viernes, 2 de junio de 2017

CINE - "Amasekenalo", de Paulo Pécora: Narrar lo ajeno

El estreno de Amasekenalo, de Paulo Pécora, resulta un momento infrecuente en la cartelera porteña. En primer lugar, porque se trata de un proyecto que surge como una propuesta que el director recibe para filmar el making off de la película Los dioses de agua, de Pablo César, primera coproducción entre la Argentina y Angola, ex colonia portuguesa ubicada en el África ecuatorial. Y si bien el trabajo de Pécora excede en mucho las fronteras de lo que es un making off, para adentrarse lisa y llanamente en el terreno del documental e incluso en el cine de aventuras, lo cierto es que se trata de un material pensado en su origen para ser incluido entre los extras de un DVD. Si Amasekenalo es mucho más que eso se debe no sólo a la pasión con que Pécora registra lo ocurrido en torno del rodaje, sino a la decisión de permitirse captar lo esencial de la experiencia de retratar lo ajeno. Incluir al espectador, para que también pueda ser parte de esa experiencia, representa el enorme valor agregado que el director le aporta al proyecto original para llevarlo mucho más allá de sus propias limitaciones.  

–Usted es un director al que le gustan los escenarios atípicos y agrestes, así que esta propuesta de filmar en Angola debe haberle resultado ideal.
–Fue algo inesperado. Nunca hubiera imaginado viajar a Africa, nunca lo planee ni lo mencioné como un destino posible. Fue algo caído del cielo. Cuando Pablo César me convocó, primero fue una sorpresa y después la ilusión de viajar a un lugar alucinante, como después descubrí son Angola y Etiopía. Lugares “de película” en los que podría filmarse casi cualquier cosa, pero sobre todo aventuras, y en particular una medio existencial y fantástica como la que fue a filmar Pablo, que gira en torno de la investigación del protagonista sobre los dogón y los chokwe, dos las culturas antiguas de Angola. En esos espacios todo me resultaba inesperado y alucinante: ríos, cataratas, montes, caminos selváticos rodeados de campos minados...  
–¿Cómo campos minados?
–Es que Angola vivió más de cuarenta años en guerra, entre las guerras de independencia, entre 1961 y 1975, y la guerra civil que estalló enseguida y duró hasta 2002. De hecho, es el conflicto civil más largo de la historia moderna de Africa.  
–¿Y las consecuencias de esos cuarenta años de guerra todavía son visibles?
–Claro, los campos minados son una consecuencia aún viva de eso. Sobre todo en el campo, al costado de las rutas rurales, donde te decían que no te movieras más de cinco metros para evitar el peligro. Además, es común encontrar tanques y carros bélicos destruidos. Y sobre todo lo notás en la gente: en Luanda, la capital, está lleno de personas que andan con muletas, que perdieron una pierna porque estuvieron en la guerra o al pisar una mina por accidente una vez que la guerra había terminado. Hay mucha gente lisiada en la calle.  
–Más allá de lo doloroso de percibir esa realidad, parece la descripción de un escenario cinematográfico.
–Sí, pero no sólo de una película bélica. En los escenarios naturales te sentías como en una película de Indiana Jones. El segundo tramo del rodaje transcurrió en Etiopía, en los monasterios de Lalibela, unos templos cristianos excavados en las montañas en el siglo XII, en plena expansión islámica, con la idea de crear una segunda Jerusalem que frenara ese avance, porque en Etiopía son Coptos, una rama antigua del cristianismo. Templos cavados en las laderas de las montañas a los que se accede por túneles subterráneos... Sólo con recorrerlos te sentís en una película.  
–Si bien su film surgió como making off, y aunque es evidente que se trata de una película que retrata la filmación de otra, también es más que eso.
–La verdad que me daba mucho temor estrenarla, porque como se trata de un encargo no termino de sentirla una película mía. Fue un trabajo. Y a mucha honra, ojo, porque fue muy grato de hacer. Pablo me invitó primero como periodista, para cubrir el rodaje para Télam, donde escribo, y después surgió lo del making off y la idea me encantó. Me llevé una cámara de video, con la que hice la película, una de súper 8 y una de fotos analógica. Todo ese material lo tengo y quiero hacer otra película, pero ya en torno a mi viaje personal. Y la idea era realizar un registro del trabajo de Pablo, su vínculo con el equipo técnico que viajó con él y también con la pata africana de ese equipo. Pero a medida que avanzábamos, la cosa se iba haciendo cada vez más amplia, inabarcable, porque había tantas cosas sorprendentes que no podía dejar de filmar. Estaba todo el día filmando lo que pasaba en el rodaje, pero también lo que se desataba en torno a él. Y todo eso se fue sumando.  
–¿Y cuál fue el criterio para decidir qué cosas incluir en el montaje final?
–Mi intención fue generar un montaje que no fuera sólo un flujo de imágenes, sino que narrara algo pero de manera rítmica. Las imágenes que elegí se relacionan por forma o duración, por color o temática, y el choque entre esas imágenes va creando el ritmo. Esa fue la premisa básica, porque tengo tanto material que podría hacer otras tres películas. La adopté además porque era la más rápida y como se trata de un encargo tenía una fecha para entregarlo. Si hubiera sido por mí, me habría quedado un año trabajando en la película.
–Dentro de su película incluye escenas de la de César y la diferencia de calidad de las imágenes es abismal. ¿Para que le sirvió a usted como director hacer explícito ese contraste?
–Yo encaré mi trabajo de construir un relato a partir del trabajo de Pablo también como una aventura. El llevó un equipo reducidísimo de siete personas incluyendo al actor Juan Palomino y a mí. Después se sumó Charo Bogarín, cantante de Tonolec, que no sé cómo llegó hasta ahí. Incluir esas imágenes es interesante porque permite entender cómo decidió encarar su aventura junto al director de fotografía Carlos Ferro Gómez, filmando todo en 35 mm, con lentes anamórficas y en formato de cinemascope. La calidad es impresionante. En cambio, yo filmé en video con una cámara que ni siquiera era digital, sino una miniDV, de las que filman en los cassettitos chiquitos.  
–¿Y eso por qué? Es una cámara vieja.
–Porque entre las cámaras que podía conseguir era la que conocía mejor, pero además porque es un equipo muy noble y macizo. Sabía que iba a estar cómodo con ella y que no me iba a traer problemas que no pudiera resolver yo mismo en la selva o el desierto. Además, tiene una imagen que me gusta mucho. Es el tipo de cámara que en los ‘90 se usaron para filmar las películas del Dogma. Recuerdo haber visto en el Bafici Los idiotas (1998) de Lars von Trier y quería lograr ese tipo de textura. El choque entre ambas calidades refleja ese juego de cajas que significa filmar una película dentro de una película. Poner esas imágenes es una forma de ver lo que veían mis propios personajes mientras los estaba filmando y le da al relato una circularidad que además sirve para terminar de sumarle un clima mágico a mi película.  

* Amasekenalo, de Paulo Pécora, se proyecta todos los jueves, sábados y domingos de junio en el Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

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