viernes, 30 de septiembre de 2016

CINE - "Una novia de Shanghai", de Mauro Andrizzi: Una película oriental de cine argentino

Como si se tratara de las versiones chinas de Ricardo Darín y Gastón Pauls, los protagonistas de Una novia de Shanghai, la nueva película del argentino Mauro Andrizzi, son dos ladrones de poca monta que se pasan los días en tratando de hacerse unos mangos en la calle, aprovechándose de las desatenciones de los transeúntes. Igual que en Nueve reinas, la gran ópera prima del fallecido Fabián Bielinsky, acá también una ciudad vertiginosa es el telón de fondo necesario para que estos delincuentes inofensivos puedan sobrevivir (y no mucho más que sobrevivir), mientras esperan que la vida los ponga frente a la oportunidad que por fin los haga salir de perdedores.
Y Shanghai, aún más que Buenos Aires, parece ser el lugar indicado para que estos personajes pasen desapercibidos y puedan hacer su trabajo de forma anónima. Superpoblada y estridente, hipertrofiada e hiperbólica, Shanghai reúne las condiciones necesarias para el tipo de historia que Andrizzi se propone contar, en la que la convivencia entre la tecnología urbana más avanzada y el respeto por tradiciones milenarias parece darse con naturalidad asombrosa. Porque si por un lado los protagonistas representan un emergente propio de su época, por el otro también lo son de una cultura que no se permite ceder ni su identidad ni sus creencias en pos de ese pragmatismo moderno que hoy es el principal y más fluído (y tal vez el único) vínculo entre oriente y occidente.
Una novia de Shanghai es una película de fantasmas, pero también una historia de amor que consigue ir de la tragedia al final feliz por el camino de la comedia y del absurdo. Porque la oportunidad que los protagonistas esperan les llegará cuando el espíritu de un hombre que acaba de morir en la habitación del hotel en donde deciden pasar la noche recurra a ellos para poder descansar en paz. La voz del muerto les cuenta sobre su vínculo imposible con una mujer casada, con la cual se amaron en secreto literalmente hasta la muerte. Esta entidad les pide que roben el cadáver de la mujer amada, enterrado junto al de su marido, y lo envíen en barco hasta una ciudad en el interior de China en la que él mismo está enterrado, para que, de acuerdo a un antiguo ritual funerario, ambos cuerpos puedan acompañarse y perpetuar en la muerte ese amor que no puedo ser consumado en vida. A cambio, el espíritu les promete revelar el lugar exacto en donde enterró una pequeña fortuna, trato que los protagonistas aceptan con gusto.
Andrizzi, director de otras películas para nada convencionales como Iraqui Short Films (2008) o Accidentes gloriosos (2011), maneja con solvencia esas múltiples líneas narrativas y estéticas a partir de una suerte de montaje paralelo, en el que consigue hacer que cada una de ellas se incorpore o se retire del eje central del relato en el momento preciso. Además se permite utilizar recursos visuales lo-fi para representar las escenas sobrenaturales u oníricas, nunca exentas de humor, que son pequeñas y exquisitas piezas kitch a las que es muy fácil vincular con cierto estilo farsesco propio del cine de los países del lejano oriente. El resultado es una extraña película de cine oriental que se parece al cine argentino (y/o viceversa), en la que sus protagonistas (dos chantas que tranquilamente podrían ser porteños), mantienen charlas en las que una y otra vez el budismo y el feng shui se cruzan con el calefón. De ese modo Andrizzi consigue trazar el retrato de un mundo en el que las urgencias y ambiciones de la materia no son, por fortuna, lo más importante y la felicidad siempre es posible por otros medios. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 29 de septiembre de 2016

CINE . "Horizonte profundo" (Deepwater Horizon), de Peter Berg: El encanto del final anunciado

Clásico exponente del cine catástrofe, Horizonte profundo, nuevo trabajo del director Peter Berg, propone un modelo que responde a las reglas propias del género y se maneja con ellas de manera eficaz. Tanto que, aun apoyándose sobre una progresión dramática anunciada y previsible, consigue mantener la tensión y la atención a lo largo de todo el film. Como en la mayoría de los exponentes notorios de esta rama del cine industrial –que se dedica a narrar la supervivencia (o no) de un grupo de personajes que, reunidos a partir una eventualidad en común, deben atravesar toda clase de tragedias masivas–, en Horizonte profundo la gracia no tiene que ver con una vuelta de tuerca final que busca sorprender. Más bien todo lo contrario: si en Infierno en la torre, en La aventura del Poseidón o Terremoto, todo el mundo estaba alertado de que el edificio se quemaría sin remedio, el barco no conseguiría zafar de la vuelta de campana y la ciudad de Los Ángeles quedaría en ruinas por culpa de los caprichos de la falla de San Andrés, en este caso todos saben que la plataforma petrolera en la que trabajan los protagonistas tarde o temprano acabará explotando. Sólo que acá las certezas son mucho más firmes, porque además se trata de la ficcionalización de uno de los desastres pretroleros más terribles de la historia, ocurrido durante 2010 en una plataforma ubicada en las aguas del Golfo de México, en la que trabajaban más de 120 personas y que le costó la vida a once de ellas.
El interés no pasa, entonces, por la incertidumbre, por saber si la fatalidad tendrá lugar o no. Ni siquiera por conocer la forma en que los personajes reaccionarán y se desenvolverán ante las desgracias que el destino les vaya proponiendo. Si en ese sentido el trabajo de Berg parece volverse tan sencillo y prolijo como certero es porque, en primer lugar, nunca se olvida de que sus cartas siempre están sobre la mesa y que el espectador las conoce desde el comienzo.Ante ese panorama, el director parece entender que su trabajo se sostiene en dos pilares fundamentales. El primero consiste en delinear personajes arquetípicos, algunos de ellos construidos a partir de representaciones sumamente conservadoras, con los que el público pueda identificarse y conectar con facilidad. Un héroe obrero con una familia hermosa por la cual pelear (Mark Wahlberg); un capataz que es un campeón de la ética, acorralado por la lógica maliciosa de los negocios (el eterno Kurt Russell); un empresario mezquino e inescrupuloso para quien el factor humano es apenas uno de los términos dentro de una ecuación financiera (John Malkovich, eficaz como de costumbre); una joven profesional y moderna que se abre paso en un mundo de hombres pero que, tarde o temprano, necesitará ser salvada por uno de ellos (Gina Rodríguez); y una madre y esposa que con coraje y estoicismo no renuncia a la esperanza y además está buenísima (Kate Hudson).
A partir de ese logro, que así enumerado parece un trabajo simple cuando no lo es, Horizonte profundo consigue producir y sostener un estado de ansiedad motorizado por el hecho de poner al espectador a ser testigo de las situaciones límite a las que cada uno de estos personajes modélicos van quedando expuestos. Esa tensión constante es la segunda columna que sostiene la efectividad de la película. Para apuntalarla, Berg no sólo apela a presentar los hechos a partir de una progresión dramática en la que los indicios van apretando el relato en un embudo que desemboca en el desastre, sino que no duda en recurrir a otras herramientas clásicas del cine. Entre ellas una banda sonora minimalista, que no necesita hacer aspavientos para convertir al espectador en una bola de nervios. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 23 de septiembre de 2016

CINE - "Los 7 magníficos" (The Magnificent Seven), de Antoine Fuqua: Un wester inclusivo

Nuevo trabajo del cada vez más prolífico, desparejo y usuario serial de los géneros narrativos Antoine Fuqua, Los 7 magníficos representa un film infrecuente dentro del perfil actual de la categoría de los blockbusters, los mentados tanques de Hollywood. Inusual porque rescata un género como el western, virtualmente extinto como negocio de gran escala. Por eso tampoco extraña que para recuperarlo se haya elegido la jugada menos riesgosa, que es la de rescribir uno de los éxitos más grandes que dio el género en lo comercial, en lugar de usar un guión original. El rulo se retuerce más si se toma en cuenta que aquel original homónimo, dirigido en 1960 por John Sturges e interpretado por estrellas como Yul Brynner, James Coburn, Steve McQueen y Charles Bronson, era también una remake. En ese caso de Los siete samuráis (1953), obra maestra de Akira Kurosawa, una de las muchas que llevan la firma del director japonés. También es todo un síntoma que el modelo de western elegido no haya sido el del vaquero solitario, sino el de un grupo de hombres con habilidades especiales unidos para combatir el mal. Un modelo que de algún modo se asemeja al del equipo de superhéroes, al estilo de Los Vengadores o la reciente Escuadrón Suicida que, al contrario de lo que ocurre con las películas del oeste, sí son uno de los negocios más redituables de la industria del cine contemporáneo.
La historia es la de siempre: un pueblo es asolado por el malo de turno, esta vez Bartholomew Bogue, violento empresario que ha hecho un imperio minero saqueando villorrios perdidos como ese, en el extremo suroeste de un país que acaba de terminar su Guerra Civil. La cosa empieza con una gran escena: el pueblo reunido en asamblea dentro de la iglesia discute cuál es el mejor camino para resolver el asunto. Pero lo que en realidad se está debatiendo son las diferentes formas de enfrentar al capitalismo, sistema del cual el corrupto Bogue representa su variante más salvaje. Para unos lo mejor es bajar la cabeza y que cada quien siga en lo suyo; otros argumentan que lo correcto es unirse, armarse y enfrentarlo. Una discusión tan vieja que Fuqua consigue adaptarla con ingenio al contexto del lejano oeste, para hacer de ella el punto de partida de su película. La irrupción de Bogue en medio de la asamblea termina de establecer cuáles son las condiciones: el que está de acuerdo se queda y el que no, se lleva una bala en la cabeza como souvenir. Casi como en la vida real. Es cierto que la analogía en algún momento comienza a ponerse gruesa, pero aún así funciona.
Un grupo de vecinos que se cuentan entre los que han perdido algún familiar a manos de Bogue (interpretado con solvencia por el especialista en psicópatas Peter Sarsgaard), decide contratar a Chisolm, un recio oficial de justicia, para que venga a reinstaurar el orden. Conocedor del personaje al que se enfrentará, este hombre de ley decide reclutar un pequeño escuadrón de forajidos, descastados y ex soldados para cumplir con el encargo. Quien se pone en la piel del líder es Denzel Washington, uno de los actores fetiche de Fuqua; el otro es Ethan Hawke, que también forma parte del equipo. Con ambos filmó su primer éxito, Día de entrenamiento (2001), por la que Washington se convirtió en el primer actor negro en ganar un Oscar por un rol protagónico. Pero el western siempre fue un género político, utilizado para retratar la historia y los valores de los Estados Unidos como nación, y Fuqua no desaprovecha esa herramienta. Sus siete magníficos son un grupo plural y heterogéneo, que replica el amplio catálogo cultural y étnico de su país. En él están todos representados: negros, indios, chinos, latinos y los blancos, claro, en sus variantes cool, conservadora y white trash. Que los que sobreviven sean los representantes de las tres minorías menos favorecidas no es una decisión azarosa, sino una forma de incluir dentro de esta clásica construcción de identidad a través de la ficción a aquellos que fueron siempre los excluidos, los parias o, directamente, el enemigo. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 22 de septiembre de 2016

CINE - "Las maravillas" (Le meraviglie), de Alice Rohrwacher: La calidez de un relato de iniciación

Con su base narrativa montada sobre un realismo que no elude la variante mágica, pero con mucha simpatía por la farsa, la comedia y el melodrama, Las maravillas de Alice Rohrwacher hunde sus raíces de plano en algunas de las tradiciones más reconocibles de la rica y vasta historia del cine italiano. Presentada el año pasado en el marco del Bafici, su relato arranca con la familia de Gelsomina, una chica que atraviesa el último verano de su niñez, que es también el primero de su adolescencia, que no son la misma cosa. Habitantes de una zona rural en la provincia de Umbría, corazón geográfico de Italia, no hay muchas diferencias formales entre el modo en que vive esta familia y cómo lo hacían los personajes de Feos, sucios y malos (Ettore Scola,1976): amontonados en una casa que es más ruina que otra cosa y al margen de la sociedad. Aunque es cierto que pueden ser un poco sucios (pero una suciedad que tiene más de hippismo que de miseria), la diferencia es que en la familia de Gelsomina están muy lejos de ser feos y, mucho menos, malvados. Más bien lo opuesto. Y que su marginalidad es, ante todo, voluntaria, una elección de vida.
Afincada en una tierra que alguna vez fue la de los míticos etruscos, aquel pueblo que habitó la península algunos siglos antes de que los romanos comenzaran a apropiársela, la familia de Gelsomina se dedica a la apicultura y la producción artesanal de miel. El grupo lo completan su madre, sus tres hermanitas, Cocó, una amiga de la madre, quienes viven de manera casi ascética a instancias sobre todo de Wolfgang, padre cascarrabias que está en contra de casi todo contacto con las estructuras sociales y que cree fervientemente en que no falta mucho para el fin del mundo. Criadas en ese universo de una libertad que lo es sólo en apariencia, Gelsomina y sus hermanas casi no conocen como es la vida lejos de esa casa destartalada, del trabajo en los colmenares, de los juegos en las playas del lago o del pueblito vecino. Viven ahí, sometidas a esa excéntrica reclusión al aire libre que les impone el pater familias, casi como en la prehistoria.
Así, como prehistoria, define esa vida rural Milly Catena, una conductora de televisión que llega con todo su equipo para grabar una especie de reality show en el que las familias de aquella región, una de las más agrestes de Italia, competirán entre sí disfrazadas de etruscos. La cosa tiene su gracia, porque es muy poco lo que se sabe de este pueblo antiguo, de cual han quedado muy pocos rastros históricos. Para estas cuatro chicas que apenas conocen el mundo, encontrarse por sorpresa con el rodaje fellinesco de los avances publicitarios del programa y con la exuberante Catena disfrazada de algo así como una diosa etrusca, resulta una forma tan maravillosa como violenta de empezar a conocer qué hay más allá de su aislamiento. Tan seducida queda Gelsomina con la figura de Catena (interpretada por la eficiente y bella Monica Bellucci) y con la posibilidad de ganar ese concurso que le permitiría a su familia aspirar a una vida mejor, que hasta llega a enfrentarse a Wolfgang e incluso a desobedecerlo, impulsada por el deseo.
Rohrwacher consigue entrelazar con delicadeza las diferentes instancias que conviven en Gelsomina, desde la relación de amor-odio con su hermana menor a la lealtad con su madre y de la devoción por un padre para quien ella es la niña de sus ojos, a la inocente traición a la que la empuja el propio espíritu de su incipientemente pubertad. Entre sus mayores logros está el de retratar de un modo extraordinario ese mundo de infancia en disolución, con los lenguajes privados compartidos entre hermanas y sus fantasías iniciáticas, al que los colores y las texturas estivales parecen destacar todavía más. Desde ahí, la directora y guionista compone una fábula acerca del crecimiento de gran potencia dramática y exquisita gracia narrativa. 

Arículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

martes, 20 de septiembre de 2016

SOCIEDAD - Juliana Awada: Manual de instruciones para construir una Primera Dama

"La mujer de un presidente puede tener un rol político o acompañar y ayudar desde otro lugar. Mi vida es muy activa, estoy todo el tiempo en movimiento… Me encargo de las comidas, de la casa, de la obra en Olivos… Me gusta ocuparme de la ropa, de llevar y traer a mis hijas, prefiero hacerlo yo." Así reflexionaba Juliana Awada en la revista Noticias, casi como si se tratara de la protagonista de una publicidad de un producto de limpieza para el hogar, sobre su métier de primera dama, poco después de que Mauricio Macri asumiera la presidencia.
La aparición de Awada ha dotado a la Argentina de un formato nuevo –que no es lo mismo que moderno– para el rol y el marketing de primera dama. Lejos del activismo social de Eva Perón o del perfil político de Cristina Kirchner, también está lejos del papel de entrecasa, poco trascendente y poco visible de Inés Pertiné o María Lorenza Barreneche. La esposa del actual presidente se ha vuelto figura omnipresente en los medios. La moldean como un fetiche que representa un modelo de mujer que reclama un perfil activo y presume de contemporáneo, sin opacar jamás el lugar dominante del marido, y que recupera los emblemas más tradicionales (o conservadores) de lo femenino.
A pesar de la naturalidad con que Awada se ha hecho cargo de ese modelo, es inevitable percibir, tras el crecimiento de su imagen, el trabajo estratégico del marketing. Con el objetivo de deconstruir el intrincado montaje detrás de la imagen pública de una primera dama abanderada de la sencillez elegante, Tiempo consultó a un grupo de especialistas en comunicación, publicidad y análisis del discurso.

Espejito, espejito

María Juliana Awada se crió en el seno de una familia de clase media alta de origen sirio-libanés. Estudió en una escuela de élite y en los frívolos '90 formó parte del círculo de Zulemita Menem. Estuvo en pareja con un conde belga ostentosamente falso, pero ostensiblemente terrateniente. Hizo carrera como diseñadora y fue acusada junto a su familia por explotación de personas en talleres clandestinos. De linaje musulmán y cultora del New Age, decidió hace poco bautizarse en la fe católica. Es conocida como "La Turca" entre los popes del PRO. En su libro Juliana, el periodista Franco Lindner especula que la primera dama es "la dueña de Macri: la que comparte la cama y el poder con él."
Para Ingrid Sarchman, docente e investigadora de la UBA, las pruebas de ese vínculo basado en el poder saltan a la vista: "Los especialistas en marketing detectaron que algunos sectores sentían rechazo hacia la figura de Cristina como mujer 'fálica', de mal carácter, demasiado maquillada, hasta poco femenina. Por eso la imagen de Macri instando al diálogo, a cerrar la grieta, llamando a la concordia, venía como anillo al dedo. Y si además estaba casado con una mujer linda, elegante, que parecía compartir esos mismos valores acerca de la 'paz social', todo cerraba." En coincidencia, la periodista y docente de la Universidad de Rosario, Susana Rosano, sostiene que "frente a la imagen de Cristina siempre enojada, retando a todo el mundo, la de Awada parece un correctivo: 'Este es el verdadero lugar de la mujer, al lado de su marido, y haciendo un poco de beneficencia'." En la construcción de esa dualidad es fundamental el rol que asumen los medios.
Las noticias sobre la primera dama desbordan las páginas de las revistas de chimentos, celebrities y aun las periodísticas. La versión local de ¡Hola! reproduce en su tapa de manera regular escenas de la vida cortesana de la "reina" Awada, junto a las de otras figuras de la realeza europea, como su amiga Máxima de Holanda. ¡Hola! es una publicación del grupo La Nación. Awada es amiga de Pamela Marcuzzi, esposa de Fernán Saguier, subdirector del diario. "La exposición es fundamental. Para vender un producto, hay que exhibirlo", asegura el creativo publicitario Gabriel Raimondo. Dado el cuidado puesto en difundir las apariciones públicas de la primera dama, "nada es improvisado. No puede ser todo tan perfecto: su vida, su cuerpo, su hija. La imagen de Awada complementa a la de Macri. Y como en cualquier estrategia publicitaria, es importante que todo eso se sepa. No es casual que La Nación o Clarín le den tanto espacio."
La licenciada en Comunicación Valeria Groisman resalta que cuando la cobertura mediática se limita a la descripción de la apariencia, exhibe una imagen empobrecedora: "Exalta las cualidades tradicionalmente femeninas –simpatía, ternura, belleza— e instaura modelos femeninos estereotipados: la mujer que acompaña en silencio, la madre dedicada, la esposa atenta."

Dale, dale con el look

Un equipo liderado por la politóloga María Reussi, en diciembre pasado designada asesora presidencial con rango de subsecretaria, aconseja a Awada sobre su imagen. El perfil social y político de la primera dama nace de una estrategia para potenciar su protagonismo. Según Groisman, "al mostrar su intimidad, al hablar de hijos y vacaciones, la gente puede sentirse identificada. Su discurso pierde artificialidad, gana credibilidad y, consecuentemente, una mayor aceptación social."
Las redes sociales se han vuelto el campo de batalla para las guerras simbólicas del siglo XXI. La cuenta de Instagram de Juliana reúne a un ejército de más de 660 mil seguidores. Awada retoca el nudo de la corbata de su marido antes de una cena con Barack y Michelle Obama, o posa con aire casual pero intenso en un templo budista del Lejano Oriente. Raimondo sostiene que Instagram "se destaca por lo estético: imágenes con filtros, trabajadas, pensadas con mucho cuidado. Ahí no importa qué hizo, qué dijo, ni cuán informada está: importa cómo se ve."
Consultada por el diario español ABC sobre la influencia de la figura de Jackie Kennedy, Awada confesó: "Elijo ser yo, tener mi propio estilo y no tomar como referente a nadie. Lo importante es que la gente sepa que estoy al lado de Mauricio." Esta respuesta, que parece cargada de humildad y en la que Awada reclama para sí el derecho de mantenerse auténtica, es sin embargo un nido de ambigüedades. "Cuando uno dice 'no me quiero parecer a X', inevitablemente está instando a que X sea el referente", reflexiona Sarchman. "Podría haber mencionado a otras primeras damas, pero menciona a Jackie porque en el imaginario social ella estaba asociada a elegancia, familia de alcurnia y compañera hasta, literalmente, la muerte del presidente."
En el mismo sentido puede leerse la importancia que le adjudica al hecho de que la gente sepa que ella está junto a Macri, como si su rol fuera determinante para que el presidente cumpla con el suyo. ¿Será que el mandatario no puede con el país si Awada no le ajusta el nudo de la corbata? ¿O en qué otra cosa es políticamente importante la primera dama, más allá de su rol de esposa entregada a seguir a su marido, siempre elegante y con una sonrisa? "Hay un interés de captar a las multitudes desde un perfil melodramático –afirma Rosano–, y desde ahí se podría formar una serie con Mirtha Legrand y Susana Giménez, pero en un estilo mucho más cool. Una especie de reina blanca que acompaña a su príncipe de ojos claros, como en los teleteatros." Una ficción, en definitiva, con la que sólo se intenta tapar el bosque de una realidad más dura.

Artículo escrito en colaboración con Nicolás G. Recoaro y publicado originalmente en la sección Sociedad de Tiempo Argentino.

domingo, 18 de septiembre de 2016

CULTURA - Entrevista a Liliana Heker: De los '60 al siglo XXI, los caminos de la literatura argentina

Nombre ineludible de la historia de la literatura y la cultura argentinas desde 1960, Liliana Heker es una de las voces más respetadas del panorama de las letras en el país. Formada y dueña de una obra que comenzó a crecer con el nacimiento de aquella convulsionada década, Heker se ha desarrollado no sólo en el área de la prosa y la ficción sino también como crítica y ensayista. Vinculada estéticamente con Abelardo Castillo, compartió con él años de activismo literario en la revista El grillo de Papel –donde publicó “Los juegos”, su primer cuento—, para luego fundar juntos las no menos trascendentes El escarabajo de oro (1961-1974) y El ornitorrinco (1977), el primer espacio en publicar un manifiesto de Madres de Plaza de Mayo en plena dictadura militar.

Dueña de una obra prolífica, Heker lleva más de medio siglo de actividad profesional y no existen muchas voces más autorizadas que la suya para hablar de las particularidades de la vida literaria de la Argentina y de los cambios operados en esa área respecto de etapas anteriores durante los primeros 15 años del siglo XXI. Una primera aproximación puede darse en el intento de distinguir dentro de la producción contemporánea algunos rasgos que permitan hablar de una identidad literaria propia del nuevo siglo. “Me parece un poco prematuro hablar de identidad común”, previene Heker. “Sin duda, toda literatura va dejando indicios de la circunstancia en que fue creada, no tanto por sus temas como por la perspectiva desde donde ve esos temas. Y también por el lenguaje y la sintaxis”. Aun así considera que “para evaluarlos desde afuera hay que esperar una decantación”. “Una característica de estos años es el gran número de nuevos escritores que se están publicando”, continúa, “hecho asociado a las muchas y muy buenas editoriales pequeñas que hacen posible su difusión y son una alternativa a las grandes empresas multinacionales que solo dan cabida a lo nuevo cuando viene consagrado; o sea, casi nunca”.

Pero realmente puede verse en esa profusión de nuevas voces una característica identitaria de la literatura en la actualidad. Heker asegura que “en toda época se escribe de más, lo cual no es grave –grave es que se escriba de menos—pero requiere, desde el interior mismo del conjunto de los nuevos escritores, perspectivas estéticas e ideológicas que permitan definir ese ‘de más’. Discusiones sobre el quehacer común y sobre el contexto histórico”. Porque más allá de las obras individuales, dice, “es eso lo que genera el movimiento de una generación, perceptible desde el exterior y capaz de instalar algo nuevo en la literatura nacional”

Otro elemento que podría definir a una generación es la constatación de ejes temáticos reconocibles y Heker supone que los hay, porque “siempre los hay”. Sin embargo ella prefiere encauzar su interés por la potencia de determinadas obras antes que por sus temáticas. “Lo que me interesa en este momento es la obra singular de muchos nuevos y excelentes escritores”, asegura. “Pienso en Pablo Ramos, Samanta Schweblin, Selva Almada, Inés Garland, Margarita García Robayo, Máximo Chehín, Gabriela Cabezón Cámara, Mauricio Koch, Romina Doval, Ariel Urquiza, Alejandra Laurencich, Hernán Ronzino, Alejandra Zima, Enzo Maqueira (y apuesto a que hay otros que todavía no he leído). Todos ellos dan cuenta de su tiempo y deben de estar diseñando para el futuro un dibujo particular de la nueva literatura de esta época”, completa la autora de la novela El fin de la historia. Pero se encarga de destacar que todos ellos “escriben desde su excepcionalidad, y eso, creo, es una condición sine qua non de una literatura que vale la pena”.

Suele decirse que en los ‘60 y los ‘70 era habitual afirmar que los escritores argentinos tenían el desafío de matar a Borges como una forma de indicar cuál debía ser el motor de la literatura argentina de ese tiempo y cuál el dilema estético que debían enfrentar entonces los artistas. “Matar a Borges me parece un resumen falaz de lo que fueron los debates estéticos e ideológicos de aquel entonces”, afirma tajante la escritora, protagonista destacada de aquellos debates. Aunque acepta que entonces también hubo “jóvenes enfáticos que borraban de un plumazo no solo a Borges sino a toda la literatura argentina por su incapacidad de hacer la revolución”, del mismo modo en que algunos de aquellos jóvenes, ya grandes, son los mismos que hoy “se mueven muy bien en determinados medios del poder”. Pero insiste en que “Matar a quien sea nunca fue una buena propuesta de trabajo”. “La literatura es un proceso y todo escritor está hecho de los libros que leyó, y aun de los que no leyó y le fueron transmitidos a través de otras lecturas. Qué se hace con esa herencia, cómo se la reelabora o se la transforma, qué se construye desde –o contra— otras escrituras, ese es el desafío del escritor”. Pese a todo lo anterior, Heker sabe bien que en aquellos años “desde cierta izquierda intelectual se cuestionaba a Borges como escritor a causa de su ideología, manifiestamente de derecha”. Y recuerda cuál era entonces su posición frente al tema: “En El escarabajo de Oro discutimos esa postura y sostuvimos que en lo mejor de la prosa de Borges no estaba expresa su ideología y que la izquierda debía quitarle a la derecha el patrimonio de esa prosa, apropiarse de ella, ya que, además de espléndida, es profundamente nacional: por su sintaxis, por su respiración, por la utilización que hace del lenguaje. Ahí está el punto que quiero destacar: la discusión, el disenso, desde la propia concepción del mundo y de la literatura”.

Conocedora del contexto de aquellos años que marcaron el inicio de su carrera y su instalación como figura joven de la literatura, Heker asegura que “los años’60, y los ‘70 hasta el golpe militar, no son factibles de resumirse en una única actitud”. Y esto porque dicha etapa, “además de extensa, estuvo marcada por acontecimientos culturales y políticos singularmente fuertes, tanto en el orden nacional como en el internacional, y signada por un hito histórico que gravitó en las opciones de quienes éramos jóvenes: la Revolución Cubana”. Y cita “de manera desordenada y heterogénea” una serie de hechos que influyeron en varias generaciones de artistas: el cisma chino-soviético; el diálogo marxista-cristiano; el boom de la literatura latinoamericana y el de la literatura argentina; los debates dentro de la izquierda; el auge del estructuralismo; los movimientos hippies; el resurgimiento del peronismo; los movimientos de liberación en el Tercer Mundo; la aparición de la guerrilla; el golpe militar del ‘66; el Cordobazo; la muerte del Che; el Mayo francés; el gobierno de Cámpora; la llegada de Perón; los crímenes de la Triple A; la muerte de Perón. “No creo entonces que se pueda generalizar acerca del contexto sociopolítico y literario de esos años”, concluye Heker. 

“En cambio puedo afirmar que la diversidad y la intensidad de los acontecimientos crearon un contexto propicio para la existencia de debates y de espacios donde tenían lugar y difusión esos debates; en particular, las revistas literarias. La publicación de autores nuevos, la reivindicación o cuestionamiento de los ya existentes, los debates ideológicos, instalaban desafíos que nos compelían a crear los medios para difundirlos. Nos sentíamos protagonistas, esa es la apreciación subjetiva que puedo hacer, porque soy conciente de que hago esta apreciación desde adentro de esa vorágine cultural e histórica que fue el contexto en que nos iniciábamos. No sé si los escritores ya instalados nos veían de ese modo; no nos importaba demasiado. Entendíamos que, más allá de escribir libros –o mejor, porque escribíamos libros y teníamos el privilegio de que nuestras palabras trascendieran— teníamos un rol y una responsabilidad. Y una visión del mundo desde la cual tomábamos posición respecto de los acontecimientos de ese mundo y del sentido de nuestro oficio. Yo no llamaría a ese proceso tan complejo ‘estética de la oposición’; y no estoy segura de que la elección de “contra qué escribir” sea un buen punto de partida”.

Ante eso, no está de más indagar acerca de las razones qué permiten que hoy no exista una polarización ideológica y estética como la que Heker describe en el campo literario durante su juventud, o aquella que le dio sentido a la dicotomía de Florida y Boedo. Para ella la respuesta es simple: “Esta época no tiene nada que ver con la de Boedo y Florida, en la que, entre otras cosas, hacía muy poco que había ocurrido la Revolución Rusa y existía en nuestro país una oligarquía mayormente culta que se sentía dueña del país y actuaba como tal”. Aunque es consciente de que ese puede ser un resumen engañoso, Heker sabe que es lo suficientemente claro como para “entender la polarización, que tampoco era tan prolija como parece a la distancia”. En cambio entiende que “estas primeras décadas del siglo XXI, además de haber renovado las formas de injusticia y de desigualdad, están atravesadas por acontecimientos sociales, políticos y tecnológicos que instalan para la humanidad nuevas amenazas no imaginadas siquiera por la literatura fantástica de un siglo atrás”. “Cómo arrancar desde ahí es algo que no puedo responder”, cierra.

¿Pero son realmente esos motivos lo suficientemente potentes como para impedir que en la actualidad los escritores se reúnan por afinidad literaria o ideológica? “Tengo claro que el mundo actual es mucho menos sencillo que aquel en que me formé”, aclara Heker. Pero se permite citar, a modo de ejemplo, “dos expresiones muy recientes de escritores del siglo XXI, capaces de ver, desde su rol de escritores, las contradicciones del mundo que les tocó y sus propias contradicciones. Una es de Romina Doval y fue publicada hace unas semanas en Página 12. Refiriéndose a su excelente novela La mala Fe, ella compara a su generación con la del ‘70 y señala que toda literatura es política. La otra pertenece a Enzo Maqueira, a su ponencia en la Feria del Libro de Villa Mercedes, El nuevo canon: igualdad de géneros y fin de la Posmodernidad. Ahí cuestiona las debilidades de su generación y propone a la creación literaria como un ámbito de resistencia y libertad ante la hegemonía de los medios masivos. Son solo dos ejemplos, pero marcan una posibilidad: la de ir gestando un movimiento con peso propio que signe a esta generación de principios del siglo XXI”.

Artículo publicado originalmente en Revista T, de Tiempo Argentino.

viernes, 16 de septiembre de 2016

CINE - "La Fidelidad", de Eduardo Yedlin y Walter Tejblum: El santuario escondido

A pesar de sostenerse en una construcción convencional en términos cinematográficos, el documental La Fidelidad, de Eduardo Yedlin y Walter Tejblum, cumple con una de las (posibles) premisas del género: iluminar un tema que es desconocido para la mayoría del público, para hacerlo visible y darle relevancia. Y si bien el trabajo realizado por sus directores no se aparta de las líneas básicas que suelen organizar las estructuras de los documentales de viaje e investigación –incluyendo testimonios directos, a veces bajo la figura de cabezas parlantes; el uso de materiales de archivo, algunos de auténtico valor histórico; y escenas que retratan los lugares relevantes de la historia que se va a contar—, cumple con creces en aquello de echar luz sobre un área ignorada. En este caso la historia de la estancia La Fidelidad, uno de las áreas privadas más extensas de la Argentina, que ocupa 250 mil hectáreas en el corazón del Impenetrable, entre las provincias del Chaco y Formosa. Un territorio que representa además el último pedazo de selva chaqueña que se conserva casi intacto, como antes de que el hombre blanco llegara para arrasar la región hace apenas un siglo atrás.
Y si nadie conoce la existencia de este enorme santuario en el que todavía es posible encontrar infinidad de especies zoológicas y botánicas que prácticamente se han extinguido fuera de sus límites, menos se podrá saber que las tierras fueron pasando de mano en mano desde su expropiación a los pueblos originarios que las habitaban y todavía hoy las reclaman. Ni que uno de sus dueños fue Jorge Born, quién se desprendió de ellas antes de abandonar el país en 1976, pocos años después de su secuestro a manos de la organización Montoneros. Ni que Born le vendió esa estancia a los hermanos Roseo, dos italianos hijos de una familia de la servidumbre histórica del Castel Gandolfo, el palacio de vacaciones de los papas católicos. Ni que el menor de ellos, Manuel, la conservó hasta su violento asesinato, ocurrido en el pueblo de Castelli, cercano a su propiedad, en 2011. Ni que desde entonces la propiedad se encuentra en un complejo trámite sucesorio en el que, entre otras cosas, se evalúa convertirla en parque nacional debido a su incalculable riqueza como reserva biológica.
El documental realiza un racconto histórico eficiente, en el que queda claro el papel que desempeñaron los grandes capitales empresarios como principales responsables de la devastación forestal llevada adelante en lo que fuera el Gran Chaco. Los mismos que han convertido a toda el área en un gran desierto verde al que hoy se conoce como República de la Soja. Datos que no hacen más que subrayar la necesidad de conservar un santuario natural de las proporciones de La Fidelidad. En cambio nunca consigue acercarse a revelar la trama detrás del asesinato de Manuel Roseo, sin dudas víctima de una red de intereses muy difícil de exponer.  

Artículo escrito para ser publicado en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 15 de septiembre de 2016

CINE - "Blair Witch, la bruja de Blair", de Adam Wingard: Una copia al cuadrado

Tres jóvenes desaparecen en un bosque filmando un documental sobre la leyenda de una bruja que habita en él. El hallazgo de las cintas con el material crudo de ese documental era la excusa sobre la que los directores Dan Myrick y Eduardo Sánchez montaron la revolucionaria El proyecto Blair Witch (1999), que dio origen al auge de los films de terror de found footage (material encontrado), en los que los protagonistas filman sus propias desgracias. 27 años después, el hermano menor de uno de aquellos desaparecidos decide volver al mismo bosque con tres amigos a tratar de resolver el misterio de lo que realmente pasó ahí. De eso se trata Blair Witch, La bruja de Blair, de Adam Wingard.
La original fue una de las primeras películas en entender hacia dónde podía dirigirse el cine a partir de la utilización de las nuevas tecnologías digitales que hoy permiten que casi cualquiera pueda filmar. Ahí radica una de sus muchas virtudes. En cambio, el film de Wingard no tiene nada de innovador, sino que apenas incorpora el uso de nuevas herramientas tecnológicas (drones, cámaras auriculares, GPS), para contar más o menos la misma historia de jóvenes acosados por una entidad que filman su propio calvario. A pesar de la similitud, las diferencias estéticas (e incluso éticas) de ambas son muchas e importantes. En primer lugar porque al lado de ésta, la original parece un film realizado bajo el estricto Dogma ’95 popularizado por Lars Von Trier y Tomas Vinterberg. Si algún hallazgo y mérito tenía aquélla era su capacidad de generar terror sin mostrar absolutamente nada, y sin más efecto especial que el manejo del sonido y la oscuridad para generar uno de los fuera de campo más radicales y efectivos de la historia del cine. Al mismo tiempo la cámara en mano, empuñada por los protagonistas, conseguía generar una extraña experiencia de observación casi en primera persona. Una sensación que propiciaba la ilusión de estar viendo la película desde adentro y potenciaba una posible identificación con los personajes.
Pero este film no solo se aparta de algunas de aquellas reglas, sino que ciertas decisiones hasta representan una traición respecto de ellas. En ese sentido Blair Witch, La bruja de Blair es una película de terror del montón, con más puntos de contacto con algunas de las que se subieron a la ola del found footage a partir del éxito de El proyecto Blair Witch (que todavía hoy sigue siendo una de las 5 películas más redituables de la historia en la relación costo-beneficio), como [Rec] (J. Balagueró y P. Plaza, 2007) o Actividad paranormal (Oren Peli, 2007), que no pudieron con la tentación de tener que mostrar algo, que a la minimalista y más innovadora propuesta de aquella. Se puede decir, entoncces, que Blair Witch, La bruja de Blair es apenas una copia de las copias de la película que le da origen. Algo así como una copia al cuadrado, con algunos sustos pero sin ningún aporte ni sorpresa. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

lunes, 12 de septiembre de 2016

LIBROS - "Trémulas", de Flor Codagnone y María Magdalena: Vestidas con las voces de Orozco y Pizarnik

Se ha dicho no pocas veces (muchas en este mismo espacio) que la poesía argentina tiene voz de mujer, que no habría nada a lo que darle ese nombre si no hubiera habido mujeres que le pusieran un cuerpo y una voz. No es extraño que para quienes no se especializan en el tema, esa gran mayoría que en su vida no ha leído más poesía que aquellos textos a los que fueron obligados por la institución escolar (cosas como “Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar” y no mucho más), hablar de poesía argentina sólo les trae a la memoria uno o como mucho dos nombres, uno de los cuales invariablemente es el de Alfonsina Storni. A partir de ella fueron muchas las que sumaron sus voces a esa construcción de la poesía argentina como mujer. Silvina Ocampo, por ejemplo, y luego Amelia Biagioni, Olga Orozco o Alejandra Pizarnik, por nombrar las voces más relevantes, fueron sumándose como sólidos ladrillos de esa construcción exquisita que luego continuaron otras generaciones. Juana Bignozzi, Luisa Futoransky, Irene Gruss, Diana Bellessi, María del Cármen Colombo, Mirta Rosenberg, y el sinfín de escritoras muy jóvenes que nutren el activo panorama de la poesía contemporánea: Vanina Colagiovanni, Marina Yuszczuk, Ivana Romero, Paz Busquet, Natalia Litvinova, Patricia González López, Flor Codagnone o María Magdalena, sólo por mencionar un puñado de ellas. Nombres que no sólo sostienen a la poesía argentina sino que, sobre todo, la mantienen mujer.
Justamente estas dos últimas, Magdalena y Codagnone, han diseñado un sencillo pero poderoso ensamble escénico en el que se encargan de ligar sus propias voces de mujeres poetas, con el de dos de los nombres más importantes de la historia del género. El espectáculo se llama Trémulas y en él plantean un diálogo poético entre Pizarnik y Orozco, estableciendo puntos de contacto que van signado un recorrido que une la historia y el presente de la poesía argentina, siempre con voz de mujer. Pero no se trata de una experiencia inédita para Magdalena y Codagnone, quienes ya interpretaron a las poetas Sylvia Plath y Anne Sexton con un concepto semejante. En este caso se trata de abordar a través de un diálogo ficticio los puntos de contacto entre dos de los más grandes nombres de la poesía nacional, entre ellos la infancia, el amor, las palabras, la muerte y otros elementos que es posible rastrear en sus respectivas obras. Por el momento la única función Trémulas, del que también participará la violonchelista Olga Marcela Farías, se realizará el próximo domingo 25 de septiembre, a las 16, en la sala Caras y Caretas, Sarmiento 2037.
“Trabajar con poesía argentina, con poetas de nuestro país, poder difundir sus obras, sus ideas, sus palabras, tanto para María como para mí es una responsabilidad y un desafío”, afirma Codagnone al ser consultada por Tiempo. “En Trémulas trabajamos sobre la feminidad, sobre las palabras que se hacen cuerpo y los cuerpos que se hacen palabra. Tanto Olga como Alejandra tienen un compromiso muy fuerte en ese sentido”, agrega para dejar claro que esta posibilidad de recrear las voces de estas dos importantes autoras representa para ambas una responsabilidad y un honor. Y no sólo por su mero rol de poetas, sino como parte de la notable estirpe femenina de la poesía argentina a la que literalmente le ponen el cuerpo. “Sin ir más lejos, eso que dice Alejandra: hacer “el cuerpo del poema con mi cuerpo”. Olga, por su parte habla de “sacralizar” la poesía, el amor y el cuerpo humano. Hay algo encarnizado en todo esto. Las hacemos carne. Somos cuatro poetas sobre el escenario”, resume Codagnone.
Lejos de tratarse de un gesto estéril, este volver a darle sonido a aquellas dos voces no sólo busca resignificar su legado poético, sino también reafirmar el lugar de la mujer. Pero ya no en el siglo XX, en una época en la que las luchas por los derechos de las mujeres estaban recién comenzado a tomar fuerza y escala global (al menos mientras ambas escritoras tuvieron oportunidad real de compartir un espacio y un tiempo común, antes de la muerte de Pizarnik, ocurrida en 1973 cuando tenía apenas 37 años), sino en pleno siglo XXI. “Creo que es interesante resignificar esos espacios y a esas autoras. Volver a leerlas y a escucharlas con ojos y oídos nuevos. Construir de la mano de ellas.”, coincide Codagnone. “Sobre todo en estos tiempos en los que la discusión acerca del género femenino está sobre la mesa. A mí con Orozco, me pasa algo en particular, creo que es una autora cuyas ideas y poética no están tan difundidas como las de Pizarnik. Y en el proceso de trabajo me encontré con pensamientos sobre la feminidad, el erotismo, el deseo femenino y el aborto que merecen ser difundidos. Cuando en un cuestionario Proust le preguntan, por ejemplo, quién hubiese querido ser, ella contesta ‘Eva capaz de matar a la serpiente’. Hay ahí un claro gesto”, agrega.
A partir de lo anterior y no sólo por el rol de Orozco y Pizarnik, sino por los perfiles poéticos de Magdalena y Codagnone –quienes no sólo parecen aspirar a una voz poética sino que de algún modo, como sus antecesoras, buscan plasmar en el tiempo una voz esencialmente femenina—, en Trémulas tal vez la poesía también pueda ser pensada como una herramienta política. “Para mí la poesía es política, no una herramienta. Es un modo de vida, de poner el cuerpo, de mirar, de escuchar, de decir”, aclara Codagnone. “Hacer poesía, entonces, es un modo de hacer política. Toda poética sienta una posición, más allá de que sea explícitamente política o no. Y dar voz a lo femenino, además de una práctica política, es una responsabilidad”.  

Artículo publicado originalmente en la sección cultura del portal www.tiempoar.com.ar

viernes, 9 de septiembre de 2016

CINE - "Los ausentes", de Luciana Piantanida: Fantsasmas de una noche de verano

Sugestiva ópera prima de Luciana Piantanida, conocida por su labor como colaboradora de Adrián Caetano, con quien escribió una decena de guiones, Los ausentes ofrece una particular mirada acerca de los duelos y del sensible universo que se va edificando en torno de las personas obligadas a atravesarlos. Lo peculiar del abordaje que la película propone tiene menos que ver con un retrato realista de los paisajes del duelo, sino con el tono elegido para contarlo. Con una estética que muchas veces se aproxima a la del cine de fantasmas, tanto desde lo narrativo como desde lo visual y, sobre todo, lo sonoro, la directora y guionista consigue hilvanar tres historias de pérdidas que, sin sacarle el cuerpo al drama, prefieren concentrarse en los estados alterados que las ausencias y los agujeros emotivos provocan en los deudos.
Lejos de regodearse en aquellas figuras retóricas del cine de terror que apuntan al sobresalto, Piantanida acierta al concentrarse en la construcción de climas enrarecidos que ponen de manifiesto el estado mental y emotivo de sus personajes, de cuyas historias tal vez no convenga adelantar demasiado, salvo que han perdido seres queridos muy próximos. Las tres historias transcurren durante el verano en un pueblo de provincia y ese clima resulta utilitario para el tipo de historia que la directora ha elegido contar. Hay algo del agobio estival que recorre toda la película y que puede notarse, por ejemplo, en el tipo de iluminación elegida. Sobre todo para las escenas nocturnas, cargadas de amarillos y anaranjados que ayudan a generar esa atmósfera de irrealidad que suele acompañar los momentos de grandes pérdidas. En esa misma dirección, el final de los tres relatos coincide con el inicio de las festividades del carnaval, espacio en donde lo onírico se cruza con lo siniestro, en un rito cuya potencia Piantanida ha sabido aprovechar para hacerlos confluir.
Con buenos trabajos de todo el elenco, Los Ausentes construye una versión verosímil de esa alienación que produce el dolor de la pérdida. Un estado mental muy próximo a la locura, capaz de desfigurar la realidad hasta hacerla parecer propia de alguien que no es uno mismo. Ese estado de enajenación está presente en los tres protagonistas, todos ellos atrapados en diferentes laberintos. Uno, en los vericuetos kafkianos de la burocracia que le sigue a la muerte; otra en un espacio doméstico, cuyos rincones no hacen más que hacer aparecer una y otra vez aquello que ya no habita ahí. Y el último que, perdido dentro de su propia percepción, se obsesiona en perseguir los rastros de una ausencia. Tres formas de encierro que se vuelven evidentes en la forma en que Piantanida hace que sus criaturas vean al mundo, siempre espiando a través de resuqicios, de puertas entornadas o de vidrios sucios que, de una u otra forma, acaban por deformar la realidad. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 8 de septiembre de 2016

CINE - "Star Trek - Sin límites" (Star Trek Beyond), de Justin Lin: Humor por el camino de la aventura

A diferencia de las incursiones cinematográficas de la troupe original de la popular serie televisiva Viaje a las estrellas (de cuyo estreno se cumplen hoy 50 años), que a pesar de contar con las presencias estelares de William Shatner y Leonard Nimoy nunca consiguió producir más que un puñado de películas modestas, el relanzamiento de la saga apadrinado por la figura cada vez más influyente de J. J. Abrams, ha conseguido completar con éxito su primera trilogía. El estreno de Star Trek - Sin Límites termina de darle forma al triángulo que componen Star Trek - El futuro comienza (2009) y Star Trek - En la oscuridad (2013), ambas con Abrams como director, productor y principal responsable del eficaz lifting operado sobre la saga. El éxito fue tal, que le sirvió al último gran creador que dio el cine fantástico de gran presupuesto para ganarse la posibilidad impostergable de dirigir el Episodio VII de La guerra de las Galaxias. Aunque continúa vinculado al proyecto como productor, lo cierto es que la salida de Abrams dejó vacante la silla de director de esta tercera entrega de Star Trek. Dicho lugar lo ocupa esta vez el taiwanés Justin Lin, quien además de conseguir que su trabajo no desentone con lo hecho hasta ahora, logra sostener el alza del producto no sólo en términos comerciales, sino sobre todo en lo narrativo y estético, sin lesionar ni debilitar el espíritu de la saga.
Tal vez el gran aporte de Star Trek - Sin Límites sea el uso del humor de un modo mucho más amplio y menos marginal que en las entregas anteriores, en las que el recurso por supuesto estaba presente, pero subsumido a la acción y la aventura. Esta vez reviste tal importancia que marca el tono de apertura de la historia, con el capitán Kirk fracasando estrepitosamente en una misión de paz cuyo objeto, a la postre, resultará fundamental en el hilo de la historia principal. Este cambio, que sin ser radical es por lo menos significativo en el tratamiento narrativo, sin dudas es menos responsabilidad de Lin como director que de la renovación completa de la plantilla de guionistas. La misma incluye esta vez a Doug Jung, novato escritor de televisión, y sobre todo al reconocido comediante y guionista inglés Simon Pegg, que además forma parte del buen elenco con el que cuenta el film. Pegg, que ha dado sobradas muestras de saber de qué se trata el asunto –su currículum incluye los libretos de películas de culto como la comedia zombie Shaun of the dead (2004) o Paul (2011), sobre la amistad entre dos fanáticos de las historietas y un E.T. medio hippón–, consigue darle al humor el espesor suficiente como para que el rol del comic relief, en lugar de encontrarse limitado a un único personaje, se lo vayan alternando entre sí las estrellas del elenco.
La película cumple con todos los presupuestos que nacieron con la famosa serie, creada por Gene Rodenberry en la década de 1960. Entre ellos el de presentar un universo rico y diverso en especies humanas o humanoides, que comparten en paz el espacio universal, unidos bajo la figura política de la Federación de Planetas. Star Trek - Sin Límites da grandes muestras de imaginación, como el diseño del planeta artificial Yorktown que, por supuesto, es una urbe moderna y fabulosa que remeda a la Gran Manzana en versión interestelar. El film aprovecha todo eso para ofrecer una visión del mundo integradora y plural, en la que todos tienen (o pueden tener) su lugar. No es casual que en medio de esa gran diversidad llevada a extremos universales, el guión se permita la interesante novedad de romper el paradigma machista y patriarcal dándole a uno de los miembros de la tripulación de la nave Enterprise una identidad que se aparta de la lógica heterosexual. Es cierto que se trata de un simple detalle dentro de una secuencia en la que seres de todos los rincones del cosmos comparten en paz un espacio urbano. Sin embargo es un gesto potente que con gran inteligencia conecta una visión de fantasía acerca de la diversidad, con una realidad concreta que trasciende la pantalla. Un gesto como ese, realizado con convicción pero sin subrayados que lo destaquen de manera artificial e innecesaria, resulta un aporte interesante a esta aventura a la que no le falta nada. Ni siquiera los explícitos homenajes a los actores Leonard Nimoy y Anton Yelchin, ambos fallecidos entre el rodaje y el estreno del film. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

domingo, 4 de septiembre de 2016

LIBROS - En busca de una identidad para la poesía argentina del siglo XXI: Entrevista con Paz Busquet, Patricia González López, Leonardo Flores y Gustavo Grazioli

Todo pasa. Esa era la frase que tenía labrada en un anillo de oro quien fuera presidente de la Asociación del Fútbol Argentino durante más de 40 años, Julio Grondona, un dirigente que logró el milagro tristísimo de que su muerte dejara a la estirpe del fútbol local, una de las más poderosas del mundo, al borde de la disolución institucional. Es cierto que ni el fútbol es poesía (aunque en ocasiones excepcionales puede ser un extraordinario catalizador para su versión más física y cinética) ni, mucho menos, Grondona un poeta, sin embargo la frase puede servir para tratar de explicar la declinación de la poesía como género masivo durante el siglo XX. Y cómo será de cierta que, así como durante las primeras décadas de ese período en Buenos Aires los poetas eran considerados verdaderas celebridades, apenas 70 años después el género se había convertido en una especie en extinción para la industria editorial.
Sirve de ejemplo el caso de Federico García Lorca, que llegó a la ciudad en 1933 y fue recibido como si se tratara del quinto Beatle. O el de Oliverio Girondo, que un año antes editó su libro Espantapájaros y para presentarlo en sociedad alquiló una carroza funeraria tirada por seis caballos, en la que transportaba un enorme espantapájaros vestido de etiqueta. Y mientras la carroza alborotaba el modesto tráfico de las calles porteñas, en un local en la todavía coqueta peatonal Florida, un grupito de chicas preciosas vendía su libro. Así agotó una primera tirada de 5 mil ejemplares en menos de una semana.
60 años en el futuro, ya en la década del ’90, los poetas eran una cofradía secreta sólo reconocida por los iniciados. El Diario de Poesía, fundado por Daniel Samoilovich en 1986, era la única publicación más o menos masiva dedicada a promover el género y sólo a aventureros y locos se les ocurría perder tiempo en escribir versos en vez de novelas. Aunque no haya sido exactamente así, la poesía entró al siglo XXI ahogada por una crisis tan grave como la que actualmente enferma al fútbol. Pero, claro, todo pasa.
Durante los últimos 15 años se registró un auge en la aparición de editoriales avocadas exclusivamente a la difusión de la poesía; se multiplicaron los festivales y concursos dedicados al género, y en la actualidad no hay un solo fin de semana en el que no sea posible asistir a jornadas de lectura, en las que los artistas comparten sus trabajos entre sí y con el público. En ese marco, los poetas surgieron con la potencia de lo inevitable. Paz Busquet, Patricia González López, Leonardo Flores y Gustavo Grazioli son poetas, todos ellos han publicado libros recientemente y algunos han ganado premios por sus trabajos. Y aunque es cierto que de ningún modo pueden ser considerados celebridades, sus obras jóvenes y en desarrollo pueden servir de botón de muestra para confirmar que, tres lustros después de la crisis, la poesía ha vuelto a gozar de buena salud. De todo eso hablaron los cuatro, respondiendo a una invitación de Tiempo.
“Actualmente la producción de poesía está en movimiento, en expansión, y se particulariza por ser heterogénea, nucleada en pequeños fragmentos representados por talleristas, ciclos y editoriales que cubren toda la línea de la producción, difusión, circulación y publicación”, admite Busquet. Sin embargo cree prudente aclarar que dicha producción sigue siendo “marginal y representa menos del 1% de la producción literaria, no genera ganancia y no es importante para los grandes grupos económicos”, atando a esa realidad “el desarrollo de editoriales independientes, cuyo surgimiento tiene que ver más con el deseo y el placer de los propios escritores de poesía” que con un fenómeno comercial.
Sus colegas coinciden con esa apreciación y Flores lo resume en una imagen. “Pienso en la imagen de la feria del libro, con todos los stands de las grandes editoriales posicionados estratégicamente y el sector de poesía marginado a un costado, lejos de las luces del centro”. Para confirmar la observación de su colega, Busquet cuenta que este año trabajó en el stand de Random House y que “cuando las personas llegaban buscando poetas había que mandarlos a las editoriales independientes, recien aterrizadas en la Feria gracias a la gestión cooperativa”. Para Flores eso se debe a que, “más allá del resurgimiento, la poesía sigue siendo marginal (en el sentido menos violento de la palabra). Porque, como dice el poeta José L. Mangieri, la poesía es un género de resistencia que no reniega de eso”.
Por su parte, aunque sabe que hoy la poesía ocupa un lugar de mayor importancia y visibilidad, Grazioli cree que “para las grandes editoriales es intrascendente que se lean o no poetas inéditos y es ahí donde la necesidad de empezar a abrir caminos hace que los que escriben se organicen y convoquen a recitales, festivales o lecturas en vivo, que tienen una importancia vital”. Sin abandonar el tono de acuerdo, González López agrega que “aunque se edite menos de lo que se escribe, y se venda menos de lo que se edita, hay mucho movimiento y espacios ganados”.
Sin quitarle mérito al “fomento del género por medio de talleres y distintas actividades ofrecidas por los centros culturales”, Flores considera que esta modesta edad de plata de la poesía se debió en buena parte al “contexto socio-económico de estos últimos años”, que sostuvo “el crecimiento de las históricas editoriales de poesía, a las que se sumaron nuevos proyectos editoriales nacidos en plena crisis”. González López suma a esas variables los “esfuerzos personales, grupales y editoriales” de los propios poetas, que además de escribir “editan a otros poetas, organizan ciclos y hacen que pasen cosas”. Y pone como ejemplo al Slam de Poesía Oral, “que arrancó con el impulso del poeta Sebakis, y después se corrió la voz, creció y todos querían participar o ir a escuchar”, consiguiendo que “la fórmula se repita en las provincias, que se den clases de Slam, y llegue a la Feria del Libro, al Filba. Se institucionalizó un fenómeno que se generó desde lo personal, y ahí hay una marca”.
Por su parte Busquet admite que “la disminución de los costos y la proliferación de las redes sociales como espacio de difusión fueron factores determinantes” del crecimiento. Y compara el crecimiento de la escena poética con el fenómeno del teatro independiente que, según ella, es “una industria que se expande a pérdida”. “El teatro independiente —dice— está bien visto en el exterior y los extranjeros vienen a Buenos Aires buscando teatro vivo. Todo campo en expansión, que respira y late, produce hallazgos y aberraciones. En eso estamos con la poesía”. Grazioli en cambio le busca al fenómeno una explicación ideológica antes que social, ligando ese aumento en el consumo y la producción poética a la decisión de “quitar a la poesía del pedestal de solemnidad para poder utilizarla como canal más de expresión o como vehículo urgente para describir un contexto”.
Por eso mismo Grazioli cree que hoy “la poesía no está escrita desde una búsqueda estética”, y que está menos preocupada por intentar “escribir versos alejandrinos u octosilábicos” que por generar imágenes potentes que él define “como fotografías cotidianas que se detienen en denunciar o contar algo”. González López coincide de forma parcial con la mirada de su colega. Por un lado afirma que la poesía actual es “un juego con la realidad más que con el lenguaje”, en el que “se habla de las redes sociales, de los barrios, de amor y parejas, temas vinculados a las luchas de género, clase social, política”. Pero también sabe que con sólo apartarse un poco "la cosa cambia, hay más lírica, más costumbrismo, más referencia a la naturaleza y tantos estilos como paisajes y climas”. Para Flores esa variedad “respecto a lo que se habla y escribe” no es nueva, sino un continuo que nació “a partir de finales de los ‘80 y que con la posterior generación de los ‘90 la poesía argentina gano en diversidad”. “Yo no hablaría de poesía de los ‘90, sino de ciertos poemas que configuran una época”, dice Busquet y va un poco más allá en el análisis al afirmar que esa diversidad es un poco hija de la ausencia de nombres que se destaquen dentro de la escena poética, porque “sin poéticas o escritores que pisen fuerte, prolifera el yo y el énfasis en la individualidad”. Y sostiene con firmeza que “habría que hacer crítica de literatura y procedimientos, figuras, métrica en vez de poner la atención en la teoría social”.
Si en algo acuerdan los cuatro es en descreer de la existencia de una identidad poética propia del siglo XXI y de un núcleo que la represente. “Lo que se puede leer es algo en proceso de formación que oficia de trinchera ante los embates de la vida de todo los días. Por mi parte, sólo soy un pasajero de este vehículo que sirve para expresar”, dice Grazioli. González López lo explica entre dudas y certezas: “No sé si estoy incluida en una generación poética, pero sí me siento identificada con algunos más que con otros. Tengo mi grupo afectivo con el que compartimos poesía para ver cómo estamos”. Aunque también acuerda con la idea, Flores cree que a pesar de esa ausencia de un criterio generacional “puede ser que esta diversidad mencionada, dentro de algunos años termine expresando una identidad poética”. Y destaca que “si hay un rasgo que caracteriza a esta hipotética generación del siglo XXI” respecto de las anteriores, “es la ausencia de voces líderes y ese rasgo marca una diferencia”.
Pensando en la evolución del escenario con vistas al futuro inmediato, González López confía en que el panorama poético “va a seguir creciendo, que va a crecer el tema de la escritura de género, de la soledad entre la multitud. Y la denuncia, porque si el contexto político sigue así, creo que va a redundar en escribir sobre la desolación que produzca y se volverá cada vez más cruda, porque hay un contexto cada vez más áspero que nos sacude”. Por ese mismo camino parece ir Flores, para quien de haber un cambio “su rumbo estará ligado al contexto socioeconómico de los años próximos y al modo en que condicione al movimiento poético y su vida cotidiana”. Por su lado Busquet amplia la mirada hacia lo académico. “Una cuestión a tener en cuenta es la aparición de carreras y maestrías de escritura creativa”, dice la poeta, “instancias complejas de legitimación, de despliegue de contactos y de reconocimiento que, no sin cierto peligro, pueden llegar a cristalizar el movimiento del campo poético”. Sin perder el humor, Grazioli imagina “una producción poética restaurada con palabras que se usan solamente en redes sociales, algo así como un cruce poético de Facebook con Tinder. Más que eso no puedo decir: no me siento capacitado”. 

Poetas para empezar a leer

Destacar el nombre de algunos colegas también formó parte de esta conversación entre poetas sobre la actualidad del género y sólo Leonardo Flores se excusó de hacerlo. Autor de Constelaciones (Huesos de Jibia, 2009) y ganador del 14° Certamen Internacional de Poesía Mis Escritos por Lunático (2016), su tercer libro, Flores cuenta que nunca estuvo “muy al tanto ni muy encima de los autores contemporáneos”, porque en lo personal siempre se interesó más por “los autores surrealistas, los autores del movimiento Poesía Buenos Aires o los poetas del Di Tella”.
Por su parte Gustavo Grazioli, que acaba de publicar No es la muerte de nadie (Wu Wei), afirma que “la poesía de Walter Lezcano es la mayor representación de lo que pasa en nuestra actualidad. Está escrita con la frescura propia de quien tuvo vivencias genuinas, no hay pose”. También destaca a Flor Codagnone, en cuyo trabajo encuentra “una potencia que no solo se dirige a llamar a las cosas por su nombre, sino que es una invitación a reflexionar simbólicamente sobre la mujer”. Y por último, deja el nombre de otro autor, Juan Rapacioli, cuyo libro Dispersión, dice, “me partió la cabeza”.
Paz Busquet, cuyo primer libro, Crudas, fue editado este año por editorial Audisea, se encarga de destacar “las voces poéticas y las producciones de Alejandro Crotto, Natalia Litvinova, Mariano Blatt”, a las que encuentra “bastante representativas en tanto instancias bien diferentes y propuestas particulares”. Y no deja pasar la oportunidad de mencionar también al mexicano Óscar de Pablo.
Por último, Patricia González López, autora de Doliente (Cospel Ediciones, 2016), considera que la variedad de la poesía argentina contemporánea hace que sea “muy difícil simplificar” la enumeración de colegas destacables. “De lo que conozco (ojalá conociera toda la poesía de Argentina) respeto y admiro muchísimo el trabajo de Fernando Bogado, Walter Lezcano, Gabriela Pignataro, Nadia Caramella, Mariela Laudecina, Emanuel Frey Cinelli; Paulina Cruzeño, Grau Hertt. Autores que traspasaron la moda y hoy son parte fundamental de la escena de la poesía”.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo.

viernes, 2 de septiembre de 2016

CINE - "Kubo y la búsqueda samurai" (Kubo and the Two Strings), de Travis Knight: Amor por la animación

Los estudios Laika, modestos si se los compara con los todopoderosos Disney, Pixar, Dreamworks o Sony, son el gran secreto a voces del cine de animación del siglo XXI. Especializados en el arte del stop motion, todas sus películas hasta ahora han sido nominadas a los Oscar y que nunca lo hayan ganado tiene que ver más con asuntos de lobby y marketing que con sus inagotables virtudes y méritos artísticos. Porque eso es lo menos que puede decirse de El cadáver de la novia (Tim Burton, 2005); Coraline (Henry Selick, 2009); ParaNorman (Chris Butler y Sam Fell, 2012), y Los Boxtrolls (Graham Annable y Anthony Stacchi, 2014). Cuatro films de registro fantástico que abrevan en la vertiente más oscura del relato infantil, aunque la etiqueta les quede chica. Por ese mismo camino corre el último trabajo de Laika, Kubo y la búsqueda samurai, dirigida por Travis Knight, quien participó de (casi) todas las anteriores como animador y hoy es director artístico del estudio.
Así como Laika parece trabajar a contra moda, resistiendo en el terreno de la animación cuadro a cuadro cuando la variante digital demostró ser uno de los grandes negocios de los últimos 20 años, Kubo también se aparta del imaginario y la estética habitual del mainstream. Y si sus antecesoras incursionaron con éxito en géneros infrecuentes en el cine para chicos, como el relato gótico y de terror o el cine de zombies y fantasmas, ahora es el turno del relato mítico. Basado libremente en la tradición japonesa, el film abunda en referencias vinculadas al budismo y al sintoísmo. Esta última doctrina, sobre todo, sirve para explicar por qué en Kubo el orden físico convive naturalmente con espíritus (buenos y malos), brujas, monstruos, animales parlantes, reencarnaciones, hechiceros y hechizados.
Como en todo relato legendario, la película comienza reclamando atención. “Si van a parpadear, háganlo ahora” es lo primero que dice la voz en off que se encarga de poner en marcha la historia y al mismo tiempo remite al origen oral de mitos y leyendas. La importancia de ese registro oral dentro de la película se ve reforzado por la historia del protagonista. Kubo es un niño tuerto de 12 años que se gana la vida como juglar, cantando aventuras de samurais en la aldea en la que vive con su madre. Utilizando un shamisen mágico (instrumento musical de tres cuerdas, típico del Japón y ejecución similar a una guitarra), Kubo le da vida a distintas figuritas de origami con las que representa las andanzas de un samurai que se enfrenta a todo tipo de monstruos, incluida una gallina que escupe fuego.
La historia tiene vericuetos tortuosos que incluyen, además del niño mutilado, a un abuelo perverso, dos tías asesinas, un padre muerto en batalla y una madre traumada y sobre protectora (aunque tal vez todo lo anterior justifique su preocupación). Pero la belleza de Kubo no descansa únicamente en lo atractivo de su relato o en la maravillosa e imaginativa puesta en escena, sino en una poética del cine que puede ser leída como una carta de amor al propio oficio de la animación artesanal. Porque si en Kubo una voz en off cuenta la historia de un chico que cuenta historias, con su instrumento  y sus muñequitos de papel plegado el protagonista realiza el mismo trabajo que Knight hace con plastilina y una cámara. Este último en un estudio de cine, en el siglo XXI; aquel sobre el piso de tierra del mercado, en una aldea del Japón medieval. Los dos con algo de mágia.


Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 1 de septiembre de 2016

CINE - "La luz incidente", de Ariel Rotter: El peso de la ausencia en blanco y negro

“Anoche soñé con tu hermano”, dice una mujer recostada en un sofá. Unas piernas cruzadas de mujer que entran a cuadro por un costado hacen pensar que se trata de una sesión de paciente y psicoanalista, pero no. Es una madre hablando con su hija. El registro fotográfico en perfecto blanco y negro le da al cuadro un tono atemporal: podrían ser los años 50 o la semana pasada. En la siguiente escena Luisa, la hija, huele unas camisas de hombre y se acaricia el rostro con ellas, en un acto que tiene algo de fetichismo. El fetichismo del duelo. De eso, de los agujeros que deja la ausencia, se trata La luz incidente, el nuevo trabajo de Ariel Rotter, el director de Sólo por hoy y El otro.
La película avanza a través de una sucesión de planos medios o de planos generales apretados, la mayoría de ellos fijos, porque la cámara sólo se desplaza si Luisa lo hace, como si necesitara economizar energía, sabiendo que a medida que avance la historia demandará una inversión mayor. A veces ni siquiera pierde tiempo en ajustar el foco, sino que se limita a esperar que sea el propio movimiento de los personajes el que los vaya haciendo entrar en él. En esa paciencia hay arte. En la piel de Luisa, esta joven que a mitad de los 60 acaba de enviudar y debe criar sola a sus mellizas bebés, Erica Rivas luce estupenda. El gran trabajo de vestuario, maquillaje y peinado la hacen ver como una Audrey Hepburn melancólica y carnosa. La aparición de Marcelo Subiotto en el rol de Ernesto, un pretendiente al que conoce en una fiesta, sacude el relato, que con él gana en humor y en absurdo. Al principio como parte de una estrategia de seducción; luego como efecto colateral de su propia personalidad.
Luisa le cuenta a su madre que conoció a un hombre. “¿Cómo se llama?”, pregunta ella. Luisa contesta: “Ernesto”. “¿Y apellido no tiene?” La nueva pregunta ayuda a reconstruir un contexto en el que el apellido de un hombre y el respaldo de una familia eran un bien social muy preciado. Sobre todo para una joven madre viuda, que con la pérdida de su marido también ve tambalear su posición y estabilidad. La primera cita de Luisa y Ernesto es sintomática y marca cuál será la tónica, el color del vínculo. El la lleva a un club de jazz y ella intenta mostrarse interesada. En cambio, Ernesto parece menos preocupado por ella que por sostener su propio personaje de hombre fascinante. Esa noche al volver a su casa, Luisa se quedará planchando las camisas de su marido muerto hasta la madrugada.
El contrapunto con Subiotto potencia la labor de Rivas, quien es capaz de transmitir cualquier emoción, sentimiento o estado de ánimo con el solo movimiento de sus ojos. De un modo extraordinario ella se desdobla entre la mujer que resiste los embates amorosos cada vez más invasivos de Ernesto, y la madre estoica y obsesionada con el bienestar de sus mellizas. No es la primera vez que Rivas compone a una madre de tal potencia dramática. Lo hizo de forma igualmente brillante en Por tu culpa, de Anahí Berneri.
La escalada de seducción de Ernesto (que empieza a parecerse a Droopy) se vuelve más torpe y grotesca, pero sin vulnerar nunca su estampa de hombre protector y seguro de sí mismo. Gran mérito de Subiotto, quien logra que su personaje siga siendo cautivante incluso en los momentos en los que produce vergüenza ajena. Cuando al fin le pide su mano, Ernesto no escucha a Luisa sino que, como en club de jazz, permanece deslumbrado por su propia fantasía, la de pertenecer a una familia que no lo incluye. Pero no hay una pizca de egoísmo en su actitud. Más bien una ineficacia supina para manejar sus propios sentimientos y deseos, y para entender ya no el duelo ajeno, sino a la mujer que tiene delante. Ernesto es, en definitiva, un típico hombre de los 60, un modelo que, sin embargo, no se ha extinguido.
Sobre el final la cámara realiza el único movimiento disrruptivo de todo el relato, porque es posible detectar en él su obvio carácter de declaración estética. Se trata de un exquisito travelling en retroceso a través de un pasillo, que al principio le va dando aire al plano y parece quitarles presión a Luisa y sus hijas, que están solas en el living de la casa. Pero enseguida una serie de puertas van reenmarcando una y otra vez a las tres mujeres, subrayando el encierro, hasta que la cámara se detiene y el foco las va deshaciendo, convirtiéndolas a ellas también en fantasmas. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

CINE - "Nerve, un juego sin reglas" (Nerve), de Henry Joost y Ariel Schulman: Simpatía por los giros inesperados

Exponente logrado de un cine que consigue incorporar con éxito a su relato las interfaces gráficas de las diferentes plataformas digitales que hoy se encuentran integradas a la vida social, Nerve, un juego sin reglas, es también un ejercicio narrativo que le propone al espectador un tour de force por una amplia paleta de géneros. Un paseo que comienza como una típica historia de coming of age en la que Vee (Emma Roberts), una adolescente tímida que en su último año de secundaria no termina de encontrar su lugar en el mundo, debe empezar a afrontar las decisiones que implican la inminente integración al universo adulto. Mediante un montaje gráfico ágil, el inicio muestra desde la subjetiva de Vee el escritorio de su PC, en el que abre múltiples redes sociales, su casilla de correo para escribir un mensaje dirigido a la universidad a la que su madre pretende que vaya, y atiende una llamada de Skype de su mejor amiga Sydney. A través de ella descubrirá la existencia de Nerve, un juego online al que se describe como un Verdad-Consecuencia pero sin la parte de Verdad. Un juego en el que quienes deciden participar deben cumplir con los desafíos que los que simplemente eligen ser espectadores anónimos les van proponiendo. Por supuesto que Vee, que siempre ha hecho del bajo perfil su religión, acabará participando para demostrarle a la desinhibida Syd que ella también puede tomar riesgos.
Nerve es el nuevo opus de la pareja de directores integrada por Henry Joost y Ariel Schulman –que este año no estrenarán una sino dos películas en Buenos Aires (la próxima es Viral)—, quienes manejan con acierto los tonos de los diferentes segmentos del film. Si cuando Vee conoce a Ian (Dave Franco) en su primer desafío, la mención de la novela Al faro de Virginia Woolf genera un link literario que parece extenderse en la recorrida que la pareja comienza por la noche neoyorquina, al estilo del recorrido de Holden Caulfield en El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, pronto la cosa volverá a tomar un rumbo inesperado. Esta vez cercano al clima paranoico diseñado por David Fincher sobre múltiples capas de engaño en Al filo de la muerte (The Game, 1997). Porque Nerve le va proponiendo a Ian y Vee desafíos cada vez más riesgosos, rodeándolos de una red en la que los propios participantes son parte de un complot de escala global. Schulman y Joos consiguen generar impacto, tensión y suspenso con cada nueva prueba y se guardan para el final un nuevo giro, que a pesar de tener una obvia intención moral (en eso se parece a la saga 12 horas para sobrevivir), no deja de resolver la cosa de un modo atractivo (y feliz). Es cierto que a esa altura no todo se mantiene verosímil, pero tampoco importa demasiado. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.