viernes, 19 de mayo de 2017

LIBROS - Identidades mitológicas: La ley del deseo

Es una vieja costumbre de las personas hacer a Dios, o a los dioses, responsables absolutos de lo creado. Así todo lo que es dado, tanto lo bueno como lo malo, procede de su mano y para cada uno de sus rasgos o gestos existe un reflejo que se multiplica, abominable, en el carácter imperfecto de lo humano. En todas las versiones del mito de origen, las fuerzas creadoras le imponen al hombre el destino de la semejanza, dejándole a sus criaturas el legado de sus propias virtudes y miserias, sus mismos recelos, temores y deseos.
La literatura mítica abunda en relatos en los cuales el protagonista va configurando su identidad en la dirección hacia la cual su propio deseo lo va guiando. Así, son los héroes, dioses y semidioses quienes se encargaron, allá, en los confines de la historia, de abrir el abanico de identidades con los que un individuo puede definirse a sí mismo hoy en día. Aquí, un breve e incompleto catálogo de mitos y divinidades que supieron esculpir su propia identidad sobre el margen de las convenciones:
Uno de los poemas épicos más antiguos de los que se tiene conocimiento es el que narra las hazañas de Gilgamesh, de origen sumerio. Se trata de un héroe en cuya persona se registra un rasgo que se repetirá en otros: el carácter múltiple de su naturaleza, en la que se funden lo humano y lo divino. Gilgamesh tenía dos terceras partes de dios y la restante de hombre, una duplicidad desequilibrada que volverá a manifestarse en el avatar de su deseo. Rey despótico, Gilgamesh solía llevar la opresión al plano sexual, haciendo uso del derecho de pernada. Su pueblo oprimido recurre a los dioses para liberase del yugo y estos envían a Enkidú, quien había sido criado salvaje. Enkidú desafía al rey justo cuando está por consumar el amor con una doncella y luchan sin tregua. Por fin, Gilgamesh deja de pelear, pero Enkidú le reconoce su carácter divino y superior. Este gesto de mutua admiración marcará, como se dice en el final de Casablanca, el inicio de una gran amistad, que los muchachos inauguran con un beso. Cuando Gilgamesh le propone partir en busca de aventuras y gloria, Enkidú se pone a llorar. “Entonces se cogieron de la mano como una pareja de novios”, dice el poema, y así realizaron muchas hazañas. Hasta que la diosa Ishtar, despechada porque Gilgamesh prefería andar por ahí con su amigo que yacer con ella, envía el Toro del Cielo para matarlos a ambos. Enkidú muere y el sobreviviente Gilgamesh dedica el resto de su vida a buscar el secreto de la inmortalidad, tal vez para compartir la eternidad con él. Eso es amor.
No es raro encontrar en esta saga reminiscencias de la relación entre Aquiles y Patroclo, también unidos por una mutua admiración tramitada desde lo carnal. Como Gilgamesh, Aquiles es un semidios, dualidad que se proyecta sobre su identidad sexual. Asimismo la muerte de Patroclo representa para él una fuente de dolor e ira que necesita ser aliviada. Mucho más básico que su par sumerio, a Aquiles ni se le pasa por la cabeza el resarcimiento poético de la eternidad, sino que necesita enfrentar a Héctor –líder troyano que mató a Patroclo en combate y verdadero héroe de La Ilíada—, a quien derrota y humilla arrastrando el cadáver con su cuadriga. Sin embargo, queda en el lector la sensación de que ninguna de las injurias que Aquiles le provoca al cuerpo sin vida de Héctor alcanzan para aliviar el desasosiego que le produjo la muerte de su amigo y amante.
Pero la dualidad no es sólo cosa de semidioses. Dionisio es entre las divinidades helénicas el de sexualidad más ambigua, dueño de una historia repleta de duplicidades, comenzando por su nacimiento. Hijo de Zeus, Dionisio tiene muchas madres probables, según quien cuente su historia. La más difundida dice que el padre de los dioses sedujo a Sémele “disfrazado de mortal” y que cuando esta, ya embarazada y por consejo de Hera (esposa de Zeus, ladina y celosa cuanto cornuda), le exigió a su amante que revelara su verdadera naturaleza, murió carbonizada al corporizarse Zeus en la figura del rayo. Para salvar al feto, Zeus lo implantó entre los músculos de su propio muslo y ahí terminó de gestarse, de lo que resulta que Dionisio es el único dios olímpico no nacido de una mujer, sino de un hombre. Es por eso que se lo suele llamar con el sugestivo apelativo de “el hijo de la doble puerta”, un manifiesto de ambigüedad en sí mismo. Para despistar a la vengativa Hera, Dionisio fue criado como niña en un gineceo. El filósofo y polemista español Nicola Lococo afirma en su libro Historia oculta de la masonería que la figura de Dionisio, hombre nacido de hombre pero criado como niña, sería fundamental en la transición mitológica acontecida del culto arcaico a la Gran Diosa Madre al panteón masculino regido por Zeus y, por ende, un símbolo del paso del primitivo matriarcado al patriarcado moderno que aún rige las sociedades occidentales.
Artemisa, la cazadora, gemela de Apolo, le pidió a su padre Zeus ser para siempre doncella, para no ser tocada nunca por un hombre, seres por quienes sentía un marcado desprecio. Pregúntenle sino al pobre Acteón, quien por casualidad tuvo la desgracia de verla desnuda mientras se bañaba en un arroyo. Para evitar que este se jactara entre sus amigos de haberla visto al natural, la diosa convirtió al desgraciado Acteón en ciervo y lo hizo despedazar por una jauría de 50 perros. Es cierto que no hay nada más odioso que un grupo de machitos vociferando acerca de sus hazañas en la conquista, pero 50 perros hambrientos parecen un castigo excesivo. Aunque el hecho de ser hija de un padre con un alarmante prontuario de violaciones sin duda justifica su hipersensibilidad en estos temas.
El caso es que Artemisa era además la diosa que las amazonas eligieron como protectora y la decisión suena lógica. Célebre raza de mujeres guerreras, las amazonas despreciaban compartir la vida con los hombres, aunque solían permitirse algunas canitas al aire. Eso sí, siempre en el bosque y a lo oscuro, no fuera que alguien las viera y diera por tierra con su fama de recias. Y si llegaban a quedar embarazadas, fruto de esos deslices, ni bien parían a sus hijos los mandaban derechito con sus padres, para que de la crianza y los pañales se encargaran ellos.
Las amazonas fueron además pioneras en eso de intervenir el propio cuerpo en pos de imponer la identidad deseada por sobre la identidad dada. Privilegiando su naturaleza bélica, estas chicas solían amputarse o mutilarse uno de sus senos, por lo general el derecho, ya que su protuberancia representaba un obstáculo para alcanzar la excelencia en el manejo del arco, la saeta y el venablo, sus armas favoritas. La reina Pentesilea es la más famosa de las amazonas, quien fue muerta en combate justamente por Aquiles, cuando tras la muerte de Héctor un ejército de las bravas guerreras acudió en auxilio de los troyanos. Dicen que Aquiles se enamoró de Pentesilea en el mismo momento en que la atravesaba con su espada, en una escena de notable obviedad alegórica. El dato confirma dos cosas: que Aquiles era bisexual y que, por lo pronto, se había olvidado rápido de Patroclo. 

Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.

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