jueves, 30 de junio de 2016

LIBROS - Literatura y Juegos de azar: Escribir puede ser un acto fortuito

Escribir sobre el vínculo entre la literatura y los juegos de azar podría haber sido una tarea rápida: empezar por El jugador, la novela de Dostoievski cuyo protagonista es un ludópata, para acto seguido ensayar una genealogía literaria en la que este tipo de juegos aparezcan como tema. En el intento de comenzar ese recuento, de buscar un origen a esa relación, en algún momento surgió la figura mítica de Edipo, retomada desde el drama por Sófocles en Edipo Rey; en particular la escena en que aquella esfinge que aterrorizaba a todos los viajeros que se dirigían a Tebas le propone al futuro parricida resolver el hoy famoso acertijo, a cambio de perdonarle la vida. Pero enseguida apareció el juicio con la intención de descartar el caso por inapropiado, porque un acertijo es antes un juego de ingenio que de azar.
Sin embargo también es posible pensar en cuánto de azaroso hay en los caminos que toma la razón antes de devenir en ingenio y así algunas certezas ajenas llegaron en auxilio de ese atisbo de idea, como la cita bíblica que Jorge Luis Borges repetía para hablar de la inspiración, aquello de que “el viento sopla donde quiere”. Llevando las cosas un poco más lejos puede postularse que todo acto humano (incluyendo los de creación) nace en la confluencia de cientos, decenas o, para ser más modestos, de unos cuantos hechos de azar ocurriendo simultánea o concatenadamente en el lugar o en la persona indicada. De esa manera el origen de la acción individual e íntima de escribir y, por lo tanto, de las obras que de esa acción se siguieran, no son otra cosa que consecuencias de la constitución azarosa de cada escritor. De sus lecturas, de sus influencias, de sus intereses, que de algún modo, sobre todo durante el período de formación, siempre tienen algo de fortuito o de aleatorio. Y de la arbitraria combinación de todo eso durante el proceso de traspaso de lo virtual a lo concreto, el momento en que una idea es trasladada al plano de la palabra escrita para convertirse al fin en una obra. Es decir que se puede pensar a la literatura como el acto de crear a partir de jugar con todos esos azares que le dan forma a la vida de un escritor.
¿Pero qué pensarán ellos, los escritores, acerca de la posibilidad de que su obra tenga menos de voluntad que de ese juego de azar al que algunos llamarán inspiración y otros destino, pero que quizá no sean sino algunas de las máscaras que utiliza el azar para manifestarse? Para J.P. Zooey, seudónimo con el cual se conoce al autor argentino de los relatos incluidos en el libro Sol artificial y de novelas como Los electrocutados y Te quiero, la literatura puede pensarse como un juego de cartas. Convocado por el Suplemento Literario Télam para contestar esa pregunta, Zooey eligió responder con un texto:
“La creación literaria podría emparentarse con un juego de cartas. No digo naipes, digo cartas porque incluso la carta escrita que recibimos y llega desde lejos puede sugerir, estimular una respuesta de nuestra parte, una correspondencia. Asimismo sucede con el naipe, con el juego de cartas. El azar interviene cuando nos llega una carta del mazo (que en esta comparación sería un hecho contingente, inesperado y al margen del control), que suscita literatura. Si llegan dos cartas más ya tenemos para una mano de truco con principio, nudo y desenlace. El escritor transforma las cartas recibidas por azar en cartas elegidas por su arte y las transmuta en una mano de juego, que es su respuesta. Esta es una transformación que no puede ser muy dirigida ni controlada y cuyo éxito se suele atribuir a la inspiración. Es una transmutación que a mí me suena ligada a la principal actividad dedicada a esa faena, que es la obra de milagro, o la transformación del plomo en oro, o del vino en sangre de Cristo; la transformación del acontecimiento contingente en mano de truco (en narración) está emparentada con la misa, el rito religioso o místico. Me parece que para un escritor el principal palo de los naipes no es la espada del guerrero, ni el basto del trabajador o el oro del comerciante, sino la copa del sacrificio religioso y la embriaguez. Un hecho cualquiera, hasta un cuatro de copas, suele ser mejor para el escritor que un as de espada.”
Pero si Zooey abona a la idea de que el juego de azar termina en el momento en que se reciben las cartas, en cambio Ana María Shua, reina madre del microrrelato en la literatura argentina y autora de más libros de los que caben en esta página, parece resignarse a la figura del amanuense. Al rol del escritor ya no como jugador, sino como pieza dentro del tablero. Ella también prefirió responder escribiendo:
“Un golpe de dados no abolirá el azar, decía/escribía, Mallarmé, el azar que se mezcla y se incorpora a la argamasa de todos los actos humanos, de todos los hechos del universo. La conciencia del azar, como la conciencia de la muerte, nos hace humanos. Y en la historia de un escritor, ¡cuánto y qué loco azar! Ucronías: si no hubiera nacido en Argentina ¿cuáles hubieran sido mis primeras lecturas, en lugar de la colección Robin Hood? Ucronías: si no hubiera sabido sobre el concurso de cuento brevísimo de una revista mexicana, ¿hubiera empezado a escribir microrrelato? Cada uno de mis textos, como cada uno de mis actos, está tramado, entre otros juegos, por el azar. Si así no fuera, es decir, si tuviera control sobre el azar, ¿no sería, cada uno de mis cuentos tan bueno como el mejor de mis cuentos? Y sin embargo, la literatura no es un golpe de dados. Es, al contrario, un supremo esfuerzo por no entregarse a él. Estaría tentada a pensar que cuanto más extenso es un texto menos queda librado al azar y sin embargo. Sin embargo, ¿no se multiplican en la extensión las posibilidades de error, de disparate? Una poesía es un golpe de dados, un cuento es un partido de generala, una novela se parece dilapidar la fortuna familiar en la ruleta. Y el acto de escribir es como una partida de póker; podemos blufear, sabemos qué hacer con las cartas que nos tocaron, pero nunca, aunque juguemos durante años, llegaremos a conocer a fondo al maldito rival.”
Suerte o verdad, parece que en el periodismo, que no es más que otro de los oficios de la escritura, la fatalidad también está al mando. Entonces pueden pensarse peguntas, pero en lugar de las respuestas esperadas recibir dos textos literarios tan oportunos como inesperados, escritos para la ocasión. Al fin y al cabo el azar es el que manda y todo es cuestión de permitirle que juegue a hacer su trabajo.  

Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.

CINE - "Dos tipos peligrosos" (The nice guys), de Shane Black: Como un clásico de los '80

Fórmula de probadísimo éxito y de recurrencia histórica dentro de la comedia, el de las buddy movies –películas en las que dos personajes que encajan en el perfil de “pareja despareja” deben enfrentar juntos el conflicto central de una historia en común que acaba por unirlos— es un subgénero que depende de cuatro elementos fundamentales: un guión sólido que sepa moverse con inteligencia entre las reglas del género y la originalidad; dos actores con carisma; la buena química entre ellos; y un director que maneje con solvencia las tres piezas recién enumeradas. Hay que admitir que esos cuatro elementos también son fundamentales no sólo en las buddy movies si no en cualquier película, pero acá sólo importan en relación a estas y al estreno de Dos tipos peligrosos, en la que los cuatro ítems se cumplen de modo paradigmático. Una forma práctica de continuar sería analizando en orden los puntos expuestos, enumerando sus aciertos, sin embargo en este caso ese orden puede alterar el producto. No sólo porque el primero de los mencionados (el guión) y él último (el director) se encuentran directamente vinculados, en tanto el director, Shane Black, es también uno de los guionistas, sino porque además Black es uno de los pioneros dentro de una de las ramas más populares de las buddy movies.
Las buddy cops (policías compañeros/amigos) son aquellas en las que el dúo protagónico debe resolver un crimen. Esa pareja puede constituirse de muchas maneras, pero por lo general suelen ser un delincuente y un policía, o bien dos policías. En el caso de Dos tipos peligrosos se trata de dos detectives privados a quienes el destino reúne para resolver la desaparición de una incipiente estrella del porno, en plena década de 1970. Cada una de estas combinaciones responde a las películas fundacionales del modelo, que además se convirtieron en dos de los títulos más exitosos de los ’80: 48 horas (Walter Hill, 1984), con Nick Nolte y Eddie Murphy como policía y criminal; y Arma mortal (Richard Donner, 1987), con Mel Gibson y Danny Glover en la piel de dos policías. Esta breve enumeración no viene al caso como mero recuento genealógico, sino porque existe una línea directa que vincula a uno de estos filmes con Dos tipos peligrosos. Ese eslabón es Shane Black, quien comenzó su carrera en Hollywood como guionista de Arma mortal, el gran modelo a seguir dentro del género. En sus siguientes trabajos su filmografía como guionista continuó más o menos por el mismo camino: tanto El último boy scout (Tony Scott, 1991) como El último gran héroe (John McTiernan, 1993) también son, a su manera, buddy cops.
No menos interesante resulta que Dos tipos peligrosos responda a un modelo de cine muy cercano en su factura e intención al producido por el trío Donner-Scott-McTiernan, los directores de aquellos tres guiones de Black antes de convertirse él mismo en director. En ese sentido puede decirse que Dos tipos peligrosos es un film de estética retro por partida doble. Porque si bien su historia está ambientada (muy bien ambientada) en aquellos años ’70 donde el brillo de la música disco se mezclaba con el ambiguo glamour de la explosión industrial del porno post Garganta profunda y los oscuros destellos de la euforia cocainómana –la coca era la moda de entonces—, su matriz narrativa aprieta sus raíces en aquel cine de acción que se hacía en la década de 1980 y que entró en crisis tras la primera mitad de los ‘90.
Por supuesto que la película no tendría forma de plasmar con éxito sus intenciones si, como se dijo, no contara con la colaboración de una pareja protagónica como la que conforman Rusell Crowe junto a Ryan Gosling, que no podía funcionar mejor. La versatilidad de Crowe es conocida y ya se sabe que es capaz de cualquier cosa (en el buen sentido… y en el malo también). Su personaje de hombre sensible y endurecido revela una capacidad para la comedia que pocas veces antes en su prolífica carrera había aparecido con tanta potencia. Y Gosling también responde bien al reto de correrse un poco del rol de galán, para resolver bien el desafío de convertirse en el comic relief. El vínculo entre ambos permite que el humor de Dos tipos peligrosos, que no pocas veces recurre de manera lisa y llana al absurdo, fluya de principio a fin con absoluta naturalidad, sin quitarle peso ni a la acción ni a la trama policial que, por suerte, también tiene mucho de absurda.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "La última ola" (Bølgen), de Roar Uthaug: El cine también puede ser un No-Lugar

El director noruego Roar Uthaug hizo todo bien para ganarse un pasaje a Hollywood. Primero filmó una película de terror (Cold Prey, 2006); después una de fantasía para toda la familia (La montaña mágica, 2009); enseguida una de acción (Escape, 2012); y su trabajo más reciente es La última ola, un exponente clásico del cine catástrofe. De las cuatro, esta es la única que se ha estrenado en Argentina, como seguramente lo hará la próxima, todavía en etapa de pre producción: una nueva versión del popular videojuego Tomb Rider, esta vez con la ascendente Alicia Vikander interpretando a la heroína Lara Croft en lugar de Angelina Jolie, proyecto que representa el primer paso de Uthaug dentro de la industria estadounidense. Un salto a la meca del cine que La última ola justifica de sobra, en tanto en ella demuestra ser un director que maneja con suficiente soltura el estilo y los elementos narrativos típicos del mainstream norteamericano.
Así, por un lado Uthaug demuestra que hoy en día puede rodarse una de estas películas y obtener un buen resultado incluso en cinematografías periféricas como la de Noruega. ¿Pero qué debe entenderse por buen resultado? Se diría que en estos casos alcanza con el hecho de realizar una construcción verosímil del escenario catastrófico y asimilar los tiempos narrativos propios del cine producido por los grandes estudios estadounidenses para ingresar en esa categoría. En ese sentido La última ola, que cuenta la historia de un pueblito turístico de montaña amenazado por un tsunami provocado por un alud, es una buena imitación de películas que en los Estados Unidos se realizan con presupuestos por lo menos 10 veces superiores y ese es realmente un mérito.
La contra de esa habilidad del director noruego es la impersonalidad. Es decir, la capacidad de construir una película que equivale dentro del cine a la categoría de No-Lugar, concepto creado por antropólogo francés Marc Augé (que casualmente pasó por Buenos Aires la semana pasada), para definir a los shoppings, los aeropuertos o las cadenas multinacionales de comida rápida, entre otros (no) lugares. Espacios homogéneos, fríos, vaciados de cualquier rasgo de identidad propia del lugar en el que se encuentran, que se reducen a ser apenas zonas de tránsito y que son idénticos entre sí, sea cual sea el lugar del mundo en que se los encuentre. El estreno local de La última ola acentúa ese carácter de No-Lugar (¿No-Cine?), quitándole a la película su último (único) rastro de identidad: la lengua. Nada menos que eso representa la decisión (que le corresponde al distribuidor internacional y no a sus representantes locales) de estrenarla en una versión que en lugar de ser hablada en noruego, su idioma original, lo hace en una copia doblada al inglés. Un gesto triste para un film que no es bueno ni malo, que puede ser visto hasta con cierto interés, pero al que no se le permite ni el lujo básico de contar con su propia voz (ni con la nuestra). 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

lunes, 27 de junio de 2016

CINE - Terminó el 20º FAM Festival Florianópolis Audiovisual Mercosur: Primeramente, ¡Fora Temer...!

 Foto: Gentileza Daniel Guilhamet
Si algo puede decirse del Festival Florianópolis Audiovisual Mercosur (FAM), es que su alcance excede la experiencia estética de compartir ese cine que no tiene lugar en otra parte. El FAM, que va por su vigésima edición y desde hace algunos años cuenta con el apoyo del Consulado Argentino en Florianópolis, es sobre todo un espacio de expresión comunitaria, en la que una buena parte de los vecinos de esta ciudad (que también es una isla) se sienten libres de manifestarse abiertamente. Una oportunidad pertinente, merced al oscuro momento político que atraviesa nuestro buen amigo gigante, título del nuevo trabajo de Steven Spielberg –todavía no estrenado aquí–, que también sirve para describir a Brasil y su rol dentro de la región.
Eso hicieron durante la gala inaugural del FAM las mil personas que colmaron el auditorio de la Universidad de Santa Catarina, la UFSC (léase Ufsqui, atendiendo a esa juguetona sonoridad del portugués, inesperada para el castellano), interrumpiendo la ceremonia al grito de “¡Fora Temer!", alzando carteles y pancartas que pedían la renuncia inmediata de quien hoy ocupa el lugar que la presidente Dilma Rousseff ganó hace dos años en las urnas. Esa frase, “¡Fora Temer!”, se convirtió en una diatriba que casi todos los artistas invitados repitieron en sus alocuciones y que los espectadores volvieron a hacer suya durante la proyección de los cortos institucionales que antecedían a cada película. Y hasta la propia ciudad pareció tomar esa consigna que es al mismo tiempo una exigencia, haciendo que el mensaje se volviera omnipresente. Son las paredes, sin distinción de barrios, las que gritan “¡Fora temer!”, y las cabinas de los teléfonos públicos y las paradas de los colectivos, e incluso las piedras lisas de las laderas de algunos morros se suman al pedido, en una suerte de eco visual de aquel grito colectivo con que los primeros mil espectadores decidieron enriquecer la apertura de este 20° FAM. Sus autoridades, lejos de pensar al festival como un espacio aséptico de tregua política, admitieron ese acto que, como todos los de su tipo, no tuvo nada de espontáneo ni puede ser considerado un exabrupto, sino una expresión legítima realizada en el ámbito adecuado. Por algo el festival se define a sí mismo como “FAM de todos”.
En coincidencia con ese carácter activo de sus espectadores, la programación del FAM posee la marcada intención de escoger películas que los interpele no sólo desde lo cinematográfico, sino que apuesten a generar discusiones que se extiendan hacia lo político de forma deliberada, abarcando algunos de los temas que forman parte de la agenda social más urgente de la sociedad brasilera. No sorprende que muchos de ellos, como los derechos de la mujer, la violencia de género, la necesidad de mantener viva la memoria histórica, la inclusión social, la búsqueda de una identidad cultural más amplia, coincidan con los intereses y las preocupaciones que también están vigentes acá, en la Argentina. Como punto débil quizá pueda decirse que la mayoría de esas películas, sobre todo las que formaron parte de la muestra documental DocFAM, la sección competitiva más importante del festival, resultan mucho más potentes por su contenido y por su búsqueda que por su forma cinematográfica. De manera previsible, la única de las seis películas en competencia que consiguió articular su búsqueda sin descuidar lo estético y aprovechando de manera amplia las posibilidades del lenguaje cinematográfico, resultó finalmente la ganadora.
Documental colectivo de observación y registro, 5 Vezes Chico - O Velho e sua Gente, de los directores Gustavo Spolidoro, Ana Rieper, Camilo Cavalcante, Eduardo Goldenstein y Eduardo Nunes, comienza con unas escenas subacuáticas en el nacimiento del río Sao Francisco, curso de agua que atraviesa Brasil para desembocar en el Atlántico en la región nordeste, que de algún modo recuerdan a aquellas que Werner Herzog incluyó en Encuentros en el fin del mundo, documental que registra su paso por la Antártida. 5 Vezes Chico está compuesta por las historias que se amontonan sobre las riveras del río y la narración fluye de una a otra como empujada por ese torrente de aguas tranquilas. La deriva de imágenes es el caudal elegido para conectar entre sí a los personajes que los directores encuentran al remontar el río y acaba siendo un viaje cinematográfico mítico y místico que va recogiendo las costumbres y mitos que se originaron en torno de la vida fluvial, aunque en su mayoría se trate de historias narradas en un presente estricto. No deja de sorprender la homogeneidad narrativa, visual y hasta sonora que funde en un mismo relato la identidad de los directores, como si el propio río se hubiera encargado de limar las diferencias que pudiera haber habido entre esas cinco miradas que buscan revelar un Brasil oculto, pero no por eso menos auténtico. Sobre el final, uno de los pescadores que vive en uno de los pueblos ubicados en la región donde el río se reúne con el mar, afirma que el Sao Francisco es un tercer padre, después de los padres del cielo y de la tierra. La imagen de un faro semisumergido que se yergue freudianamente frente a la desembocadura del río, parece confirmar de manera poética esa afirmación y pone fin a un viaje alucinado por el corazón de un país que parece inabarcable.
A Noite Escura da Alma, del bahiano Henrique Dantas, propone una mirada de su país a partir de una pequeña pero determinante modificación de ese lugar común que define a Brasil como un espacio de gente que disfruta de una felicidad eterna, para ver en cambio una tierra arrasada por la felicidad. Desde lo tópico, el film aborda el delicado tema de la represión y la tortura en la ciudad de Bahía por parte del estado durante la última y extensa dictadura militar en este país, en un momento sensible de la historia política brasilera. Dantas consigue generar y sostener un clima agobiante y opresivo a partir de un prolijo trabajo visual y sonoro. Sin embargo acaba excediéndose, en tanto las alegorías utilizadas para retratar de manera oblicua los horrores a los que muchos ciudadanos fueron sometidos, acaban resultando más explícitas que una representación realista, restando potencia a las historias y testimonios que integran el relato.
En A Noite Escura… alguien afirma que “no se entiende a una dictadura por el número de muertes que causó, sino por la forma en que contamina el futuro” y que “La dictadura terminó, pero la tortura ha regresado a los cuarteles policiales, donde todavía se tortura a los más vulnerables.” El documental Central, de Tatiana Sager, parece confirmar esas tesis. “Las cárceles no son para hacer justicia sino que tiene una función punitiva que legitima la venganza”; “El sistema carcelario así como está es barato para el gobierno, pero muy caro para la sociedad”, son algunas de las ideas que surgen de este retrato del presidio de Porto Alegre, considerado el peor de Brasil. Sin caer en efectismos y golpes bajos, Sager da cuenta de la realidad que viven los presos incluyendo escenas grabadas por ellos mismos, pero resulta convencional en sus formas y lenguajes. Aún así es eficaz para exponer el tema y plantear una discusión en torno a él.
La única película argentina en competencia fue Zebras, de Javier Zeballos, que registra la experiencia de un grupo de chicos de un hogar infantil, que en 2014 viajaron a Río de Janeiro para representar a la Argentina en el Mundial de fútbol para chicos de la calle. Zeballos logra captar el espíritu adolescente del grupo y retrata el camino de aprendizaje que sus integrantes realizan partiendo de una injustificada autoconfianza muy cercana a la soberbia, para terminar aceptando cuál es su inesperada realidad. Zebras es efectiva para utilizar al fútbol como metáfora y trazar a partir de él un paralelo con la vida de estos chicos, aunque también es posible que el exceso del registro meramente futbolístico desequilibre por momentos un relato que, sin embargo, resulta grato de compartir.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 24 de junio de 2016

CINE - "Yo antes de tí" (I before you), de Thea Sharrock: Morisquetas y emociones calculadas

Desde que en su obra más famosa Antoine de Saint-Exupery escribiera que “lo esencial es invisible a los ojos”, una multitud de lectores convirtió a la frase en un hito del siglo XX y, tal vez, en piedra fundamental de la literatura de autoayuda. No es objeto de este texto explicar por qué aquella máxima incluida en El principito es falsa. Sin embargo el estreno de Yo antes de ti, de Thea Sharrock, representa una prueba fáctica de que lo esencial es tan tangible y claro como la cáscara que lo recubre. Porque si bien la película amontona en la superficie actuaciones ligeras que alimentan de ternura una historia de amor imposible, una banda sonora siempre intencionada y la aparente valentía de tomarse con humor algunos temas de esos con los que “no se jode”, como la postración de por vida o la eutanasia, bajo ese disfraz de estoica frescura (si es que semejante engendro existiera) se manifiesta un monstruito conservador –sobre todo en lo cinematográfico—, que sólo tiene para aportar una mirada simplista y ramplona de sus temas de fondo.
Y no es que esa esencia se encuentre tan oculta que no pueda ser notada rápidamente. Al contrario, desde el comienzo es posible suponer para dónde irá la película, cuya primera secuencia empieza una mañana de lluvia con una parejita perfecta despidiéndose melosamente en la cama de un departamento de estética ABC1 y termina con él siendo atropellado por una moto al cruzar la calle, apurado por llegar a la oficina, donde lo espera su destino de hombre de negocios joven y prometedor. La película continúa en uno de esos pueblitos del interior de Inglaterra donde todo es más verde que el pasto de Wimbledon. Ahí vive Louise, chica de clase media que para ayudar a su papá desempleado, a su mamá ama de casa y a su hermana, que es madre soltera y estudiante universitaria, se ve obligada a aceptar el trabajo de cuidar al cuadraplégico niño rico accidentado.
Si esta enumeración parece describir un panorama anacrónico, como si la acción transcurriera en 1950 y no en el siglo XXI, qué decir del look de Louise, que combina la estética de póster Pagsa de Cindy Lauper en los ’80, con el estrafalario estilo de Fran Drescher en La niñera. No menos grotesco resulta el tono elegido por Emilia Clarke, la misma de Juego de tronos y la Sarah Connor de Terminator: Génesis, para interpretar a Louise con una sucesión de morisquetas y mohínes que en lugar de resultar cándidos, se vuelven exasperantes. Pero no sólo Clarke sobreactúa, sino que toda la película está estéticamente pasada de rosca, con planos sobrecargados que posan de kitsch y canciones que no sólo subrayan la acción desde lo sonoro sino desde sus letras. Basada en un exitoso best seller romántico, Yo antes de ti es incapaz de disimular su esencial intención de conmover a cualquier precio, aunque nunca vaya más allá de los formalismos de rigor sobre los que se estructuran este tipo de melodramas. Y se declara incompetente a la hora de escoger entre un final triste o feliz, creyendo que al empastar en el mismo lodo a todas las emociones se dejará satisfecho a todo el mundo. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

miércoles, 22 de junio de 2016

CINE - 20° Festival FAM Florianópolis Audioisual Mercosur: Defensores de una mirada

Que un festival de cine haya conseguido construir una historia que lleva veinte ediciones, no es poca cosa. Si además ese festival no cuenta con el respaldo de alguna de esas ciudades que son una marca registrada en sí misma, como pasa con Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, San Pablo o Lima, sólo para hablar de América del Sur, entonces el mérito es mucho mayor. No sólo por lo que cuesta pensar, armar y sostener en el tiempo un evento de este tipo, sino por lo que representa el desafío extra de hacerlo sobre los márgenes. Esos son algunos de los blasones que puede exhibir con orgullo, aún antes de empezar a hablar de cine, un festival como el Florianópolis Audiovisual Mercosur (FAM), que justamente este año llega a su vigésima edición, dejando en claro que la importancia de este tipo de encuentros puede medirse de diferentes maneras. Una de ellas, lejos de la lógica de las alfombras rojas y los brillos por el brillo mismo, es la del valor que un festival adquiere como forma de expresión y herramienta de difusión cultural dentro de su propia comunidad.
Ese parece ser el rol y a la vez el principal objetivo de este 20° FAM, que comenzó este viernes y se extenderá hasta el próximo 24 de junio en esa isla de encantadora placidez provinciana que durante años fue el destino turístico favorito de los argentinos: generar un espacio cuidado para promover aquellas expresiones del cine que son invisibilizadas por la prepotencia con que los productos industriales monopolizan los espacios de proyección. Y a partir de ahí, generar una plataforma que posibilite el ejercicio de ampliar la mirada cinematográfica de los vecinos de la isla. Por eso mismo tampoco resulta extraño que el FAM restrinja su área de interés a la producción del Mercosur y le de prioridad a un género en particular, el documental, de riquísima tradición pero cuyo consumo por parte del público en general suele reducirse al ámbito de la televisión.
La grilla del FAM registra cinco secciones, dos dedicadas a largometrajes, otras dos para cortos y la quita pensada para incluir al público infantil. De las dos primeras, la más importante es la competencia documental, que propone una selección breve de seis largometrajes de una variedad temática amplia, rica y prometedora. Sólo una de esas seis películas en competencia no es de origen brasilero: se trata de la argentina Zebras, del director Javier Zevallos y la elección parece oportuna. Documental que tiene como tema superficial al fútbol, Zebras registra la participación de la selección argentina de ese deporte en la Copa del Mundo de Chicos de la Calle que se realizó en Brasil durante 2014, dos meses antes del comienzo del último Mundial de Fútbol, ese que será recordado por la triste muletilla de “era por abajo, Palacios”. A priori, Zebras no sólo resulta una película prometedora para quienes son fanáticos de cualquier espectáculo en el que dos equipos se enfrentan utilizando los pies en la disputa de una pelota, sino que también genera interés por ver de qué manera el deporte más popular del mundo puede ser entendido ya no como un negocio que mueve millones para muy pocos, sino una herramienta para integrar a los que siempre tienen menos.
Las otras cinco películas en competencia juegan de local. A Noite Escura da Alma, del director Henrique Dantas, es un documental político que aborda lo ocurrido en el estado de Bahía durante la dictadura militar. Y lo hace con un gesto interesante: no echa mano de las imágenes de archivo, el recurso más habitual en este tipo de proyectos. En cambio, fue filmada casi enteramente durante la noche y utilizando el espacio del que fuera el principal centro de tortura de ese estado del norte brasileño. Por su parte, Central, de Tatiana Sager, propone un recorrido por el interior del Presidio Central de Porto Alegre, considerado el peor del Brasil, para conocer las condiciones en la que deben vivir los reclusos ahí destinados. La película promete “escenas impactantes”, “poder ejercido por los propios presos” y “enfrentamiento de facciones”. Habrá que ver si Sager consigue resolver semejante oferta de relato sin incurrir en golpes bajos ni caer en la porno-miseria.
El caso de 5 Vezes Chico - O Velho e sua Gente es distinto. Se trata de cinco textos cinematográficos realizados por cinco directores de estilos diversos, que realizan un recorrido afectivo por cada uno de los cinco estados del nordeste brasileño que atraviesa el rio São Francisco, que por su amplio recorrido es conocido en Brasil como “El río de la unidad nacional”. Cinco recorridos que de alguna manera proponen versiones distintas de una identidad común. También gira en torno a los derechos humanos Olhar de Nise, dirigido por Jorge Oliveira. En él se narra la historia de Nise da Silveira, un joven psiquiatra que al salir de su prisión política en 1946, regresa al hospital donde trabaja en los suburbios de Río de Janeiro y en lugar de resignarse a usar el shock eléctrico como tratamiento adopta la arte-terapia. Los resultados de sus experiencias fueron elogiados por el propio Carl Jung y dieron origen al Museo de las Imágenes del Inconsciente. Por último, completa la grilla de la competencia Ao Som do Chamamé, de Lucas de Barros, documental sobre el origen y la actualidad del chamamé, ese ritmo alegre y popular nacido en la triple frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay a comienzos del siglo XX. Hablado en español y portugués, la película es uno de los dos estrenos que incluye la competencia.
 La segunda sección de largos no es competitiva y tiene sólo carácter de muestra. En ella se incluyen otras tres películas nacionales, dos de ellas ya estrenadas en el país, la calculadamente polémica La patota, de Santiago Mitre, de gran recorrido internacional, y El movimiento, compleja fábula político-histórica de Benjamín Naishtat, con notable actuación de Pablo Cedrón. El tercer film argentino que participa de esta muestra es Zanjas de Francisco Paparella, un western patagónico que ya pasó por el Festival Internacional de Guadalajara y por el Rain Dance Film Festival de Londres, pero que todavía no tiene fecha de estreno local.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 19 de junio de 2016

CINE - "Favio: Crónica de un director", de Alejandro Venturini: Homenaje a Leonardo Favio

Considerado uno de los directores más importantes de la historia del cine argentino, tal vez el más grande de todos, Leonardo Favio será homenajeado por Tiempo Argentino el próximo jueves 23 a las 19 horas con la proyección del documental Favio: Crónica de un director, del cineasta Alejandro Venturini. La actividad, organizada por la cooperativa Por Más Tiempo que integran los trabajadores que editan Tiempo Argentino de manera autogestiva, junto a la productora cultural La Nave de los Sueños, se realizará en el Espacio Tiempo, punto de encuentro artístico y cultural que funciona en la propia redacción del diario, en la calle Amenábar 23.
A menos de cuatro años de su muerte, la figura de Favio, lejos de irse apagando, parece brillar cada vez con más intensidad. Referencia ineludible a la hora de hablar de una cinematografía nacional, su obra se ha convertido en icónica y en una influencia insoslayable para quienes se dedican al arte del cine. Por eso no extraña que un director joven como Venturini haya decidido intentar trazar un retrato cinematográfico de un artista de tamaña importancia. “Mi primer contacto con Favio fue a través de mi viejo porque él, que no es un tipo cinéfilo ni demasiado demostrativo, me cuenta que había ido al cine a ver Juan Moreira en la primera semana de su estreno, antes que fuera un boom, y que se había emocionado. Eso me quedó dando vueltas, pero no fue hasta mí adolescencia que me vi toda su filmografía y quedé completamente fascinado”, cuenta Venturini, ensayando una genealogía para su propio documental.
“Cuando terminé la universidad, Favio estaba con la distribución de Aniceto y yo quería armar un sitio web con entrevistas a directores argentinos, por lo que decidí empezar entrevistándolo a él, que era al que más admiraba. Pensé que no me iba a responder, pero enseguida me llega el mail de su secretaria diciendo que en dos meses iba a poder verlo en su departamento de la calle Pasteur. Esa charla de dos horas quedó registrada en audio, pero el sitio web que estaba armando nunca se concretó y me quedó la entrevista inédita. Sobre ella está basada la estructura el documental”, revela el director.
No caben dudas que intentar abordar una figura de la magnitud de Favio no solamente representa la concreción de un deseo (de un sueño), sino también un desafío no exento de dificultades. “Con el equipo técnico tratamos de no pensar demasiado en la carga que Favio tiene para nosotros y lo que representa para los argentinos, porque eso nos hubiera impedido realizar el documental”, revela Venturini. “Lo que se buscó fue un equilibrio entre tratar de ser fieles a la figura de Favio y su cine, sin dejar de ser fieles a nosotros mismos”. Pero esa doble fidelidad no resulta una operación sencilla, porque Favio es un personaje complejísimo que excede los límites del cine, y resulta difícil abordarlo sin atender su carrera como cantautor popular; su estrecha e histórica vinculación con el peronismo; y su prolífica carrera como actor. Por eso Venturini aclara que “el documental sólo habla de su cine” y que cuando se tocan otros aspectos de su vida siempre es “en relación a su obra cinematográfica, porque todas sus facetas le aportaban algo a sus películas”.
Sin embargo parece complicado despegar el omnipresente perfil político de Favio, sobre todo en un marco histórico en que la política ha vuelto a instalarse como un eje que atraviesa a toda la sociedad de manera transversal. “Para mí la percepción de una película no se relaciona al gobierno que esté al mando, ni siquiera en un documental como éste que trata de un peronista histórico y activo como Leonardo Favio”, reflexiona Venturini. “Sólo un espectador fanatizado, y no lo digo en el buen sentido, puede verse influido por eso. Y la verdad, uno no filma pensando en ese tipo de espectador, porque de alguna forma es como decía Favio: "El cine es dar amor permanentemente".

El documental Favio: Crónica de un director, de Alejandro Venturini, se proyectará el jueves 23 de junio de 2016 a las 19hs., en Espacio Tiempo, ubicado en la sede de Tiempo Argentino, Amenábar 23. Entrada Libre.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 17 de junio de 2016

CINE - "El eslabón podrido", de Valentín Javier Diment: Un exploitation rural

Si a priori el título del tercer trabajo como director de Valentín Javier Diment –los anteriores fueron el documental Parapolicial negro, apuntes para una prehistoria de la Triple A (2010) y La memoria del muerto (2012)— puede sonar feo al oído, como si lo hubiera elegido un cineasta amateur o se tratara del nombre de un cuento de terror publicado en una revista literaria barrial, lo cierto es que El eslabón podrido le calza perfecto al tipo de historia que la película cuenta. Una película que juega entre lo trágico, lo sádico y el humor, aprovechando el formato del relato rural. Porque lo que en ella se cuenta está muy cerca, en tono y contenido, de esas leyendas de campo que alimentan el acervo de las mitologías populares de tierra adentro. En consonancia con esa idea, y aunque muchos detalles dejan claro que los hechos narrados transcurren en un tiempo más o menos actual, la historia imaginada por Diment y su equipo de guionistas bien podría ser una leyenda del siglo XIX, contemporánea del surgimiento de la literatura gauchesca, de la generación del 80 y, por lo tanto, de la fundación de la Argentina moderna.
Precisamente hay algo en ese cuento de pago chico, en el orden que rige el pueblo donde transcurre la historia, que de algún modo cifra el tipo de sociedad sobre la que se construyó aquel (este) país. Un pueblo cuyos hilos son movidos por el cura y los dueños de la cantina, punto de encuentro que durante los días laborables es una fonda, pero que los fines de semana se transforma en burdel. Un pueblo de casas dispersas, con un intendente que no pincha ni corta y cuyos pocos habitantes caben sin amontonarse en la pequeña iglesia del lugar. En ese pueblo vive Raulo, un hombre con un importante retraso mental que trabaja como leñador y que todas las mañanas con su carrito reparte, casa por casa, la madera que los vecinos necesitan para el fuego. No es casual que Raulo parezca un personaje sacado de un cuento de Horacio Quiroga. Hay algo en él, a pesar de su inocencia y de la pena que provoca, que también produce recelo y lo rodea con un halo de peligro, algo que el más argentino de los escritores uruguayos ya había hecho con pulso extraordinario en su conocido cuento “La gallina degollada”. Raulo además es hijo de Ercilia, la curandera, y hermano de Roberta, la prostituta joven del pueblito, que por consejo de su madre se ha acostado con todos los hombres, menos con uno.
Como Quiroga, el director tiene un gran sentido del morbo y se vale de él para construir el clima opresivo de la primera mitad de la película. Pero a diferencia del escritor, Diment también maneja muy bien el humor asociado al morbo, y lo utiliza para provocar pequeñas disrupciones que aligeran el relato sin debilitarlo. No es casual haber señalado que El eslabón podrido juega entre lo trágico y lo sádico, afirmación en la que debe subrayarse el verbo jugar. Porque una vez que la figura de la madre desaparece y su mandato (ese consejo que también es una maldición) se rompe, el relato pasa de la represión a la acción, y a partir de ahí el director se permite hacer un uso lúdico de la violencia. Así, el final no sólo es liberador porque las fuerzas sometidas se desatan, sino porque Diment da inicio a una orgía de escenas truculentas, tanto en lo sexual como en el uso desenfrenado del gore, que por un rato permite pensar que El eslabón podrido es la primera película de exploitation rural. Pero enseguida vienen a la memoria la figura de Armando Bo y algunos de sus trabajos con Isabel Sarli, y entonces queda claro que es en la confluencia de esa filmografía con los cuentos más negros de Quiroga, donde se encuentra la genealogía de este eslabón podrido.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 16 de junio de 2016

CINE - "Buscando a Dory" (Finding Dory), de Andrew Stanton: Aventura de muchos sentidos

Tras su paso en falso en el cine hecho con actores (o live action, acción en vivo, según su designación en inglés), Andrew Stanton vuelve a los dibujos animados. Y lo hace, claro, a través de Pixar, que es algo así como “la casita de los viejos” para él y la media docena de artistas como John Lasseter, Peter Docter, Brad Bird, Lee Unkrich y Dan Scanlon, que a través de esa compañía le dieron forma a la última gran revolución cinematográfica, creando además la filmografía más extraordinaria y regular de los últimos 25 años. Cuatro años después de la fallida John Carter –fallida como adaptación de la novela Una princesa de Marte, de Edgar Rice Burroughs, pero sobre todo fallida como película–, Stanton regresa a esa gran usina de ideas de la cual surgió para filmar Buscando a Dory, segunda parte (o spin off) del que fuera su trabajo consagratorio, la increíble Buscando a Nemo, estrenada en el año 2003.
Si algo demostró Stanton en aquella película y revalidó luego en la no menos lograda Wall-E (2008) y que extrañamente brillaba por su ausencia en John Carter, es una capacidad infrecuente para utilizar el lenguaje cinematográfico para transmitir emociones. Y eso sin despegarse nunca de una estructura narrativa eficiente y construyendo personajes que siendo vulnerables desde lo emotivo, sin embargo no presentaban puntos débiles en su función de piezas necesarias de esa estructura. A partir de la excelencia en el manejo de esas herramientas, ambas películas conseguían el milagro, infrecuente en el cine, de proponer un mensaje claro pero sin subrayados groseros y sin olvidar que en realidad las buenas películas, solo por eso, por ser buenas, tienen el poder, muchas veces incluso a su pesar, de transmitir alguna enseñanza. Buscando a Dory no es la excepción. Stanton sabe lo que quiere contar y no pierde una sola escena en hacer algo que no sea funcional a ese objetivo.
Planteada al principio como un montaje paralelo entre el pasado y el presente de Dory, aquella pescadita que parece salida de un libro de Oliver Sacks, pero que a pesar de los graves problemas con su memoria de corto plazo en la primera película ayudaba al pez payaso Marlín a encontrar a su hijo perdido, Buscando a Dory avanza sin pausa. Lo cual no significa que abrume al espectador ni mucho menos que se desentienda de él, sino que nunca se demora en plantear los conflictos sobre los cuales girará la historia. Tampoco se excede en explicaciones retóricas ni pierde tiempo en presentar a los nuevos personajes, ni permite que ellos abusen de la herramienta del discurso para hacer explícito todo aquello que puede ser expuesto desde la acción. De ese modo se puede decir que Buscando a Dory es una película de acción, no porque pertenezca estrictamente al género de las persecuciones y las prodigiosas coreografías kinéticas (aunque incluye ambas cosas de manera soberbia), sino porque Stanton es consciente de que las acciones son el motor del drama y dirige la película con esa máxima como norte.
Si todos esos méritos no fueran suficientes, en Buscando a Dory no sólo funcionan todos los resortes indispensables en una película de animación contemporánea (esas que nunca se olvidan que los que pagan las entradas son los padres), sino también los de la comedia, el drama y, como ya se dijo, la acción. Y además encaja a la perfección con el sentido que hereda de la primera parte, Buscando a Nemo, complementándose con ella con precisión. Si en aquella toda la aventura de búsqueda que Marlín y Dory emprendían al ir tras el rastro de Nemo no era sino una grata excusa para hablar del valor de las diferencias, de la aceptación de las limitaciones y de los vínculos de padres e hijos, aquí se dan algunos pasos más en la misma dirección, pero un poco más allá. La aceptación de la pérdida, la superación de los propios límites y la complejidad de las familias ensambladas son temas que atraviesan esta nueva aventura, que tampoco se priva de incluir una escena de escape que supera incluso a lo que suelen imaginar la mayoría de los blockbusters en la actualidad. Y se atreve incluso a las bromas cinéfilas, como las reiteradas citas a Aliens, de James Cameron.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 12 de junio de 2016

LIBROS - "El tango", de Jorge Luis Borges: El mito de un baile en las orillas

Como ocurría con Juan Dahlmann, protagonista del cuento “El sur”, Jorge Luis Borges también utiliza su obra como un espejo deformante en el cual proyectaba todas las vidas que no podía, no sabía o no se atrevía a vivir. Vale ese cuento extraordinario como prueba a favor del argumento.
Hay que aclarar que cuando se habla de la obra de Borges no sólo se incluye en ella a sus cuentos, poemas, ensayos y artículos periodísticos, sino también cada diálogo, conversación, entrevista, charla o conferencia que brindó con generosidad a lo largo de una vida dedicada a la literatura. Algo que Adolfo Bioy Casares supo comprender tempranamente, imponiéndose la incomparable tarea de registrar en sus cuadernos-diario las conversaciones que ambos mantenían cada vez que se juntaban. El libro Borges es el resultado de todos esos años de anotaciones y un monumento a la genialidad de su amigo.
Volviendo al tema, así como Dahlmann delira para sí mismo un final épico que lo salve de la deshonra de morir en una cama de hospital, así Borges se fascinaba con las historias heroicas. Por eso en sus charlas aparecen una y otra vez los personajes homéricos, las sagas vikingas y las andanzas de guapos, compadres y compadritos por las orillas de una Buenos Aires donde leyenda y realidad se funden en un relato nuevo que Borges siempre anheló ver convertido en mito de origen nacional. Todo eso vuelve a aparecer en las cuatro conferencias que Borges dio en el año 1965 en un departamento del barrio de Constitución, incluidas ahora en el libro El tango que acaba de publicar primera vez la editorial Sudamericana. La publicación es oportuna, porque coincide con el 30º aniversario de la muerte del escritor. Treinta veces oportuna.
La aparición de textos inéditos es siempre una gran novedad para los lectores de Borges y estos cuatro no son la excepción. Aunque, como se ha dicho, en ellos vuelven a darse cita sus obsesiones temáticas, la genealogía del tango que Borges traza en estos cuatro encuentros pone el acento en la figura del compadre como una continuidad urbana de la del gaucho y, por lo tanto, del tango como una extensión de la gauchesca). En ellas el escritor realiza el camino que lleva al tango de ser una expresión marginal a convertirse en un eufemismo para nombrar a la Argentina.
Así como alguna vez dijo que la gauchesca sólo fue posible a partir de "la mediación de un letrado que imita o recrea la oralidad del gaucho", Borges acierta al atribuir la canonización del tango a la acción de aquellos "niños bien" que lo llevaron a París para legitimarlo y traerlo de vuelta, convertido en danza de salón. Porque como Borges y como Dahlmann, la Argentina también suele necesitar el espejo deformante de la mirada de los otros para aceptarse a sí misma.

Un heredero del linaje tanguero de Borges

 Tal vez Edgardo Cozarinsky sea el último de los escritores que mantuvieron cierta proximidad íntima con el círculo borgeano y su obra es testimonio de esa conexión. En ella se repiten algunos temas que solían aparecer con frecuencia en la del propio Borges: la literatura (y el cine) como espacios vivos; la memoria personal como espejo de lo universal; la búsqueda de una identidad y los rastreos de ella a través de la propia genealogía. Y por supuesto, el tango. Igual que Borges, Cozarinsky tiene una especial obsesión con el tema, aunque para uno y otro signifiquen cosas distintas. Si para el gran escritor argentino el tango y sus personajes constituían una continuidad de la gauchesca, un espacio mítico a partir del cual creía posible construir una mitología y una épica nacional, para Cozarinsky en cambio se trata de una de las entradas secretas al universo que más los fascina: el de la noche. En su libro Milongas, Cozarinsky deja constancia de la pasión con que toda su vida se ha entregado a perseguir el espíritu lúbrico del tango, tentado por la promesa sensual de los cuerpos que se entrelazan entre cortes y quebradas con la complicidad de las sombras.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 10 de junio de 2016

CINE - "El conjuro 2" (The Conjuring 2), de James Wan: Sustos viejos (pero efectivos)

Segunda parte de la que amenaza con convertirse en la saga de terror más exitosa de la década, El conjuro 2, de James Wan, vuelve a mostrar por qué algunos aciertos convirtieron al original en un clásico instantáneo, luego de su estreno hace tres años. También es cierto que en el camino se ha perdido algo del encanto que tenía aquel original. Ambientada en los años ‘70, ambas películas intentan reeditar el estilo y la estética que muchas de las películas más populares del género construyeron en aquella época. Es posible que la mayoría de quienes acudan a ver esta secuela salgan muy conformes; sin embargo las diferencias entre ambas películas son muchas, tantas como sus reiteraciones.
Entre estas últimas se puede mencionar el hecho de que el guión pone otra vez a Ed y Lorraine Warren, un matrimonio de investigadores dedicados a lo paranormal, frente a un caso en el que una familia es acosada por espíritus violentos, como ocurría en la anterior. Primer lugar común que la secuela pone en evidencia: la utilización de chicos como víctimas de lo sobrenatural permite generar una empatía muy alta, porque coloca a cada espectador frente al recuerdo de sus propios miedos infantiles. ¿O quién no le tuvo miedo a la oscuridad, a los relámpagos y los truenos, a los ruidos durante la noche o a una puerta que se cierra sola, aunque claramente sea el viento el que la empuja? Si el protagonista es un chico, el efectismo se potencia, y si los chicos son varios, mucho mejor. James Wan le saca el jugo al recurso, pero es cierto que lo viene usando en casi todas sus películas (ver también la saga La noche del demonio).
Gran parte del éxito en la apropiación de una estética de terror “setentista” de El conjuro tenía que ver con el “homenaje” que Wan hacía a muchos de aquellos films. Homenajes explícitos, como la pelota empujada por nadie que baja por una escalera, recurso tomado de Al final de la escalera (The Changeling, Peter Medak, 1980). Golpe de efecto que Wan vuelve a pedir prestado en esta segunda parte, usando un camioncito de juguete en lugar de la clásica pelota (y un pasillo en lugar de la escalera). En este punto vale la pena incluir una posible máxima del cine, creada ad-hoc para el caso: “Usar una vez es homenaje; usar dos veces es un insulto a la cinefilia del espectador”. Algo similar hace Wan con la famosa escena de El exorcista, en la que el padre Karras se pega un susto bárbaro (y todo el público con él) cuando su teléfono empieza a sonar en el momento en que está escuchando una de esas grabaciones demoníacas. La escena, el modo en que el personaje se sobresalta y la forma en que el personaje va hacia el teléfono, son replicadas por Wan. Otro homenaje, claro.
Otro recurso reiterado es el de la leyenda “basado en hechos reales”, que en este caso es apropiada. La película recrea un caso muy famoso de la historia de lo paranormal, conocido como The Enfield Poltergeist, ocurrido en los suburbios de Londres en el invierno de 1977, sobre el que se realizó el documental Interview with a Poltergeist (Nick Freand Jones, 2007) y una serie de televisión (The Enfield Haunting, 2015, protagonizada por Timothy Spall). En YouTube puede verse el informe original de la BBC (The Enfield Poltergeist Nationwide Special), en la que las dos hermanas adolescentes de la familia afectada se aguantan la risa como pueden, mientras la más chica intenta hacerle creer a todo el Reino que un espíritu habla a través de ella.
Por otra parte El conjuro 2 se aleja de los clásicos cuando comienza a reiterarse en el uso de otros recursos más propios del género en la actualidad, punto en el que vuelve a tropezar con el lugar común o el “homenaje”, esta vez a sus contemporáneos. Como lugar común se puede mencionar a una de las criaturas macabras que habitan el film, una especie de Marilyn Manson en toda regla, mientras que otro de esos monstruos (The Crooked Man, quien no sería raro que en los próximos años tuviera su propia película, como ya ocurrió con la muñeca que aparecía en el primer episodio de la saga, Anabelle ), presenta no pocos puntos de contacto con el monstruo de la película australiana The Babadook (Jennifer Kent, 2014). Más allá de todas estas posibles conexiones, también debe reconocerse que Wan es muy hábil para obtener muchos beneficios de cada uno de estos resortes. Con todo, aunque no sea original y su estructura narrativa esté organizada como una cadena de “sketches” de terror, es innegable que El conjuro 2 está muy por encima de la mayoría de las películas del género que suelen estrenarse. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 9 de junio de 2016

CINE - "Il nome del figlio", de Francesca Archibugi: Desborde a la italiana

El drama disfrazado de comedia (o al revés) es una especialidad del cine italiano, tal vez porque la identidad italiana está de alguna manera ligada a ese tipo de desborde en los extremos, que le permite pasar de la risa al llanto en lo que se tarda de ir de la cocina al comedor. En ese sentido Il Nome del figlio, de Francesca Archibugi, es muy italiana, cargada de personajes expansivos, verborrágicos, susceptibles, que todo el tiempo están diciendo lo que sienten casi sin filtro o, por el contrario, escondiéndolo muy bien, para que cuando finalmente se animen a confesarlo la cosa termine en escándalo sin que nada ni nadie lo pueda evitar.
Ese es un buen resumen de lo que corre por detrás de esta historia de cuatro amigos de la infancia que rondan los 50 y que una noche veraniega se juntan a cenar. Debe aclararse que se trata de unos 50 juveniles, bien al uso actual, como demanda esta modernidad en la que la adolescencia parece extenderse hasta justo antes de que empiecen a aparecer los primeros síntomas de la demencia senil. Cuatro cincuentones que tratan de seguir viviendo como si la juventud ya no fuera un recuerdo. Uno de ellos, Paolo, casado con una escritora muchos años menor con la que esperan su primer hijo, viene a contarles a los demás que la ecografía confirmó que se trata de un varón y que ya decidieron con qué nombre lo van a bautizar: Benito. Aunque trate de convencerlos que es en honor a Benito Cereno, el libro de Herman Melville, a los otros tres (entre losque está su propia hermana) se les hace imposible que la figura de Mussolini no se les venga a la memoria con la sola mención del nombre. A partir de ahí una serie de equívocos comienza a hacer que algunas verdades que han estado ocultas por años comiencen a salir a la luz.  
Il nome del figlio es tal cual como se la intuye: un poco excesiva, un poco costumbrista, un poco sobreactuada y, sobre todo, un poco teatral. Un poco bastante, carácter que sin dudas se debe a la adaptación algo fallida de la obra de teatro Le prènom, de Alexandre de la Patellière y Matthieu Delaporte, en la que el film está inspirado. Fallida menos por la circunscripción escénica casi absoluta a un par de escenarios interiores, que por la falta de habilidad para evitar que los personajes se dediquen a declamar antes que a conversar por las imposiciones de un guión demasiado rígido. Y cuando los diálogos se convierten en una jaula, entonces no alcanzan ni la simpatía de Paolo, encarnado por Alessandro Gassman (hijo de Vittorio), ni la contenida actuación de Rocco Papapleo para sacar a toda la historia de esa sensación de clausura, de espacio cerrado al vacío y de algún modo desconectado de la realidad, que tiene esta historia que transmite la sensación de estar más preocupada por parecer italiana que por, fatalmente, serlo. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

lunes, 6 de junio de 2016

CINE - "Crespo", de Eduardo Crespo: Viaje al interior (de un padre)

Un director de cine regresa a un pueblo en la provincia de Entre Ríos para buscar los rastros de su padre, un hombre que creció y vivió ahí, y filmar un documental. Pero en el camino la película se convierte también en un viaje introspectivo en el que la memoria comienza a fluir de manera tan libre como arbitraria. Entonces el relato se bifurca para contar también otras historias: la del propio director; la del pueblo en cuestión; las de otros personajes que empiezan a aparecer a medida que la línea narrativa original comienza a difuminarse. Luego de la apretada sinopsis anterior, muchos lectores tal vez crean que acá hay un error y que esta crítica ya la leyeron, que se trata de una película estrenada hace algunos años. Y si se toman un rato para hacer memoria en una de esas recuerden un título, Carta a un padre, y el nombre de otro director, Edgardo Cozarinsky.
Efectivamente los puntos de partida de esa película y de Crespo, segundo trabajo de Eduardo Crespo, son muy similares. Porque en efecto Crespo, el director, igual que Cozarinsky, regresa al pueblo de su padre en la provincia más austral de la Mesopotamia argentina, que también se llama Crespo, para tratar de recuperar o conservar la figura de su padre y convertir la memoria en cine. Ambos pueblos, Crespo y Villa Clara (la colonia judía donde nació el padre de Cozarinsky), se encuentran separados por algo menos de 160 km. Como se ve, las dos películas parecen estar bastante más próximas que eso, a pesar de que en muchos aspectos la distancia entre ellas sea variable. Porque si bien comparten muchas herramientas cinematográficas y narrativas, los modos, el oficio y la habilidad que ambos directores demuestran en su manejo son sensiblemente distintas.
Eduardo Crespo enumera al principio de su relato un pentálogo a partir del cual se decidió a filmar esta película. La intrusión de un hacker que borró todo el contenido de su cuenta de correo electrónico; un accidente en el que casi pierde la vida ahogado en el mar, del que fue rescatado por un amigo; su primer viaje a Europa para trabajar y conocer a su familia; el robo de su computadora y las cámaras donde guardaba todas las fotos familiares, no bien regresó a la Argentina tras ese viaje; y la muerte de Eduardo Crespo padre. En relación a este último punto, Crespo revela un detalle definitivo: que justo antes de morir su padre le había pedido que lo ayudara en un documental sobre su pueblo y la avicultura. Porque su padre era veterinario y Crespo, la capital nacional de la cría de aves de corral. En ese proyecto trabajaban cuando la muerte llegó para ocuparse de sus asuntos.
Crespo confiesa que la película es un intento por comprimir en una hora todo aquello que la debilidad de la memoria irá perdiendo con el paso del tiempo. “Registrar todo lo que se diluye para poder convivir en paz con el olvido”, dice el director y ese será el tono elegido para que su propia voz en off vaya guiando el relato. Un tono que muchas veces acierta en el color poético y en los climas intimistas que se crean a partir de él, pero que otras veces suena recargado, al límite de traspasar la frontera de lo pretencioso. Afortunadamente esos excesos son esporádicos y Crespo consigue mantenerlos bajo control, acierto que le permite sostener un vínculo empático con el espectador durante la mayor parte de la proyección.
Pero además de ese tono íntimo y de las pinceladas poéticas, hay otra herramienta, fundamental para el lenguaje del cine, que Crespo consigue manejar con éxito: el montaje. A partir de él construye una continuidad falsamente azarosa partiendo de una multitud de imágenes y referencias distantes y dispersas. El director trabaja bien algunos efectos de montaje, consiguiendo algunos logros, como esa secuencia en la que el recorrido por la casa paterna comienza de noche en la puerta de entrada y los primeros cuartos, para terminar yendo de una habitación a la otra a plena luz del día. O la secuencia final, en la que presente y pasado se funden de manera sutil. El gran acierto de ese hábil montaje consiste en replicar de alguna manera la forma en que la memoria suele trabajar, reuniendo muchas veces retazos dispersos –fotografías; cajones y cajas de memorabilia familiar; el retrato de otros personajes de Crespo; películas domésticas ajenas filmadas en súper 8; los dos o tres monumentos que convierten al pueblo en un universo inabarcable—, para convertirlos en un objeto nuevo, el recuerdo, que no representa necesariamente un reflejo de la realidad. Con ese simple, pero nunca sencillo procedimiento, Crespo consigue que lo efímero se vuelva modestamente trascendente en apenas 60 minutos. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 5 de junio de 2016

LIBROS - "Relatos Reunidos", de Griselda Gambaro: "En la actualidad sufrimos una opresión que está disimulada en el discurso"

Es difícil que alguien, cualquiera, pudiera decir que Griselda Gambaro no tiene el prestigio que se merece. Amplia y largamente celebrada como dramaturga a partir de textos teatrales como Antígona furiosa o La señora Macbeth, en los que no le teme a tomar como punto de partida a algunos de los clásicos fundamentales de la dramaturgia universal, sin embargo no es verdad que Gambaro haya recibido el reconocimiento que realmente se le debe. Y es que más allá de su celebrada obra teatral, esta autora nacida en el barrio de Barracas el 24 de julio de 1928 tiene también una amplia y extraordinaria bibliografía en prosa, genero en el que curiosamente comenzó a publicar, en el año 1953.
 Con al menos una decena de novelas publicadas, entre ellas la poderosa Una felicidad con menos pena, su segunda incursión en el género, premiada con una mención en el concurso de novela Primera Plana, publicada en 1967 y reeditada hace algunos años la editorial Norma, o la novela juvenil Los dos Giménez (2010); y unos cuantos libros de cuentos y relatos, como Madrigal en la ciudad (1963, Premio del Fondo Nacional de las Artes), El desatino (1965, Premio Emecé), o Lo mejor que se tiene (1998, Premio Academia Argentina de Letras de Narrativa), Gambaro es sin dudas una de las prosistas más relevantes del panorama literario actual en la Argentina. Pero a pesar de eso y de lo prolífico de su obra como novelista o cuentista, habitualmente se la sigue destacando casi exclusivamente por su labor teatral.
Para comenzar a detener la reiteración de ese olvido, resulta una iniciativa bienvenida que la editorial Alfaguara haya publicado hace apenas unos meses sus Relatos Reunidos, un volumen que si bien no contiene la totalidad de su producción dentro de ese género, al menos agrupa dentro del mismo objeto literario algunos de sus mejores trabajos. “Siempre he escrito cuentos, alternando con la novela y el teatro, aunque sé que se me conoce más por la dramaturgia”, admite Gambaro. “Algunos de estos cuentos reunidos los he escrito hace tiempo. Algunos han sido publicados anteriormente, pero otros no y me pareció oportuno incluirlos a todos, junto a los que integraron el libro Lo mejor que se tiene y a los tres últimos, que son un poquito más largos. Pero de todos ellos los únicos cuentos que anteriormente se han publicado en forma de libro son los incluidos en Lo mejor que se tiene, que en aquel momento recibió el premio de la Fundación El Libro", concluye la autora.  

-¿Y por qué Cuentos Reunidos y no cuentos completos? ¿Qué es lo que falta para pasar de un adjetivo al otro? 
-¿Pero qué? ¿Se supone que no voy a escribir ningún cuento más? No… La palabra completo da una idea de cierta finitud. Creo que la idea de Cuentos Reunidos nos permite a todos los autores que integramos la colección la esperanza de seguir escribiéndolos. Ese asunto de "Cuentos Completos" es para autores fallecidos, te diría.  
-¿Qué tipo de herramientas le aporta un género como el cuento que no encuentra en la dramaturgia o en la novela?  
-No te podría decir por qué una idea, una imagen o una situación se me presenta para ser escrita como cuento, como pieza de teatro o como novela. Simplemente lo sé. Sobre todo por el tiempo que esa historia me pide. Sé cuando una historia va a dar para un cuento y no para una novela, porque significaría alargar el texto de manera excesiva, mientras que el cuento tiene una duración muy justa. Y eso es algo que yo sé, no podría decir cómo ni por qué. A veces las situaciones se me presentan de un modo distinto, bajo una forma más dialogada o en situaciones teatrales.
-Viendo el orden que le ha dado a los textos que acá se publican unificados bajo el título de “El odio es otra cosa”, se puede notar que comienza con un cuento sobre Adán y Eva, enseguida otro con Caín y Abel como personajes, y un tercero protagonizado por un hombre que vive en el desierto. Ese orden de algún modo casi replica la cronología inicial de La Biblia. 
-¿Ah, sí? No lo había notado, para mí es una novedad esto que descubrís, una idea completamente ajena a mis intenciones. Yo no soy particularmente religiosa, en el sentido de ser creyente ni de sentirme incluida dentro de algún grupo religioso. Tengo más una actitud religiosa en el sentido de religar, de estar ligada y profundamente conectada con la vida. Con ciertos aspectos de la vida en particular, como es el respeto hacia el otro, hacia la menor cosa, sea animal o vegetal. No destruir así, inconscientemente. No destruir nada graciosamente, cuidar las cosas. Tengo ese aspecto de lo religioso, pero no el de la Iglesia.  
-¿Y qué lugar cree que ocupa dentro de su obra ese particular aspecto religioso que usted acaba de definir? 
-No lo sé. No sé si eso es importante. Diría que es mi personalidad y que esa personalidad de alguna manera se proyecta y está también en lo que escribo.
-Aunque muchos de sus cuentos pueden tener un desliz hacia lo fantástico, por lo general usted se mueve dentro de un terreno de apariencia realista, al menos superficialmente, que es bastante distante de lo fantástico tal como se lo entendía por lo menos en la época en que usted comenzó a publicar, en los años ’60, cuando las figuras de Borges o Cortázar comenzaban a volverse canónicas. 
-En realidad mi educación en el cuento viene más por el lado de los cuentistas rusos o norteamericanos. Y en particular de algunas escritoras como Isak Dinesen [seudónimo de la danesa Karen Blixen] o Katherine Mansfield. Esa fue mi educación, mucho más que a través de Borges o Cortázar. Los admiro profundamente a los dos, claro, pero no son escritores con los que me sienta íntimamente conectada. Me pasa lo mismo con Bioy Casares: los admiro mucho a los tres, pero me siento más conectada con Osvaldo Soriano, con Andrés Rivera o con otros autores. Cortázar, un poco más, pero con Borges tengo una distancia admirada. Nadie puede dejar de admirarlos, pero eso no significa que haya una identificación en los sentimientos, en las ideas o en la forma de ser.
 -¿La cuestión política ha influido en esa distancia literaria? 
-No. No, no. Sería una pequeñez ensañarse literariamente con Borges por sus actitudes políticas. No, de ningún modo.
-¿Por dónde pasa el vínculo entre la literatura y la política o lo político? 
-Lo político está presente hasta en la menor palabra que uno escribe, pero eso no significa que eso ocurra de un modo deliberado. Somos animales políticos, lo querramos o no, y eso está en todas nuestras acciones, aún en las más íntimas. Un hombre que golpea a una mujer ejecuta una acción política. Es lo mismo. Y aún sirviendo el café con leche uno ejecuta una acción política, porque lo que se ejecuta en cada acción es una forma de estar en la sociedad.  
-Usted menciona eso de que un hombre que golpea a una mujer, y es por ese lado de lo político es que me interesa saber cómo acaban vinculándose arte y política. ¿Cómo es que lo artístico puede manifestarse respecto de actos concretos de la vida social? 
-Pero toda obra está puesta en el mundo de una determinada manera. O está puesta con olvido o con desprecio de la equidad o la ética, o está puesta valorando esos conceptos. Eso no significa que una tenga que ser didáctica o que las obras tengan que tener moraleja, pero esa obra, como decían de la poesía, siempre implica una manera de estar en el mundo. Y una puede estar de muchas maneras. Una puede estar como Macri y sus seguidores, o puede estar como la hermana Pelloni u otras personas que han marcado la historia argentina y de la humanidad. Que la han marcado de buena manera, quiero decir. No es de manera didáctica, de manera ejemplificadora, sino de determinada manera que nos ilumina respecto de ciertas situaciones sociales.
-Pero eso debe ocurrir como consecuencia de la obra y no como su origen. 
-O sí, tal vez se lo pueda buscar, pero todo depende de cómo se lo haga. Bertolt Brecht lo hizo muy bien, ¿no? Todo depende de cómo se haga, pero no es preceptiva del arte ir por ese camino. Creo que lo que marca una obra artística es la libertad de cómo ha sido hecha. Cualquier norma, en referencia al arte, es una equivocación.  
-En su caso, usted ha construido una obra en la que la mirada social acaba siendo muy importante. 
-Bueno, en mi caso sí, porque también somos seres sociales y yo siempre he estado muy atenta a lo que sucede en la sociedad. ¿Qué es lo que nos pasa como seres sociales? Porque ahí comenzamos a ejercer todos nuestros defectos y virtudes, de la bondad a la perversidad o desde el odio al amor.  
-Y a partir de esa preocupación por la realidad que usted manifiesta como propia, ¿cómo vive la realidad de la Argentina actual? 
-La veo como muchísima gente que es ignorada: muy mal. Todos dicen “estamos muy preocupados”, y yo creo que es algo más que preocupación lo que siento. Es un profundo dolor por esta Argentina que nos están ofreciendo, que nos están arrojando a la cara. Y también con la voluntad de resistir pacíficamente, pongamos –porque resistir es una palabra que suele entenderse de manera violenta—, resistir con las armas de cada uno, pero sobre todo con la inteligencia, con el espíritu crítico. Con la voluntad de no dejarse aplastar en una situación material que no permite ningún desarrollo mental ni espiritual. Porque ese es el propósito último: acogotar a la gente para que se piense lo menos posible. Para que se resista lo menos posible y que solamente se pueda pensar en cómo tener un techo (un mal techo) sobre la cabeza y un mal alimento, y que no se pueda pensar en ninguna otra cosa que te saque de esa condición animal, diría.  
-Algo de eso pasaba en su novela Una felicidad con menos pena, en donde la gente se iba amontonando en la casa inmensa de un hombre que les iba cediendo espacio pero de manera mezquina, preservando el resto vacío, porque hasta él se amontonaba en la cocina junto al resto, con tal de no entregar a los demás el beneficio de una abundancia inútil. 
-El objetivo de los que tienen y quieren tener más, y no sé para qué, es un ejercicio de poder. De poder mandar, de poder influir atrozmente sobre la vida de los otros. Nunca me voy a explicar por qué la gente, los grandes industriales, los grandes dominadores… ¿Los CEO se llaman ahora?  
-Sí. 
-¿Por qué quieren tener tanto dinero? Porque uno tiene una vida, un cuerpo para ocupar en el espacio y no se puede ocupar una casa enorme, un yate, un avión. Cada uno ocupa un sólo lugar y va a ocupar un sólo lugar también en la tumba. ¡Para qué tanto, para qué tanto! ¿No? Pero ese es un pensamiento ingenuo de mi parte, porque en el fondo hay un ejercicio de dominación, de poder.  
-Una dominación que tiene una contraparte necesaria en quienes son sometidos. Justamente en Una felicidad con menos pena usted escribió una frase muy poderosa: “Cuándo lo más esencial falta, la gente se vuelve mala”. 
-Y sí, claro. Eso lo escribí hace muchos años, pero creo que sigue siendo así. Se vuelve mala porque se vuelve resentida, porque hay gente a la que le quitan la vida y cuando a uno le quitan la vida se defiende de cualquier modo.  
-¿Y ese defensa siempre es legítima? Lo pregunto en referencia a lo que usted mencionaba respecto de las diferentes formas de resistir. 
-Yo no necesito opinar sobre eso. Simplemente tomá un libro de historia y recorrelo. ¿Cuál es la actitud, cuál es la reacción de la gente respecto de situaciones de crisis o de hambruna? ¿Vos lo que querés es que yo te diga si eso está bien o está mal?  
-No, no: quiero que me diga lo que quiera decirme.
-Te digo qué es lo que la naturaleza humana produce en épocas de mucha opresión y siempre produce una reacción de ese tipo.
-¿Qué clase de opresión es la que usted comprueba en la actualidad? 
-Una que está disimulada en el discurso, en el relato. Por eso también hace falta la inteligencia y el espíritu crítico. Y hace falta no creer en lo que dice el periodismo, sino analizarlo profundamente, contrastarlo con situaciones reales, tratar de indagar. Porque si uno se conforma con lo que le dan los medios poderosos, bueno, va a recibir mentiras muchas veces, y hasta se puede llegar a creer en una Argentina que no existe. 

Artículo Publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino

viernes, 3 de junio de 2016

CINE - "Lulú" (Lu-Lu), de Luis Ortega: El director que cae junto a sus personajes

Ya desde su título Lulú (o Lu-Lu) se presta a la posibilidad de múltiples lecturas. Porque Lulú es la forma cariñosa en que llaman a Ludmila, la protagonista, en su familia y entre sus amigos. Porque Ludmila vive con Lucas, el otro protagonista, y las dos primeras sílabas de sus nombres forman la segunda versión del título. Que Lucas a veces también llame Lucrecia a Ludmila y que Ortega, el director, se llame Luis, agregan otros dos Lu adicionales para sumarle espesor al título. Ese perfil múltiple e irresoluble del nombre de la película es la primera manifestación una característica que se extiende sobre la totalidad del relato mismo que, como muchos de los trabajos anteriores del director, tiene su epicentro en el corazón a la vez abierto y palpitante del lumpen (otro Lu).
Alguna vez Graciela Borges fue consultada durante un homenaje a Leonardo Favio, acerca de cuál de los directores locales de la actualidad mantenía vivo el espíritu y la llama cinematográfica del más grande cineasta de nuestro cine, el más representativo de una identidad propia del cine argentino (si es que tal cosa existiera). En aquella oportunidad la Borges, que algo de cine argentino parece conocer, señaló de inmediato y sin dudar que ese director-heredero era Luis Ortega. En una mirada superficial es posible vincular rápidamente las filmografías de Favio y Ortega, en tanto comparten un empeño en el que se combinan la necesidad y la pasión por indagar en las historias populares, en recorrer y registrar los ámbitos sociales erigidos sobre la difusa triple frontera de la pobreza, la miseria y la sordidez. Pero lejos de la pornomiseria social de otras miradas, en las películas de estos dos directores hay una prerrogativa fuerte de amplificar lo silenciado, de iluminar lo oculto, de abrazar lo estigmatizado. Porque, superada la cáscara de lo formal, lo que mueve tanto al cine de Favio como al de Ortega, es el amor. Un amor que se comprueba y se consuma en la forma en que ambos directores cuidan a sus personajes, habitualmente sumergidos en realidades complicadas, quedándose con ellos hasta el final, en las buenas y en las malas. Eso es lo que ocurre en Lulú.
Por eso no es casual que diferentes variantes del amor (a veces en las formas menos ortodoxas) sean recurrentes dentro de los trabajos de Ortega. Y Lulú es una película salvaje, marginal, sórdida, pero de amor al fin. Como la historia que compartían Pedrito y Camila, la pareja de enanos que protagonizaban Dromómanos, film anterior de Ortega, en la que no faltaban los celos y la violencia, dos elementos que también están presentes en el vínculo entre Ludmila y Lucas desde el comienzo mismo del relato. En la primera escena, Ludmila en silla de ruedas habla con un médico que le dice que lo mejor es dejarle adentro una bala que tiene alojada cerca de la columna, porque la operación para sacarla pondría en serio riesgo su vida. La bala en cuestión se la disparó Lucas, su novio, un joven al que le encanta dispararle con su pistola desde el otro lado de la avenida Libertador al Torso Masculino Desnudo, la escultura de Fernando Botero emplazada en el Parque Thays de Recoleta. Aunque lo que en realidad le gusta es simplemente disparar: a las estatuas, al aire, a Ludmila. A cualquier cosa.
Esa bala en el cuerpo de Ludmila –especie de versión extrema del romántico “te llevo dentro de mí”— vincula a Lulú con Dos disparos, última película de Martín Rejtman, que también tiene un punto de partida dramático similar. Pero mientras en el film de Rejtman esas balas en el cuerpo eran autoinfligidas, producto de una represión que pugna por perder el control, en el de Ortega son una forma de comunicación entre los protagonistas, símbolo perfecto de su desborde. Detalles que hablan de los espacios en los que se mueven las obras de uno y otro, pero también del tono que cada uno elige para narrar: la ironía humorística sobre la que suele apoyarse Rejtman para Ortega representa un lujo que pocas veces puede darse. Otro elemento compartido entre Lulú y algunas películas de Rejtman son las escenas de baile. Dos disparos comienza con una en la que el protagonista, que luego se revelará parco, baila desaforado algún ritmo electrónico en una discoteca. Los personajes expansivos de Ortega en cambio bailan rocanroll en la calle, descalzos y tirándole tiros al cielo nocturno, con los relámpagos de una tormenta inminente en lugar de las luces estroboscópicas de la disco. Disimulada entre los pliegues de su realismo sucio, Ortega contrabandea una delicada inclinación por lo extraño, lo onírico y hasta lo místico, tres formas de no perder la esperanza cuando ya se ha perdido todo lo demás.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 2 de junio de 2016

CINE - "El maestro del dinero" (Money Monster), de Jodie Foster: El dinero como monstruo

La carrera como directora de la actriz Jodie Foster, cuyo currículum como intérprete es impresionante, es, por el contrario, breve, diversa y esporádica. Con apenas cuatro películas filmadas, Foster ha demostrado un amplio rango de intereses, de las luminosas (aunque no siempre felices) Mentes que brillan (1991) y Feriados en familia (1995) a la sombría y ambigua pero humana La doble vida de Walter (2011). Su opus cuatro, El maestro del dinero, estrenada en el reciente Festival de Cannes, sin dudas ensancha esa mentada amplitud de su filmografía, en la que es posible reconocer un permanente juego de equilibrio entre el drama y la comedia.
En su último trabajo Foster aborda el complejo mundo del negocio financiero, en un nuevo intento por exponer uno de los rincones más oscuros y poderosos de la cultura estadounidense. Un tema que en el cine se volvió recurrente a partir de las sucesivas crisis que desde hace una década desestabilizan de manera sensible a ese sector vital del capitalismo. A diferencia de obras como El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013), o La gran apuesta, de Adam McKay, candidata este año al Oscar a la mejor película, El maestro del dinero no se mete en el mundo de las finanzas por el ámbito de los operadores de bolsa, sino que entra por una puerta lateral, la televisión, universo que no sólo no es ajeno a la estructura de los mercados financieros, sino un mecanismo indispensable para asegurar su crecimiento.
El maestro del dinero es entretenida en tanto comedia y film de suspenso. Lee Gates es un periodista especializado en el negocio de la compraventa de acciones que conduce un show televisivo dedicado a monitorear los mercados y aconsejar a la audiencia acerca de las mejores inversiones. En este caso la palabra “show” es más apropiada que la más inocua “programa”, en tanto Gates es sobre todo un payaso mediático y un operador de bolsa antes que un periodista, un agente que promociona las acciones de aquellas empresas con las cuales tiene algún tongo previo. El problema es que esa mañana se cuela en el estudio durante la transmisión un joven que lo toma de rehén, le coloca un chaleco bomba y amenaza con hacer volar el estudio. ¿Sus motivos? Le hizo caso a Gates e invirtió todo su dinero en unos títulos que se desplomaron por una falla informática.
Durante los dos primeros tercios de la película Foster convierte el drama en farsa, haciendo que sea el humor el motor del relato, pero sin olvidarse de tensar las situaciones en momentos más o menos oportunos. De esa manera pone en evidencia el carácter farsesco de uno de los negocios en los que se sostiene la parte más inmoral de la economía de mercado. La habilidad de George Clooney para juguetear con un personaje tan ridículo, pero sin hacer él mismo el ridículo, es la columna que sostiene dicha estructura. Pero a medida que el desenlace se aproxima, cada vez queda más expuesta la necesidad de la historia de dejar un mensaje claro. Más que claro: subrayado.
Si al comienzo la película parecía dispuesta a señalar que la injusticia del sistema es el propio sistema, el final se vuelve condescendiente. Redime al héroe; elimina de cuajo al elemento incómodo (¿por qué en Hollywood todos los que se revelan contra las injusticias sistémicas siempre son loquitos peligrosos? ¿Sólo un trastornado puede oponerse a las injusticias estructurales de una sociedad como la estadounidense?); y reduce el problema a una anécdota. Un hecho de corrupción aislado que, al ser desactivado, salva el honor de uno de los negocios menos honorables que pueden existir. ¿Corresponde juzgar a El maestro del dinero por sus incongruencias ideológicas por encima de sus aciertos narrativos? Sí, en tanto Foster ha accedido a que dichos principios formaran parte i-neludible de la historia que quería contar. En ese sentido, el final amargo (pero feliz) aparece como una concesión innecesaria. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.