirismo. Esto de la violación te lo diría de otra manera si no fuera tan antiguo y mayo”, aclara con picardía el escritor. Sin embargo aclara que no hubo un criterio específico más allá del interés personal en determinados episodios históricos a la hora de vertebrar esta versión vampírica de la historia argentina. “Según mis hijos soy una persona sin criterio”, bromea Campos y sigue. “Elegí esos personajes porque me fascinaron y porque de alguna manera, al ser principalmente dramaturgo, cuando elijo personajes los veo inmediatamente interpretados por actores y actrices. En este caso, al ser personajes históricos argentinos, los he imaginado encarnados por nuestras figuras del cine nacional. Ha sido maravilloso imaginar a Fortunata García en la piel de Zully Moreno, por ejemplo.” 
Tal vez por esa falta de programa se explique la ausencia del peronismo en el libro. Sobre todo teniendo en cuenta que dentro del mismo hay hechos y presencias que parecen ideales para ser releídos desde el vampirismo, como el embalsamamiento de Evita o la figura de López Rega. Campos no tiene una explicación para esa ausencia, aunque enseguida se entusiasma con la idea, imaginando un segundo volumen de cuentos. Pero aprovecha para manifestar su “desilusión inevitable hacia la desnaturalización del peronismo”, que de alguna manera confiesa en el anteúltimo y breve cuento sobre los hijos de Martín Fierro. “Pero en verdad, al ser un humorista y al ser esta suerte de vacilaciones en la interpretación de la palabra de Perón a lo largo de la historia algo que vivo con inevitable dolor, tal vez esta circunstancia me impidió ahondar en el tema”, redondea. “Es lógico que, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado en la historia del peronismo, el narrador del libro, que hace humor y que se ríe de sí mismo y con la gente, se apartara del tema frente a lo que le hacía daño.”
Aunque la metáfora de leer literalmente el vampirismo mítico como vampirismo social en clave lucha de clases no es nueva (llegando a atar la supervivencia de la clase alta al rito vampírico de manera explícita en el cuento “La historia de Tía Camila”: “papá, después de beber la sangre de varios empleados de la fábrica”), Vampiraje consigue algunos efectos novedosos al hacer foco sobre la oposición de unitarios contra federales. “No adhiero a doctrinas basadas en la lucha de clases. Lo que señalás es algo que desde una postura política sensata, y basada en el bien común, pareciera lo correcto. Pero en verdad no es algo que se desprenda de mi postura filosófica frente a lo social, frente a la vida”, se apresura Campos a aclarar. Sin embargo también deja abierta la posibilidad de que el vampirismo fuera en realidad un instrumento que no se encuentra atado a una única clase social, sino que se trata de una herramienta válida para todos una vez desatada las luchas por el poder. Eso consta en el final del cuento “Who are they?”, en el que una institutriz le explica a dos niños bien que “así como Yrigoyen chupaba la sangre de ustedes” la llegada de Uriburu volverá a poner las cosas en su lugar. “Esto es exactamente lo que pienso, pero en cualquier momento, no a partir de una lucha de clases. A partir de cualquier circunstancia en que pueda aparecer, en cualquier estamento social, un atisbo de dominación o poder”, termina por acordar, satisfecho, el escritor. 
En el libro también se aborda otras versiones del mito, como la figura del vampiro gótico y romántico apenas anterior al Drácula de Stoker, más cercano al espíritu de aquella noche que reunió a al matrimonio Shelly con lord Bayron y Polidori en Suiza, y que Campos parece aprovechar en el cuento “El triangulo”, protagonizado por el dúo suicida de Quiroga y Storni, junto a Salvadora Onrubia, esposa de Natalio Botana. Sin embargo vuelve a resultar curiosa otra ausencia, la de Lugones, otro suicida famoso, amigo de los dos primeros. “Es que ese cuento no tiene que ver con suicidas, porque no creo que el suicidio tenga que ver con el vampirismo. Preferí meter a Salvadora, que era íntima amiga de Alfonsina (quien fue enterrada primariamente en el panteón de los Botana), porque me pareció más divertido que esa mujer que había viajado tanto, que tan cerca había estado del poder, fuera la heredera de la receta del licor con que muere Horacio Quiroga.” 
Otro detalle que llama la atención es el uso reiterado de los anacronismos, recurso que le permite al autor reunir en un mismo plano temporal a personajes muy distantes entre sí en la línea histórica. Herramienta que aprovecha con humor, como en el caso del cuento en que Mariquita Sánchez se guardan de no perder la línea para “que las futuras figuritas de Billiken no sean impiadosas” con ella. “En la presentación de mi libro en Rosario mi amigo Pepe Donati expresó que tales circunstancias habían aliviado ciertas tensiones matinales cuando comenzó a leer el libro. A mí me divierte mucho el anacronismo y creo que a muchas personas también les resulta un buen chiste. Unir a esa mucamita argentina llamada Niní con José de San Martín en sus últimos momentos y hacerla utilizar la forma o la manera “canalle” que utilizaba Niní Marshall, resulta simplemente de mi condición de comediógrafo y creo que ese cuento es uno de los más divertidos del libro”, reconoce Campos. “Todos los personajes de mis cuentos, de alguna manera, piensan de manera premonitoria en lo que será el futuro de ellos en un mundo distinto, porque al ser vampiros, permanecerán por siempre.” 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.

viernes, 19 de junio de 2015

CINE - "Bajo un mismo cielo" (Aloha), de Cameron Crowe: Para mirar con el cuerpo

A veces lo mejor para hablar de una película es dejar en un segundo plano el aparato analítico y permitir que sean las emociones las que se hagan cargo de resolver el problema, porque el cine no se trata sólo de estructuras narrativas, de técnicas fotográficas, de niveles textuales o del uso más o menos virtuoso de las herramientas cinematográficas. El cine también es una máquina emotiva y como tal no siempre alcanza con saber qué se piensa de una película, que en general es lo más fácil de hacer, sino que es necesario intentar conectarse con ella desde un lugar menos formal, más íntimo. En esos casos sólo se necesita prestarle atención al cuerpo al terminar la proyección para entender de qué se trata el asunto. Quien haya disfrutado del cine siendo chico sabrá cómo es la cosa: salir de ver Rocky y sentir el pecho más ancho, que la boca se tuerce un poco y que el amor no siempre es la chica más linda del mundo. Hay películas que se le meten a uno por la piel y provocan que ocurra el milagro de hacer desear que el mundo fuera como el cine. Algo así pasa con Bajo el mismo cielo, el nuevo trabajo de Cameron Crowe, una película en la que para hablar de lo que se piensa conviene no desatender lo qué se siente. No hacerlo equivale a perderse no sólo lo mejor del film, sino lo más interesante del cine de este director talentoso e irregular, capaz de construir películas fallidas como Un zoológico en casa (2011), como de crear verdaderas maravillas, por ejemplo Casi famosos (2000), pero siempre apostando por contar desde el lado sensible. O casi siempre: también dirigió Vanilla Sky
Como en sus mejores trabajos, en Bajo un mismo cielo Crowe otra vez habla de amor. Pero no sólo de su variante romántica, sino que lo aborda desde varios flancos de manera simultánea para contar la historia de Brian Gilcrest (Bradley Cooper), una celebridad militar medio caída en desgracia que regresa a Hawaii, donde alguna vez supo no sólo construir lo mejor de su carrera, sino donde ha quedado una parte importante de su vida. O tal vez convenga decir: donde él la ha dejado, porque ahí está Tracy, una antigua novia con la que rompió para darle prioridad a su carrera. Ahora Tracy (Rachel McAdams) está casada y tiene dos hijos, pero su presencia se convertirá para Brian en una especie de agujero de gusano emotivo que lo conecta con aquel pasado que él se empeña en asumir como una etapa superada. Pero en ese pequeño paraíso en medio del océano Pacífico del que los Estados Unidos han sabido apoderarse, también lo esperan nuevos desafíos. Que por un lado son laborales (Brian llega para participar del lanzamiento de un poderoso satélite de comunicaciones privado en el que el ejército tiene una extraña participación), pero también personales. Porque allá conocerá a la joven teniente Allison Ng (Emma Stone), con quien, a pesar de las rispideces iniciales, acabará forjando un vínculo no exento de idas y de vueltas.
Lo interesante de Bajo un mismo cielo pasa más por la forma en que Crowe construye los vínculos entre sus personajes, que por la historia en la cual los hace interactuar, apenas una fatalidad necesaria para poder reunirlos. Detenerse en lo anecdótico de la historia obliga a impugnar cierto empeño del director (y guionista) por apelar a una buena cantidad de elementos ligados al realismo mágico, que representan lo más flojo dentro del relato. Conviene concentrarse entonces en la forma en que el director va tensando o aflojando las cuerdas de una red dinámica que entrelaza a una vasta galería de grandes personajes, cada uno con sus atractivos. Personajes que Crowe utiliza al modo clásico, asignándoles roles arquetípicos: el empresario malo y seductor interpretado por Bill Murray; el general tan rígido y cascarrabias como noble de Alec Baldwin; el breve pero efectivo comic relief a cargo de Danny McBride; el líder de las tribus aborígenes que reclaman el fin del colonialismo en Hawaii ocupando el rol del buen salvaje; o el tan parco como expresivo marido de Tracy interpretado por John Krasinski, que se presenta como la némesis del protagonista pero que quizá resulte ser otra cosa.
En medio de tantos personajes interpretados con precisión por un elenco sólido y una banda sonora que hace gala del buen gusto con que el director musicaliza todos sus trabajos, Crowe consigue que lo aparentemente imposible resulte verosímil. Que un padre ausente salve el vínculo con una hija desconocida sólo con un abrazo; que un hombre pueda amar a dos mujeres sin que en ello se juegue misoginia alguna; que los diálogos más poderosos de la película se desarrollen en silencio. Y que el espectador salga agradecido después de ver la película, convencido de que a veces la vida puede y debe parecerse más al cine. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 18 de junio de 2015

CINE - "Hawaii", de Marco Berger: Una mirada distinta desde el molde del cine clásico

Durante todos los jueves de junio y julio en el espacio de cine del Centro Cultural de la Cooperación se proyecta Hawaii, nueva película de Marco Berger, uno de los nombres más personales de su generación. Una consideración que va más allá de la valoración particular que pueda hacerse de cada una de sus películas, porque alude a la calidad narrativa que este director ha demostrado y, sobre todo, a la coherencia que puede comprobarse dentro de su obra. Es que Berger ha conseguido con esta y sus dos películas anteriores –la comedia Plan B y el oscuro drama Ausente- formalizar una mirada que tiene su mayor virtud en la capacidad de permitirle al espectador adueñarse de un punto de vista que se aparta de las narrativas clásicas y hegemónicas dentro de la industria del cine. Pero, ¿de que tratan las historias que cuenta Berger? ¿Cuál es esa mirada nueva a la que puede accederse a través de sus películas? Empecemos por revelar de qué se trata Hawaii.
Martín vuelve a su pueblo en busca del hogar y la familia que alguna vez tuvo, pero no encuentra a nadie. En la calle y sin trabajo comienza a hacer changas para sobrevivir, hasta que se reencuentra con Eugenio, amigo de la infancia que está pasando el verano en una quinta de la zona. Las diferencias entre ambos son notables, sobre todo las económicas, pero el reencuentro vuelve a hacer surgir esa amistad que la infancia se llevó. Sin embargo hay algo más que los une pero que ellos mismos no terminan de asumir: se gustan. Martín y Eugenio son gays y sobre esa temática Berger ha construido una obra. Igual que en sus trabajos anteriores, Hawaii trabaja sobre los moldes clásicos de los géneros cinematográficos, en este caso el drama romántico, y consigue poner patas arriba las convenciones de la narrativa heterosexual, valiéndose de las herramientas del cine comercial. Ser espectador de Hawaii representa para el espectador hétero la inusual posibilidad de ver al mundo, aunque sea por un rato, con los ojos de ese otro al que por tanto tiempo se discriminó y a quien aún se discrimina de muchas formas.
Para Berger las cosas son de otra manera. “No creo que el centro de Hawaii sea lo gay sino el desamparo, el prejuicio de clase, el amor”, afirma el director, a quien se le ha marcado que sus personajes viven la sexualidad con culpa o de manera conflictiva. “Justamente en Hawaii no creo que creo que esto sea así”, vuelve a discrepar. “Me parece que en esta película la culpa reside en la relación de poder que tiene uno sobre otro y que el deseo se puede confundir con abuso de poder”, amplía.

-En tus películas está presente la idea de lo prohibido en relación a la homosexualidad. En una actualidad donde tantos derechos han sido conquistados, ¿puede decirse que tus películas representan la mirada de la generación anterior?
-Claramente, porque soy de otra generación. No puedo dejar de estar impregnado de mi pasado, de mi adolescencia y de lo difícil que era ser gay cuando era chico. Recuerdo que para la mirada de mi niñez era algo tan malo que yo muchas noches, con trece años, me prometía a mí mismo esconderlo siempre, como si fuese una especie de maldición que no debía ser descubierta. También creo que la libertad de la que hablás es una libertad enmarcada en un grupo social. Seguramente nadie se horrorice porque vayan dos chicos abrazados o se besen en medio de Palermo, pero si nos imaginamos la misma situación en la estación de tren de San Justo o en la plaza central de Resistencia en Chaco, seguramente sea bastante diferente. Además aunque dos chicos se besen en medio de Palermo, siguen llamando la atención. Si se besan un chico y una chica son invisibles, en cambio si se besan dos personas del mismo sexo puede ser que nadie diga nada, pero todavía es algo, por lo menos, que atrae la mirada de la gente".  

-Atendiendo a la coherencia temática de tu trabajo, parece haber una búsqueda por construir una obra dedicada a pensar una mirada cinematográfica que permita ver el mundo de manera contrapuesta a la mirada del mercado que es siempre heterosexual. ¿No tenés miedo a encasillarte?
-Ningún miedo. Cada vez me importa menos. La gente que vio mis películas sabe lo que hago y si viene a ver otras será porque le gustaron las anteriores. Lo gracioso, de hecho, es que muchos espectadores (siempre heterosexuales) no les gusta que mi cine se considere gay porque ellos sienten que van a ver una película y lo gay lo ven como circunstancial. Les interesan mis historias y la forma en que las cuento. Todo el tiempo recibo mensajes que gente que siente que alguien los representa. Si mis historias cambiaran y fuesen entre hombres y mujeres, seguramente serian igual que estas pero conformarían a la heteronormatividad imperante.  
-Si en algo son exitosas tus películas es en esa capacidad de permitir al espectador heterosexual una subjetiva gay del mundo. ¿Cuánto tienen que ver con el éxito en ese punto tu trabajo con los géneros?
 -Hoy por hoy creo que mis películas gustan pero no creo que sean un éxito. El éxito se puede medir con varias varas. En cuanto a la recepción del público, críticas y festivales, podría decirse que son un éxito; pero en cuanto a los números sigue siendo muy dificil llegar, con este tipo de películas independientes, al publico en general.  
-Cuando Hawaii se estrenó en Bafici, yo critiqué lo que para mí es el exceso de una estética de erotismo clase B a la hora de construir tus historias, algo que creo que ocurre por apoyarte en las herramientas narrativas del cine clásico. 
 -Recuerdo eso y recuerdo que me dolió bastante. Soy muy seguidor de las críticas y siempre siento que aprendo un montón. Me gusta que alguien me marque determinadas cosas y poder sentarme a pensar sobre eso. Sin embargo tu crítica me había dolido porque decías que yo era una especie de Taratuto del cine gay. Me había dolido porque la diferencia entre Taratuto y yo era abismal, él trabaja con famosos y llena salas de cine de la mano de Suar y Peretti, cuando mis películas, en ese momento, solo habían sido estrenadas en Malba. Desde ese lugar me parecía bastante injusta la comparación. Por otro lado se criticaban los lugares comunes y el erotismo de clase B (asociado por mí a lo berreta). Creo que ahí no se entendía que claramente quería trabajar y darle una relectura a los arquetipos.  
-Cuando hablé de éxito no me referí a lo comercial, sino a un éxito de tu trabajo como narrador cinematográfico. Y lo mismo digo en cuanto a la comparación con Taratuto, donde de ninguna manera se trata de poner en pie de igualdad los medios económicos con los que cada uno cuenta ni del éxito comercial de sus películas y las tuyas , sino de una comparación estrictamente temática. Taratuto era conocido por sus películas basadas en el clásico “chico conoce chica”, y de alguna manera las tuyas se apoyan en una idea análoga en la que “chico conoce chico”.  
-Si mis películas son un éxito porque ofrecen una mirada diferente y funcionan, estoy contento. Por eso también aclaré que el éxito se puede medir con varas diferentes. Seguramente desde mi ego muchas veces malinterpreto criticas porque me siento expuesto o juzgado. Pensá que los directores hacemos cine y los críticos escriben sobre las películas, pero los directores pocas veces podemos opinar públicamente sobre las críticas o defender nuestro punto de vista. 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.

CINE - "La patota", de Santiago Mitre: Tan lejos, tan cerca

No es difícil hablar de La patota, segundo largometraje de Santiago Mitre después de El estudiante (2011), sin hacer referencias profundas a su carácter de reescritura de la película homónima de 1960. Sin embargo hacerlo resulta interesante y oportuno por varias razones. Primero porque la original es un clásico dirigido por uno de los directores clásicos del cine nacional, Daniel Tinayre, y protagonizada por una de las pocas divas que dio nuestro cine, Mirtha Legrand. Luego, porque los temas que la película abordaba 55 años atrás de manera increíblemente explícita siguen siendo, más que nunca, los temas del día. Para confirmar esa urgencia temática basta recordar que el estreno de esta película, en la que la violación de la protagonista por parte de varios hombres y su posterior embarazo ocupan el centro dramático, se da a dos semanas de la multitudinaria marcha que, bajo el lema Ni Una Menos, convocó a miles de personas para manifestarse en contra de la violencia contra las mujeres. Pero también desde lo cinematográfico, porque el propio Mitre y Mariano Llinás, su coguionista, se han encargado de explicitar el diálogo entre las dos películas, haciendo que muchos de los detalles de esta nueva versión funcionen como respuestas o reacciones a lo que la original proponía no sólo desde lo temático, sino también en términos de puesta en escena.
Para empezar es inevitable mencionar que ambos relatos y la conducta de sus protagonistas se sostienen en un fondo no sólo religioso, sino eminentemente católico, que en la película de Tinayre era manifiesto: la cita inicial del Evangelio en la que Cristo invita a perdonar setenta veces siete es el indicio más notable, pero hay muchos más. Aunque las referencias más gráficas fueron expurgadas en la versión de Mitre, hay al menos dos que no pudieron eludirse. La más evidente es el carácter de fábula cristiana de la historia, en la que Paulina, una profesora de zonas carenciadas violada por sus alumnos, asume por propia voluntad el rol de cordero que se ofrece a sí mismo en sacrificio, para purgar con su sufrimiento los pecados de la humanidad. Porque lo que la protagonista se propone cargando con el dolor del ultraje y el embarazo indeseado que se niega a interrumpir, no es otra cosa que un intento por compensar las inequidades e iniquidades de un sistema que empuja de la pobreza a la marginalidad y de ahí al delito. Pero tampoco se ha podido evitar un detalle mucho más sutil: las múltiples cruces conformadas por las vigas y columnas que constituyen la estructura del ominoso edificio en construcción en donde tiene lugar la violación, que le dan a la escena y al escenario su carácter de calvario. Un elemento simbólico que en la película de Tinayre aparecía con más claridad, apoyado por la presencia espectral de unas estatuas que parecían sacadas de un cementerio, y que ha conseguido colarse por entre los estrictos filtros laicos puestos en acción para esta versión modelo 2015.
Otro cambio interesante es la profesión desde la cual Paulina llega a su vocación de docente de emergencia. Si en la original lo hacía como profesora para dar clases de filosofía, en la nueva lo hace como abogada para enseñar educación cívica. Ese cambio de la filosofía al derecho opera también en el punto de vista que las películas asumen en el planteo de sus temas. Así, en la de 1960 desigualdad y justicia eran abordadas en tanto ideas y de ese modo todo conflicto era pasible de racionalizarse. La actitud de Paulina de salvar a sus agresores pasaba por una cuestión ética (la dicotomía del bien y el mal), que hacía posible la redención de los criminales / pecadores y un final feliz para todos, permitiendo que quienes causaban el problema fueran parte de la solución. En la nueva la discusión pasa por el derecho antes que por la justicia. “Cuando hay pobres la justicia no busca la verdad, sino culpables”, dice Paulina a su padre juez (Dolores Fonzi y Oscar Martínez, notables ambos) y esa mirada desde el derecho vuelve a la discusión más concreta, acorde a los tiempos que corren, y permite articular el relato en un círculo de víctimas contra víctimas. El derecho a la igualdad de condiciones; el de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos; el de la vida para los chicos por nacer o el de la sociedad de juzgar a quien transgrede sus normas son algunas discusiones que la película abre pero no cierra.
Las escenas finales son paradigmáticas respecto del cambio de punto de vista que una y otra película han elegido. En la de Tinayre los agresores caminan a la madrugada ya libres de culpa; la cámara fija los toma de espaldas mientras se alejan bajo un puente y se pierden en la luz al otro lado, una clara alegoría de redención que sostiene el color cristiano de todo el film. En las antípodas, en La Patota de Mitre la que camina es Paulina. La cámara se mueve delante de ella cerrándole el paso, tomándola de frente en un plano medio cada vez más apretado que nunca permite al espectador saber hacia dónde va. Mientras tanto cae la tarde y la escena se va poniendo cada vez más oscura. Cada uno puede elegir una de las muchas alegorías que tienen lugar en esa representación que cierra la historia. 
Previo a eso, Mitre se empeña en repetir el discutido plano final de El estudiante, poniendo en escena una elegante declaración de principios. Pero no es lo único que se reitera dentro de la obra del director. El tratamiento que da sobre todo a la escena de la violación –gráfico, incómodo y sostenido—, recuerda los excesos en el retrato de la violencia ya vistos en Elefante Blanco, dirigida por Pablo Trapero, sí, pero con guión de Mitre junto a Martín Mauregui y Alejandro Fadel. En ambos casos los directores eligen desconocer la existencia (y el poder) del fuera de campo –algo que un cineasta clásico como Tinayre tuvo la delicadeza no olvidar— para impactar de manera agresiva sobre el espectador, haciendo que el vía crucis de Paulina se convierta, además, en un espectáculo público.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12. 

miércoles, 17 de junio de 2015

CINE - 16º Festival Internacional de Cine de Derechos Humanos: Todas las miradas la mirada

Hay un espacio que desde 1997 reúne de forma cada vez más amplia, pero al mismo tiempo cada vez más certera, distintas actividades destinadas a crear conciencia en torno al fortalecimiento y la toma de conciencia alrededor de los Derechos Humanos. Un espacio construido en torno al cine, pero que no se priva de recurrir al teatro, la fotografía, la música o cualquier iniciativa artística con la convicción de que es posible generar un cambio positivo en la sociedad yendo de lo personal a lo colectivo. Se trata del Festival Internacional de Cine de Derechos Humanos (FICDH), que a partir de hoy y hasta el 24 de junio celebra su decimosexta edición, y que tomando una notable programación cinematográfica como punto de partida ha conseguido erigirse como un hito dentro del calendario cultural de la Argentina.
Aunque su estructura es similar a la de la mayoría de los festivales de cine, el FICDH no ocupa todas sus fuerzas en el diseño de una grilla de películas que se reparten en diferentes competencias y secciones temáticas, sino que en torno a ellas organiza actividades paralelas que complementan y completan el sentido que sus fundadores han querido darle al festival: convertirse en ámbito de debate pero también de acción. En tanto festival de cine, el FICDH cumple con creces con el objetivo de presentar una buena cantidad de películas notables, no sólo por los temas que abordan sino, sobre todo, por su valor artístico. Una recorrida por los títulos que integran la Competencia Oficial alcanza para convencerse de ello: películas como The Look of Silence, de Joshua Oppenheimer, en la que este director texano vuelve a mirar las consecuencias de los asesinatos masivos ocurridos en Indonesia entre 1965 y 1966, tema que ya había abordado con maestría en The Act of Killing, pero esta vez a partir de la historia de una familia en particular, articulando un díptico acerca del fascismo como experiencia universal. O el documental The Wnated 18, de Ina Fichman, que utiliza la animación para contar de una forma diferente el conflicto palestino israelí. O la recientemente nominada al Oscar en lengua extranjera Timbuktú, de Abderrahmane Sissako, que narra la crisis religiosa y social de las comunidades árabes y las agrupaciones yihadistas. Sobran estos tres botones como muestra.
"Este es el primer festival temático de Derechos Humanos de Latinoamérica", dice Flor Santucho, directora del festival desde hace seis años y programadora desde hace una década. "La iniciativa surgió a partir del regreso desde el exilio de mi padre, Julio Santucho, y en un principio se trataba específicamente sobre los temas de la Memoria, la Verdad y la Justicia", amplía. Pero a lo largo de 16 ediciones el FICDH ha ido ampliando su radio de acción. "Ampliamos el concepto, arraigándonos en la memoria activa como centro pero descubriendo que hacía falta que nos cuestionáramos individualmente para la transformación de la sociedad. Tratamos de abordar los Derechos Humanos desde diversas temáticas y así fuimos sumando opciones: miradas de género, diversidad sexual, pueblos originarios, inmigrantes, infancia y juventud. Eso fue necesario para empezar a tratar desde diferentes puntos de vista todos los conflictos que un individuo puede tener en la sociedad o en su entorno, que impida su libre expresión y desarrollo", afirma Santucho.

-¿Cómo se organizan estas temáticas?  
-Invitamos a participar del festival junto al público a organizaciones, actores y comunicadores sociales, para que el momento del debate se convierta en nuestro espacio principal de construcción colectiva. Trabajamos junto a las organizaciones que siguen las diferentes temáticas para que puedan ser abordadas de manera apropiada y exhaustiva. Este año el festival tendrá un foco armenio para conmemorar los 100 años del genocidio, y desde hace muchos meses trabajamos de forma conjunta con la Comisión Nacional Armenia en la selección de películas y el armado de debates. Pero también, por ejemplo, en la puesta de la obra de teatro "La Negación", que vamos a exhibir el 20 de junio en el centro Cultural de la Memoria. La idea de interacción con asociaciones y colectividades es un espacio que queremos que cada individuo o organización se sienta con todo derecho de apropiarse.  
-Dentro del festival hay muchas actividades paralelas que no tienen que ver con el cine y que construyen al festival como un espacio más amplio.  
-Vemos al festival como un espacio de encuentro, crecimiento y hasta de diversión, en donde nuevas formas de arte puedan interactuar para agilizar y desarrollar nuevas formas de empoderamiento y concientización. En este caso el festival invita a toda organización, plataforma o red que consigue generar un nivel de construcción colectiva que empodera a las identidades particulares para que se manifiesten en el marco de esta edición. Para eso incluimos además del cine al teatro, la fotografía, el break dance y otras experiencias.
-¿De qué se trata el Human Rights Tattoo?  
-Es una propuesta que nos llegó a través de la red internacional de festivales de cine de Derechos Humanos en la que muchas personas se tatúan una letra y cuya foto se integra a una página web en donde entre todos componen cada una de las frases de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El proyecto pasó por Europa, África y es la primera vez que llega a Latinoamérica. Nos pareció una buena forma de acercar a un público joven al festival, que a partir de una pequeña participación pueden sentirse implicados en la lucha por los Derechos Humanos.  
-Hablamos de un festival de cine que es algo más grande e inclusivo, para terminar hablando de acciones concretas. ¿Creés que el cine es una herramienta efectiva a la hora de conseguir que un individuo pase de ser espectador a convertirse en actor con un rol social concreto?  
-Creemos que en el momento en el cual se convoca a la persona a participar activamente, se instala dentro de ella una nueva inquietud que lleva con más facilidad a empatizar con otras historias. A darse cuenta de que todo lo que sucede a nivel individual puede también ser comparado con lo que le sucede a otros, en otras partes del mundo u otros contextos. Esa es la base de la conciencia social respecto de la problemática de Derechos Humanos.

viernes, 12 de junio de 2015

CINE - "Beatles", de Peter Flinth: Superhéroes del rocanroll

Aunque Beatles, del director Peter Flinth, no lo propone, no está mal pensar en la aparición de The Beatles como un acontecimiento sismático, uno de esos que la Historia como ciencia utiliza para marcar los diferentes períodos en los que divide a su objeto de estudio. Así como el Renacimiento junto a la llegada de Colón a América son los hitos que marcan el final de la Edad Media y el comienzo de la modernidad, no sería descabellado pensar en el surgimiento de la banda inglesa como uno de los hechos que, entre otros, marca el último cambio de época dentro del calendario histórico. Sobre ese momento turbulento y revolucionario ocurre la historia dentro de la Historia que se narra en la película de Flinth, que de algún modo tangencial sirve para volver a tomar conciencia de la importancia cultural y el alcance universal que tuvieron los Cuatro Fabulosos de Liverpool. ¿O acaso no es posible pensar a la beatlemanía como el primer caso concreto de lo que hoy se conoce como globalización? Porque aunque lo que se cuenta en Beatles ocurre en 1965 en Oslo, Noruega, lo cierto es que los hechos bien podrían tener lugar, años más, años menos, en Buenos Aires, Johanesburgo o Tokio, sin que los detalles sufrieran mayores variaciones que aquellas, mínimas, obligadas por el color local. 
Kim es un chico de 14 años que junto con sus amigos Ola, Gunnar y Seb deciden crear su propia banda de rock para emular a The Beatles. Ese es el disparador básico del que se sirve la película, basada en una exitosa novela del escritor noruego Lars Sabbye Christensen, para poner en paralelo aquel convulsionado momento histórico, con la eterna revolución que representa la adolescencia en términos individuales para cada persona desde el comienzo de los tiempos. Porque aunque la fábula beatle es lo que recorre todo el relato como fondo temático, la película en realidad no es otra cosa que una nueva versión del mito del fin de la inocencia, que a partir de las figuras de los protagonistas consigue poner en acto las dificultades que representa dejar atrás un mundo ideal, la infancia, para caer de golpe y de lleno en la realidad agridulce de la adultez. Claro, uno de los focos estará puesto en el vínculo que los cuatro chicos comenzarán a tener con las mujeres; las de su edad, con las que comparten la voracidad generacional, pero también con otras más grandes, que ávidamente buscan en algunos de ellos la energía desbordante de los que recién salen al mundo.
Por la combinación de sus temas, Beatles tiene mucho en común con Casi famosos, la extraordinaria película de Cameron Crowe en la que un chico de la misma edad de Kim daba sus primeros pasos como hombre acompañando como cronista a una banda de rock durante una gira. De hecho, tal vez como homenaje, Flinth recrea una de las escenas más recordadas de la película de Crowe, aquella en la que en medio de una fiesta el guitarrista y líder de la banda se sube al techo de una casa bajo el influjo del LSD creyéndose un dios de oro, anécdota clásica que se atribuye a varias estrellas de rocanroll de los ‘60, pero sobre todo a Jimmy Page de Led Zeppelin. Aunque acá el alcohol ocupa el lugar del ácido, lo que corre por detrás de ambas escenas es el mal de amores, esa enfermedad incurable que ha alimentado la obra de tantos artistas de todas las épocas.
Beatles está contada de manera amena y tiene la ventaja de correr con el caballo del comisario en materia de banda sonora (The Beatles son Gardel y no hay Medellín ni cáncer ni Chapman que puedan con su música), pero también es cierto que Flinth elige para narrar un tono entre meloso y melancólico que a veces empalaga un poco. Tono que tiene mucho de aquella nostalgia que Cinema Paradiso hacía supurar en torno al universo del cine y que Giuseppe Tornatore usaba para enhebrar la infancia de su protagonista/ alter ego con la historia de la Italia de posguerra. Las canciones de The Beatles ocupan acá ese lugar de disparador emotivo y Flinth lo subraya colocando manzanitas en algunas escenas claves (debe recordarse que una manzana verde era el logo de Apple, el sello a través del cuál la banda inglesa lanzaba sus discos). Más allá de eso, Beatles es una buena oportunidad para dejarse llenar por el agradable olor del espíritu adolescente sin arrepentirse por haber pagado la entrada.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 11 de junio de 2015

CINE - "La Salada", de Juan Martín Hsu: Argentina es una feria

Construida en torno (y dentro) de la gran feria ubicada en el límite sur de la ciudad de Buenos Aires que le da nombre a la película, una de las mayores virtudes de La Salada, ópera prima del director Juan Martín Hsu, es la de poner en escena el carácter multicultural de la identidad argentina, reuniendo en un relato coral las diferentes historias de un grupo de inmigrantes en un país de inmigrantes. Pero esta vez no se trata de las clásicas historias de italianos y españoles (pero también rusos, alemanes, árabes o judíos) que alguna vez descendieron de los barcos con una mano atrás y otra adelante a comienzos del siglo XX, sino de otras vinculadas a las corrientes migratorias que tienen lugar en el país un siglo después y que le aportan su influencia al ADN argentino. Algunas de ellas novedosas, como el caudal proveniente de lo más oriental de Asia, como China y Corea; y otras que, lejos de la novedad, representan una continuidad latinoamericana de aquellas corrientes internas que durante el primer peronismo alguien tuvo la ocurrencia de bautizar como aluvión zoológico. 
Ateniéndose a los usos y costumbres del relato coral, en La Salada las paralelas tienden a reunirse. Así, historias mínimas que parecen distantes, aún cuando se desarrollan en el macrocosmos de una feria de dinámica y diseño demenciales, acabarán tocándose de una u otra manera. La de la adolescente Yunjin y su padre, un empresario coreano que maneja un taller textil y varios puestos en la feria, que le impone a ella de modo casi medieval un casamiento con el hijo de otra familia de la colectividad. La de Huang, un joven chino fanático del cine argentino que vende películas truchas, que no termina de acomodarse al horario local para trabajar y dormir al mismo tiempo que su familia en Taiwán y así sentirse un poco menos solo. Y la de Bruno, que con sus 17 años llega junto a su tío desde Bolivia y tiene que adaptarse a un universo extraño que por momentos se parece mucho a una fotocopia borrosa de su propio país. En las tres historias, que son como burbujas suspendidas dentro de la realidad de la Argentina blanca y eurófila, la insatisfacción provoca un extrañamiento que tiene a la búsqueda del amor como punta visible de un témpano que se hunde en las dificultades para encontrar el propio lugar en un mundo por completo ajeno. 
 Así como la película retrata los duros procesos de adaptación cultural de sus personajes, Hsu juega a colocar a su película dentro de un determinado linaje de la cinematografía nacional. Para ello utiliza al personaje de Huang –interpretado por ese buen actor que es Ignacio Huang, coprotagonista de Un cuento Chino junto a Ricardo Darín— para intercalar citas que van de Leonardo Favio a Fabián Bielinsky pasando por Martín Rejtman y que tienen su epítome en Hacerme feriante, gran documental de Julián D’angiolillo sobre la feria La Salada. 
Hsu logra hacer de su película un retrato de muchas dimensiones. Por un lado, a través de la composición de algunos planos replica la complejidad del mundo de la feria, consiguiendo hallar en ella un delicado orden estético. También maneja con habilidad un perfil fotográfico para cada uno de los espacios sociales que integran el relato: luminoso, brillante y hasta kitsch para representar la vida burguesa de la familia coreana; sucio y pringoso al retratar la cotidianeidad de los feriantes y trabajadores. Pero el mayor logro de esa ductilidad en el manejo de la fotografía está dado por la capacidad para hacer confluir ambos espacios, en consonancia con la narración, y construir con ellos un objeto nuevo y único. Confluencia que la banda sonora se encarga de adelantar con pequeños detalles disruptivos, como hacer sonar una especie de Elvis coreano en una discoteca boliviana. De los retratos que es posible encontrar en La Salada, no es menor aquel que permite asimilar la estructura de la feria como metáfora de la Argentina: enorme, caótica, miserable y un poco triste, pero a la vez compleja, plural y siempre en estado de vigilia. Un país que, como afirma uno de los personajes masculinos, es como las mujeres: “ni llorando la vas a entender”, simplemente “hay que quererla”. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 4 de junio de 2015

CINE - "Jessabelle", de Kevin Greutert: Zombies haitianos eran los de antes

El caso de la película Jessabelle, de Kevin Greutert, parece venir a confirmar la vigencia en la Argentina del cine de terror, género del que casi puede decirse que se estrena un nuevo título por semana. Un ritual que en algún momento a comienzos de los años ’80 cumplía la televisión. Por entonces el recordado ciclo Viaje a lo Inesperado proponía una cita semanal con el miedo, con los inolvidables Narciso Ibañez Menta y Nathan Pinzón como anfitriones. El programa fue vital en la formación de cierto rincón (cierto nicho parece una palabra más adecuada para el caso) de la cinefilia actual y en gran medida es responsable del amor incondicional que el espectador argentino parece tener por este tipo de películas. No es gratuita la mención a Viaje a lo inesperado antes de hablar de Jessabelle, en tanto esta y casi todas las películas del género que se estrenan habitualmente en los cines argentinos, comparten un perfil cinematográfico que coincide con aquellas que el programa televisivo ponía al aire los sábados a las 22 por canal 13. Cine con consciencia de clase; de clase B. Y a mucha honra.
De hecho Jessabelle tiene como fondo uno de los temas fetiches de las películas de terror que la televisión nacional tenía por aquellos años: el vudú y su exótico catálogo de monstruos y ceremonias. Un tópico que hacía rato había desaparecido de las producciones de este tipo, ahora empecinadas en contar historias paranormales pseudo reales filmadas con cámaras hogareñas o de fantasmas gritones con todo el pelo en la cara. Como la idea de volver a asustarse con ritos vudús puede resultar un plan atractivo para los nostálgicos ochentosos, es necesario ponerlos sobre aviso: no esperen encontrar en Jessabelle ni los clásicos zombies haitianos de ojos blancos ni muñequitos de trapo atravesados por alfileres. Acá la cosa pasa menos por ese tipo de atractivas fantasías y más por recursos de lo más prosaicos, como animales degollados, velas rojas y altares al costado del camino. Nada que el culto al Gauchito Gil no haya vuelto una cosa cotidiana.
Del mismo modo, la película vuelve a insistir con las fórmulas, redondeando apenas una nueva película de fantasmas parecida a cualquiera de las otras que llegan todos los jueves. Y aunque es posible contar durante el relato algunas escenas de alto impacto, también es cierto que esa cuenta no va más allá de dos o tres. En la superficie narrativa vuelven a quedar algunos miedos simbólicamente obvios, como aquellos de orden racial, en este caso con un espíritu negro que vuelve para reclamar lo que un blanco ha tomado como propio. En ese sentido dan más miedo las noticias de los excesos policiales contra la población negra que, como las películas de terror, también llegan una vez por semana desde los Estados Unidos, aunque tampoco hace falta irse tan lejos para asustarse con eso.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Abzurdah", Daniela Goggi: Quedarse en el síntoma

Basada en un best seller local en el que la autora relata su experiencia bulímica durante la adolescencia, Abzurdah, de la directora Daniela Goggi, es una de película que puede compararse a un puñado de arena: contundente, áspera y abundante al comenzar, pero que a medida que el relato avanza no puede evitar escurrirse de a poco entre los dedos. No deja de causar sorpresa que sus defectos más notorios vengan de donde menos se los espera y que ahí donde el prejuicio hacía suponer que aparecerían los tornillos flojos, sin embargo la cosa resulte mejor de lo imaginado.
Como se ha dicho, el primer acto de la película consigue presentar un escenario perturbador que es capaz de incomodar con algo parecido a un thriller. Cielo (Eugenia “China” Suárez) cursa los últimos años del secundario y ya a finales de los ’90 conoce los secretos del flirteo a través de foros y grupos de chateo, en donde se hace llamar Abzurdah. En ese incipiente universo virtual es seducida por un chico que resulta ser un hombre diez años mayor (Esteban Lamothe), con el que enseguida comienza una relación amorosa. La combinación entre dos padres que de algún modo representan a la pequeña burguesía menemista, incapaces de controlar a una hija caprichosa que todo el tiempo se les escapa de las manos, y las habilidades manipuladoras de un hombre que juega al estupro a conciencia, consigue generar un escenario oscuro y ominoso. Avanzando sobre el filo de los límites morales, Abzurdah amenaza con convertirse en un paseo perverso y hubiera sido mejor si se hubiera atrevido a hacerlo, a profundizar el retrato de esa intimidad no exenta de ingredientes siniestros.
En lugar de eso desbarranca en un catálogo de adolescencia explícita (algo así como pornoadolescencia), en donde la bulimia y la autoagresión parecen surgir sino de la nada, al menos de manera artificial. Goggi elige presentar el asunto de forma estetizada, registrando cada vómito, cada herida auto infligida y los intentos de suicidio siempre en primer plano y con puestas en escena “luminosas”, subrayadas por melodías ligeras que tienen algo de naif. Esa opción por lo explícito a la hora de provocar al espectador es una clara muestra de impotencia narrativa para abordar un tema delicado como la bulimia, sin poder ir mucho más allá de la superficie de sus síntomas más inquietantes. El final tranquilizador y repentino pone aún más en evidencia esa voluntad de provocación gratuita y manipulación. 
 La sorpresa, moderada pero sorpresa al fin, viene por el lado del trabajo protagónico de Suárez. Chica de nombre fraguado a fuerza de escandaletes mediáticos más que por su currículum actoral, realiza sin embargo una labor aceptable poniéndole el cuerpo a la perturbada Cielo. Dado el contexto, ese resulta un mérito no menor.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - Entrevista con Pepa Astelarra y Lucas Larriera, directores de "Alunizar": Si la Luna duda le daremos muerte

Si hay un tema por el que a la gente se le da por imaginar conspiraciones ocultas, ese tema es la llegada del hombre a la Luna. Que si realmente hubo alguna vez un hombre allá arriba; que fue un trabajo que le encargó la NASA a Stanley Kubrick luego del éxito de su película 2001: una odisea del espacio estrenada en 1968; que se ocultaron indicios de una antigua civilización selenita y una larga lista de etcéteras. Alcanza con tener un poco de imaginación y dos cucharaditas de paranoia para ponerse desconfiar de cualquiera al que se le ocurra vestirse de astronauta. No resulta extraño que a Pepa Astelarra y Lucas Larriera, dos jóvenes argentinos, se les diera por hacerse una preguntas de esas: ¿qué tal si aquello que la televisión estadounidense transmitió en directo como la llegada del hombre a la Luna fuera un montaje posterior, que sin fraguar el hecho en sí al menos se encargó de mostrar solamente una parte? Que Astelarra y Larriera sean además dos cineastas y guionistas que a partir de esa duda construyeron el documental Alunizar, que puede verse esta semana a las 12 y a las 19 en el Espacio Incaa Km.0 Cine Gaumont, av. Rivadavia 1635, no hace más que sumar una buena dosis de empeño a su voluntad conspiranoica.
Todo empezó con un proyecto anterior de la pareja de directores: recrear de manera verosímil aquel primer paso en la Luna que dio el astronauta Neil Armstrong, capitán de la misión Apollo XI. En el proceso descubrieron que las imágnes usadas en el documental dirigido por el periodista Al Reiner For all mankind, el primero en utilizar imágenes originales del archivo de la NASA, era en realidad un montaje que, según creyeron, reunía el audio de Armstrong sobre la imagen del descenso sobre la superficie lunar de su compañero Buzz Aldrin. 
¿Pero cómo probarlo desde Buenos Aires? “La motivación de recrear el primer paso fue comprobar si era posible generar una copia con el mismo valor de verdad que la imagen original”, revela Astelarra. Larriera agrega que en el camino entendieron que “para darle credibilidad a una imagen no sólo está la imagen en sí misma, sino todos los discursos alrededor de ella". "La idea era viralizar nuestra recreación y que circule entre las reproducciones del alunizaje como una más”, continua la directora y su compañero concluye que para eso tenían que “construir un nivel de persuasión similar al de la época, no en términos de masividad sino en cuanto a los mecanismos por los cuales se construye esa credibilidad en la televisión”. Ambos reconocen que otros documentales que desarrollan otras teorías conspirativas fueron una influencia para empezar a darle forma a Alunizar. “Nos sirvió analizar en qué basan otras teorías, lo que dicen o si tienen un sustento fuerte. La respuesta fue que todas son endebles”, cuenta Larriera. Sabiendo eso admite que “lo más difícil a la hora de hacer una teoría conspirativa siempre tiene que ver con esconder la debilidad”.
En Alunizar el género cosnpirativo convive con una investigación acerca de la forma en que los medios audiovisuales construyen sus relatos buscando impactar de un modo determinado y de provocar reacciones específicas en el público. “Ese juego se afianzó cuando descubrimos que Al Reinert había editado el material de archivo del primer paso del hombre en la luna”, reconoce Astelarra. “Ahí nos fuimos involucrando en algo un poco más amplio en torno a la construcción del acontecimiento como espectáculo”. En ese punto el documental comienza a irse por las ramas, a deambular discursivamente, empezando a meter en la misma bolsa a las misiones lunares con el Cordobazo o las excéntricas ideas de un artista plástico interesado en la ufología. “Siempre tuvimos la intención tanto de desarrollar una perspectiva crítica frente a los discursos audiovisuales contemporáneos, como de jugar con la frontera entre la ficción y el documental”, admite la directora, abriendo un nuevo frente a la hora de pararse frente a un trabajo tan infrecuente como Alunizar. “Quiérase o no, la llegada a la Luna está ligada a lo falso en los medios”, aporta Larriera. “Es como una mentira que sólo puede ser puesta en cuestión por otra mentira. Nos dimos cuenta de que la forma de la película tenía que hacerle frente a esa dificultad.”
Algo borgeano se percibe en la construcción de Alunizar, como si se hubiera tomado una serie de datos reales para mezclarlos sutilemente con elementos que parecen ficcionales y hasta fantásticos, para construir un híbrido que es en realidad un objeto nuevo y único. El efecto que causa es que nunca se termina de saber si se trata de un falso documental o de una pseudo ficción, lo que coloca al espectador en un lugar incómodo. “Nuestra intención es que el espectador tenga una mirada activa y crítica frente a lo que le planteamos como verosímil a lo largo de la película”, dice Astelarra. “Esa mirada crítica tiene que ver con un límite, por decirlo de alguna manera, ético que nos pusimos desde el principio”, agrega su compañero. “La idea fue que en la medida que hubiera una confusión entre lo cierto y lo falso, la película pudiera dejar indicios de esa construcción.”
Los directores atraviesan la película con su pregunta a cuestas, buscando la complicidad de astrónomos, investigadores, escritores, periodistas y patafísicos que puestos todos juntos conforman una fauna ecléctica sobre la que se apoya el principal atractivo de Alunizar. Sin embargo llama la atención el hecho de que intentaran resolver el aparente misterio sin recurrir a fuentes oficiales, lo que vuelve un poco absurda la búsqueda, que se transforma en una pelea contra molinos de viento. Pero buscando apenas un poco, es fácil encontrar en YouTube ese misterioso registro del primer paso perdido de Armstrong en la Luna, que incluso puede verse en el canal oficial del Museo Smithsoniano. “En el 2008, cuando empezamos el proyecto, no circulaba tanto la escena original”, dice Astelarra, quien además reconoce que “una vez que dimos con ella desconfiamos. Lo que nosotros queríamos era la transmisión original”. 
Larriera deja en claro los por qué del camino elegido: “¡Al Reinert era nuestra fuente oficial! Es un periodista, director de un documental en el que sólo se usó material de archivo brindado por la NASA y el hecho de que en For All Mankind estuviera el segundo paso y no el primero fue una revelación para nosotros. Por eso, lo primero que se descarta en la película es la fuente oficial”. Y antes de dar por terminada la charla, el propio Larriera sube la apuesta. “Por otro lado, ¿desde cuándo Youtube es un medio confiable? Lo que nosotros remarcamos es que para haber visto el primer paso en vivo y en directo había que estar el 20 de julio de 1969 viendo televisión. Como eso hoy es imposible, uno se ve forzado a confiar en el material de archivo. Pero, si una imagen puede ser copiada exactamente igual a otra, ¿qué grado de veracidad puede tener el archivo? De nuevo, uno le cree a esa imagen por los discursos alrededor de ella y no por la imagen misma.” 

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.

lunes, 1 de junio de 2015

LIBROS - "Del caminar sobre hielo", de Werner Herzog: El camino de la fe

A veces, muy pocas, alcanza con un primer párrafo para saber todo lo que se necesita de un libro, que son nada más que dos cosas: de qué se trata y si nos va a gustar o no. Eso es lo que ocurre exactamente con Del caminar sobre el hielo, del alemán Werner Herzog, menos conocido por su rol de escritor que como director de películas como Aguirre, la ira de Dios, Fitzcarraldo, un remake de Nosferatu (que, ya se sabe, no es otra cosa que una versión maravillosamente tramposa de Drácula) que llegó a ser casi tan famosa como la original o la reciente La cueva de los sueños olvidados. Ese primer párrafo dice así: “A fines de noviembre de 1974 me llamó un amigo desde París y me dijo que Lotte Eisner estaba muy enferma y que probablemente moriría, a lo que yo dije que eso no podía ser, no en este momento, el cine alemán aún no podía prescindir de ella, no debíamos permitir que eso sucediera. Agarré una campera, una brújula y un bolso con lo estrictamente necesario. Mis botas eran tan sólidas y nuevas que confiaba en ellas. Tomé el camino más recto hacia París, con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie. Además, quería estar a solas conmigo.” 
Este artículo podría o, mejor aún, debería terminar acá, simplemente porque no hay nada mejor que decir de este librito de Herzog, que no es otra cosa que la libreta de apuntes que él mismo llevó durante las tres semanas que le tomo caminar desde Munich hasta la capital francesa, que lo que es dicho con precisión admirable en ese conmovedor cuanto revelador párrafo inicial. No hace falta nada más para que sus potenciales lectores y detractores sepan a cuál de esas dos categorías pertenecen, para que unos salgan corriendo hasta la librería más cercana para conseguirlo y devorarse sus poco más de cien páginas en una tardecita, o para que los otros sigan de largo, pasando las páginas de este diario con indiferencia. Pero, sólo por ese capricho que surge de la emoción, la que genera haber sentido que con sus notas Herzog nos ha llevado consigo a recorrer a pie las campiñas bavaras y galas, a mostrarnos como era la vida cotidiana en esos lugares en los años '70, sólo por eso el siguiente punto no será el punto final.
Lo primero que llama la atención es la anécdota que da origen al relato, esa certeza de Herzog de que una decisión determinada y consciente es capaz de cambiar el curso de la historia que, en principio, parece no dejarlo muy lejos de esos técnicos de fútbol que suponen que usando siempre las mismas medias harán que el destino o la suerte (o Dios) les otorguen el triunfo a sus equipos. Sin embargo las diferencias entre ambas cosas son muchas. Mientras que en el caso del técnico se trata de un intento vano por mantener inalterable una determinada secuencia o estructura, en la creencia de que dicha persistencia redundará de manera inevitable siempre en el mismo resultado, en el caso del cineasta es un sistema mucho más complejo el que sostiene su decisión. En la voluntad de Herzog de ir hasta París convencido de que hacerlo a pie le salvará la vida a su amiga hay razones de orden místico, casi religioso, más cercanas a las ideas de ofrenda y sacrificio que a la superstición o la cábala. Es la misma idea en la se apoyan las peregrinaciones, un ritual que se repite en muchas religiones; la misma que hay detrás de la creencia de que la muerte de un hombre en una cruz es capaz de redimir a la humanidad de sus abominaciones. 
En Del caminar sobre hielo es posible encontrar además notables conexiones con la filmografía del propio Herzog. Sin ir más lejos, ¿no es acaso esa misma fé (o empecinamiento) lo que empuja al protagonista de Fitzcarraldo al intento titánico de izar un barco montaña arriba? ¿No está toda la filmografía de este cineasta extraordinario repleta de personajes que se juegan todo en un viaje, como el vampiro de Nosferatu o el conquistador Aguirre, que además también viaja a pie? ¿O qué son la mayoría de sus documentales sino magníficas bitácoras de viaje? Así se podría seguir enumerando coincidencias entre este Homo Ambulante del libro y sus equivalentes cinematográficos.
Para terminar no está mal saber quién fue Lotte Eisner para comprender mejor las razones que llevaron a Herzog a emprender su pequeña odisea. Eisner fue una de las más destacadas críticas del cine alemán, autora de un libro fundamental como La pantalla diabólica (editado en Argentina por la editorial Cuenco de Plata) y una notable influencia para la rica generación del llamado Nuevo Cine Alemán de la década de 1970, entre quienes se puede contar, además de Herzog, a Reiner Fassbinnder, Volker Schlöndorff, Rosa von Praunheim o Wim Wenders. ¿Pero cuándo murió Eisner? ¿Estaba viva cuando el cineasta llegó caminando a París en diciembre de 1974 o semejante sacrificio fue inútil? Se trata de un dato que puede encontrarse muy fácil en Internet y la verdad es que no importa. Porque más allá de cómo terminan, lo importante en las historias como esta que cuenta Herzog en Del caminar sobre hielo está en ese camino narrado de manera maravillosa.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.