viernes, 23 de febrero de 2018

CINE - 68° Berlinale, Día 8: Los dilemas de una mujer

Como cantaba Ricardo Soulé en “Presente”, la más mítica canción de esa banda seminal del rock argentino que es Vox Dei, todo tiene un final, todo termina. Y la 68° edición del Festival de Cine de Berlín, la Berlinale, transita ya sus últimas jornadas. De hecho hoy tuvieron su estreno las últimas dos películas de la Competencia Internacional que aún quedaban por verse, la polaca TWARZ, de la directora Malgorzata Szumowska, e In den Gängen, del alemán Thomas Stuber. Una competición que tuvo algunas presencias destacadas, como la de los cineastas estadounidenses Gus van Sant, que presentó Don´t Worry, He Won’t Get Far on Foot, su nuevo trabajo en el que Joaquin Pheonix interpreta al humorista grafico John Callahan, fallecido en 2010. O la del regresado Steven Soderbergh, cuyo anunciado retiro duró menos que la presidencia de Rodríguez Saa. El director de Traffic presentó en la capital alemana Unsane, film de suspenso que coquetea con el terror psicológico, filmada por completo con la cámara de un Iphone. Unsane está protagonizada por Claire Foy, la actriz inglesa que saltó a la fama global tras interpretar a la Reina Isabel de Inglaterra en The Crown, la popuar serie de Netflix.
También se acerca el final para la participación argentina, cuyo paso por Berlín puede considerarse exitoso. También hoy, pero por la noche, tendrá lugar la última proyección de La omisión, film que marca el debut como director de Sebastián Schjaer, quien habitualmente se desempeña como montajista. Un rol que ha ocupado en algunas de las últimas películas de celebrado director de cine independiente argentino Matías Piñeiro, como La princesa de Francia o Hermia & Helena. Pero aunque La omisión es su primer largometraje, y obviamente el primero en participar de un evento de la magnitud de la Berlinale, Schjaer ya cuenta con una buena experiencia en esto de pasar por grandes festivales, ya que sus dos cortometrajes previos participaron de diferentes competencias en el glamoroso Festival de Cannes.
La historia que cuenta La omisión se desarrolla en la ciudad de Ushuaia y la película comienza con una escena incómoda. Una chica muy joven camina apurada por la banquina nevada de una ruta, cargando un bolso enorme. Pronto queda claro que trata de dejar atrás a un hombre que la sigue e intenta detenerla cerrándole el paso con un auto. Ella lo esquiva, pero el hombre insiste. No es ninguna sorpresa que él, a quien la cámara evita mostrar, parezca conocerla y sepa su nombre. “Paula, ¡pará!”, dice una voz masculina desde fuera del plano. Pero Paula no para sino que, por el contrario, se cruza al lado opuesto de la ruta corriendo entre los camiones que pasan y se aleja del hombre que la sigue caminando en la dirección contraria.
Enseguida se hace evidente que Paula está en Ushuaia solo por necesidad. Por trabajo. Pero no pasarán más que un par de escenas hasta que ella se enteré que se ha quedado sin el que tiene en el hotel donde realiza tareas de limpieza y servicio de cuartos. Pero Paula se mueve rápido y no tarda en conseguir algunas changas. En una de ellas, trabajando como ayudante de guía de excursiones conocerá a un chico algo mayor que ella que se dedica a sacar fotos en los hoteles y pistas de esquí. Él tendrá que insistir varias veces hasta que ella acepte salir a dar una vuelta con él. Y cuando lo haga y este intente besarla, ella le responderá que si quieren estar juntos ella le “tiene que cobrar”. La situación que genera esta forma poco usual de expresarse vuelve a provocar incomodidad. No sólo porque el verbo tener indica que Paula no es una prostituta, que se trata de una cuestión circunstancial (ella le tiene que cobrar ahora, pero tal vez en otro momento no lo haría), sino que comienza a dejar entrever que hay en la protagonista una necesidad mayor de la que su parquedad y su personalidad seca permiten conocer.
Schjaer es un cineasta joven pero parece haber asimilado bien algunas de las lecciones y características del cine de Luc y Jean-Pierre Dardenne. Porque está claro que La omisión es un film con mucho de dardenniano, tanto en sus intenciones estéticas como en el interés temático por una historia no exenta de una despojada pero no aséptica mirada social. Por cierto que la presencia de la actriz Sofía Brito y su interpretación colaboran en la construcción de esa atmósfera de realismo visceral que es propia de las películas de los hermanos belgas. Es que no solo el dilema que debe enfrentar Paula se encuentra emparentado con el de las antiheroinas dardennianas, sino que incluso fisonómicamente Brito responde al modelo que interpretaron por ejemplo Émilie Dequenne en Rosetta o Arta Dobroshi en El silencio de Lorna. Y su trabajo poco tiene que envidiarle a aquellos.
El director mantiene la narración bajo riguroso control y no se apresura ni para avanzar en el relato ni para ir entregándole al espectador aquella información vital que le permitirá ir armando el rompecabezas que representa la protagonista. Las preguntas que el relatio va generando son muchas, pero Schjaer irá respondiendo algunas sin perder la paciencia y dejará otras en el aire para que cada quien imagine cuál es el final de la historia de Paula y cuáles los motivos que la llevarán a tomar la decisión con la que se cierra La omisión, siempre bajo el signo de la angustia. 

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

CINE - "Una mujer fantástica", de Sebastián Lelio: Una fuerza de la naturaleza

Como si contuviera en su interior una fuerza ingobernable, la película Una mujer fantástica del cineasta chileno Sebastián Lelio, viene causando conmociones a su paso desde el mismo día de su estreno, ocurrido exactamente hace un año en la edición anterior de la Berlinale. En aquel momento fue centro de innumerables elogios, dentro de una competencia de la que también participaban trabajos de directores consagrados como el finés Aki Kaurismaki, el coreano Hong San-soo y de la que resultó impensada ganadora En cuerpo y alma, de la húngara Ildikó Enyedi. Doce meses después la situación se repite como un deja vú: Una mujer fantástica y En cuerpo y alma vuelven a competir, esta vez por el Oscar a la Mejor Película en Lengua Extranjera. Y la de Lelio vuelve a ser la favorita, incluso por encima de su principal competidora, The Square, del sueco Ruben Östlund, ganadora de la Palma de Oro en el festival de 2017./
 El quinto trabajo de Lelio, que además marca la cuarta y hasta ahora última colaboración en el guión con su compatriota, el crítico de cine Gonzalo Maza, narra la historia de Marina Vidal, una mujer transexual que sufre la muerte de su pareja y que a partir de ahí debe enfrentar el rechazo y las distintas formas de violencia a la que la someten la ex mujer y los hijos del muerto. Pero aunque esa es su estricta sinopsis, debe decirse que en realidad la película se trata de otra cosa. O de otras cosas: sobre la identidad y la forma en la que esta se constituye; sobre la mirada, las propias y las ajenas, que van moldeando distintas formas de percepción; y, sobre todo, acerca de las fuerzas opuestas que intervienen en dichos procesos.
Entonces no es casual que Una mujer fantástica comience con una serie de planos de las cataratas del Iguazú, que retratan una fuerza de la naturaleza para representar aquello que no puede ser negado. La fuerza de lo incontenible, de lo que siempre ha estado ahí y cuya presencia no se puede ignorar. La fuerza de aquello que se impone por sí mismo. El guión volverá muchas veces sobre esta idea, poniendo en escena diferentes fuerzas naturales: un mural con la foto panorámica de un vendaval marino azotando una escollera; una lluvia torrencial que lo moja todo y todo lo penetra. Un viento furioso que en un momento cercano al clímax del relato le impedirá a Marina, cuyo nombre también da cuenta de una fuerza natural incontenible, seguir avanzando por la calle, en una de las escenas más hermosas de la película. Alegorías significativas para contar la historia de esta mujer trans que, es cierto, se enfrenta a fuerzas enormes que se oponen y hasta se niegan a darle una entidad humana. Pero que sobre todo dan cuenta de esa fuerza natural que no necesita de la certificación de nadie para validar su existencia, porque posee la potencia necesaria para imponerse y bastarse por sí misma. La fuerza de lo que es, de lo que ya es imposible negar.
Una mujer fantástica es un film sobre la condición humana, sobre la forma en que la sociedad sostiene un canon conservador acerca de qué se entiende y que se incluye dentro de lo humano. Y, por supuesto, qué es lo que se deja afuera de dicha categoría: lo inaceptable, lo indeseable, lo monstruoso. Esa duplicidad también recorre de punta a punta todo el relato, a través de una serie de juegos con los reflejos que el director va intercalando a lo largo de la narración, pero que tiene dos momentos de particular (y tal vez hasta excesiva) elocuencia. En uno se la ve a Marina desnuda, recostada con un espejito circular apoyado sobre su entrepierna, que le devuelve el reflejo de su propia cara. En el otro la protagonista se cruza en la calle con dos hombres que transportan un espejo enorme, que al ondular no consigue ofrecer un reflejo estable de su cuerpo, sino una serie de imágenes deformes.
Uno de los grandes méritos de este trabajo de la dupla creativa que integran Lelio y Maza es conseguir traer a escena aquello que hasta ahora estuvo condenado a ese fuera de campo de lo humano, para darle, quizá por primera vez, una representación cinematográfica autónoma. El otro es haberle confiado el rol protagónico a la actriz trans Daniela Vega, ella misma una fuerza natural capaz de sostener de manera soberbia el peso contundente de la película. 

Artículo pub licado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 22 de febrero de 2018

CINE - 68° Berlinale, Día 7: ¿Qué es lo que queda cuando se termina el amor?

Pasados más de dos tercios del Festival de Cine de Berlín, la reputada Berlinale que este año llegó a su edición 68°, puede decirse que la selección de cine argentino que han realizado sus curadores tiene un buen nivel que alcanza un pico alto en algunas de las diez películas que forman parte de la delegación nacional. Películas emparentadas directamente con la estética y la factura del cine de producción independiente, aquel que no tiene al mercado como primer objetivo, sino que explora en la posibilidad que ofrecen las formas de narración alternativas al relato clásico, aquel que tiene en la cinematografía estadounidense a su principal exponente. Y mientras algunas navegan entre esas dos aguas, otras van en busca de dar un paso más radical. La cama, opera prima como directora de la actriz Mónica Lairana, se ubica más bien sobre ese extremo.
La historia que en ella se cuenta no es para nada complicada. Se trata de un matrimonio de muchos años, con hijos ya crecidos que hace rato dejaron el nido, que enfrenta el último día previo a la separación. La película tiene a los integrantes de la pareja como únicos personajes, al que se le debe sumar otro, tan importante como ellos: la casa que están a punto de abandonar. Tanto es así que Lairana le dedica el primer minuto de la película a presentarla, recorriendo algunos de sus rincones para dar una idea cabal de todo lo que por ellos ha pasado y se ha ido acumulando a través del tiempo. Como la pareja, la casa también ofrece el aspecto entre caótico y desprolijo de quien todavía no ha asumido su destino y se aferra con desesperación al pasado. Los cambios que ella sufre en el camino que va del comienzo al final de la película se hace evidente el recorrido dramático habitual en el desarrollo de cualquier personaje.
Hay una gran valentía en la forma en que una cineasta novel como Lairana ha elegido y usado aquellos recursos que consideró serían los más apropiados para contar esta historia de dolor, sin importar la complejidad dramática que significaría ponerlos en escena. La cama empieza y termina con dos extensas escenas que se desarrollan en el lecho matrimonial de esta pareja en disolución, que incluyen sexo, frustración, histeria, amor, vergüenza, entre otras cosas. Realizadas en absoluta desnudez por los actores protagonistas, Alejo Mango y Sandra Sandrini (hija del icónico matrimonio que componían los actores Luis Sandrini y Malvina Pastorino), ambas fueron rodadas en una única toma y en ellas se condensa arco de la película.
La cama retrata el dolor con pasión, ternura y sin resignarse a perder el humor, herramienta que maneja con precisión minimalista y que aunque cuando aparece lo hace mostrando su cara más amarga, así y todo funciona como una oportuna válvula de escape. También registra de forma delicada las esencias de lo masculino y lo femenino, encarnadas en esos dos personajes que atraviesan ese momento de emociones a flor de piel de maneras ligeramente distintas. Lairana registra esas diferencias a través de pequeños detalles que, siendo evidentes, requieren de la atención del espectador para ser notados. Un ejemplo: tras la crisis inicial en la que la pareja no consigue consumar el coito, ella termina en una crisis de nervios que la deja exhausta y hecha un ovillo sobre el colchón, mientras él deambula sin rumbo por los ambientes mudos de la vivienda. Pero al rato él vuelve y se acuesta junto a ella espalda con espalda, hasta que finalmente junta valor y la abraza por detrás. ¿Qué pasa entonces? Él se duerme y hasta ronca, mientras ella se queda con los ojos como platos, con la angustia dándole vueltas y vueltas en la cabeza.
Lairana se sirve de cada situación para hacer que la vulnerabilidad de sus personajes se manifieste. Y ellos se convierten en un dique roto por cuyas grietas se va escapando, de a gotas pero cada vez con mayor fuerza, lo que queda del amor.

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

martes, 20 de febrero de 2018

CINE - 68° Berlinale, Día 6: Realidad, ficción y un final amargo

A la gente de Berlín le gusta el cine. Al menos eso se puede concluir al ver las salas colmadas en cada proyección a la que se asiste. Acá dicen que los berlineses son muy cinéfilos, pero que en invierno son más cinéfilos todavía, porque con el frío que hace en la calle meterse a una sala llena de gente es uno de los mejores planes que se pueden hacer en esta ciudad de noviembre a abril. Por eso la Berlinale se realiza en el mes de febrero, en pleno invierno, porque si la hicieran en cualquier otro momento del año es posible que el paisaje de las salas fuera más bien desolador.
Usando la misma lógica que en el párrafo anterior también se podría pensar que los alemanes aman al cine argentino, porque cada una de las películas proyectadas hasta ahora fueron recibidas a sala llena y generalmente saludadas con una salva de aplausos afectuosos. También los recibió en su estreno Marilyn, film debut de Martín Rodríguez Redondo que narra las dificultades con las que se va encontrando Marcos, un adolescente gay, en el pueblo de provincia donde vive, a partir del momento en que decide asumir su identidad sexual. Pero fueron aplausos qué sonaron distinto, aplausas que cargaban una mezcla de conmoción, angustia y desazón. No es que el público rechazara la película, inspirada libremente en un caso real, porque la respuesta durante la proyección fue buena. Los espectadores parecían sufrir con cada situación incómoda o humillante que atravesaba el protagonista en la pantalla y también se rieron con algunas situaciones un poco absurdas que se generaban a partir de su osadía ante determinadas circunstancias. Debe decirse que las poderosas actuaciones de todo el elenco, y principalmente la de Walter Rodríguez, el protagonista, funcionan como un canal muy eficaz para potenciar las emociones de la platea. Sin embargo los aplausos tuvieron algo de desconcierto.
La razón para ese cambio de actitud tiene que ver con un desenlace que si bien tiene su razón de ser y forma parte del abanico de lo posible para una historia como la que se cuenta, también es drástico y opuesto al esmero que el guión pone para generar en el auditorio un vínculo de creciente empatía con la historia del personaje. En otras palabras: Marilyn se propone y consigue que los espectadores se encariñen con Marcos, pero al final los abofetea con una decisión radical que sin dudas puede provocar sorpresa e incluso enojo..
 Durante la charla posterior con el público, Rodríguez Redondo argumentó que ese final le parecía apropiado para cerrar la historia de un chico que se va quedando sin salidas, en el marco de una familia que paralelamente también rueda barranca abajo en el plano social. Y es cierto que Marilyn ofrece por un lado un retrato muy preciso de la realidad cruel que Marcos atraviesa, y por el otro también da cuenta del desmoronamiento de las estructuras sociales en la Argentina, particularmente en el ámbito rural. Sin embargo, atendiendo a la permanente necesidad del director de recordar que su película no es la representación literal del caso en el que se basa, sino apenas una versión libre de la misma, también cabe preguntarse por qué no se permitió darle al protagonista en la ficción esa salida que no tuvo en la realidad. Porque está claro que el cine no es la realidad –ni siquiera en el caso del documental, género que trabaja directamente sobre el paisaje de lo real—, sino la versión personal que el cineasta decide construir a partir de ella. Es el director quien decide el destino de sus criaturas, él es el responsable de ese final amargo.
 Pero no se trata de cuestionar su decisión, que por otra parte es coherente con la realidad de muchos integrantes de la comunidad LGBTI, a los que la sociedad tampoco se las hace fácil. Lo que este texto se propone es, simplemente, manifestar la tristeza y el desacuerdo de este cronista con el destino que la película le impone (repito: le impone) a Marcos. Tal vez esa tristeza sea la misma que ayer sintieron muchos espectadores frente al final de Marilyn.  

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

lunes, 19 de febrero de 2018

CINE - 68° Berlinale, Día 5: Malambistas sensibles y chicos solos

La participación argentina en el Festival de Berlín tuvo su continuidad a última horas del viernes. Fue entonces cuando tuvo lugar la primera función de Malambo: El hombre bueno, nuevo trabajo del prolífico director cordobés Santiago Loza. Se trata de una ficción ambientada en el universo de los bailarines del tradicional ritmo argentino que pone el acento en algunas de sus particularidades. En primer lugar en su carácter viril, vinculado al ámbito de lo masculino. El propio Loza, que también es novelista y dramaturgo, mencionó su resistencia inicial a dirigir el proyecto a partir de sus prejuicios al respecto, por considerarlo un espacio muy vinculado con el nacionalismo y el machismo. Y aunque todo eso forma parte del imaginario que rodea al malambo, el director se permitió aceptar la película como un desafío personal para encontrar ahí otra cosa, una sensibilidad que exceda los límites de dichos prejuicios. Loza es un director cuya mirada siempre consigue encontrar la belleza escondida en lo evidente y Malambo: El hombre bueno no es la excepción. Filmada en un contrastado blanco y negro, la película cuenta la historia de un bailarín que tras haber sido derrotado en la final de un torneo nacional busca una segunda oportunidad. Para ello deberá superar la humillación que la derrota le provocó en su ego de hombre, en el sentido más machista de la palabra, pero también sus miedos y limitaciones físicas. Con desprejuicio Loza introduce algunos elementos de carácter casi subversivo dentro de su relato, a través de los que consigue ampliar el rango sensible del universo que retrata. Pero se trata de elementos ajenos al mundo del malambo, por lo cual deben ser atribuidos claramente a la particular mirada del cineasta, y no al objeto retratado. Aún sin ser del todo verosímiles, dichos elementos consiguen establecer una sinergia muy potente al combinarse con el carácter rígido y tradicionalista del malambo, que sin dudas es uno de los puntos extremos de la cultura folclórica argentina. Si la película representó un desafío para Loza debe hablarse de una prueba superada, en la que vuelven a hacer su aparición elementos que recorren toda su filmografía, como lo místico, lo religiosos y, claro, la culpa.
La sección Generation Kplus, que reúne trabajos dedicados al público infantil y adolescente, contó este fin de semana con dos estrenos mundiales de películas argentinas. Se trató de El día que resistía, de la directora Alessia Chiessa, y de Mochila de plomo, del cordobés Darío Mascambroni. La primera de ellas es una especie de loop escheriano en torno del universo de los cuentos de hadas, en la que tres chicos viven solos en una casa en medio del bosque mientras esperan el inminente regreso de sus padres. Dividida virtualmente en mitades, la película ofrece un segmento inicial en el que la ausencia de los adultos representa la liberación de todos los límites y represiones a los que habitualmente son sometidos los chicos. Fiestas de caramelos todas las noches, excursiones a la parte más profunda del bosque, juegos en los que las reglas cambian según los caprichos del deseo. En paralelo a esa instancia de goce que tiene lugar durante el día, la noche se presenta como un espacio en donde lo ominoso empieza a vislumbrarse. La hermana mayor duerme a los dos menores leyéndoles la truculenta historia de Hansel y Gretel, con la cual su propia historia mantiene algunos puntos de contacto, para luego encerrase en la habitación de los padres. Esa doble vulneración de lo prohibido, que el ingreso a la habitación paterna se dé durante la noche, tiene por supuesto un carácter de ritual iniciático que la película revelará de manera oportuna. La hermana mayor irá haciendo valer su poder a medida que la ausencia de los padres se va volviendo una situación irreversible. Ese será el espíritu de la segunda parte, donde lo que en principio resultaba estimulante (la soledad, la exclusión del elemento adulto) se va volviendo angustiante. Chiessa maneja con sorprendente buen pulso el trabajo de los tres pequeños protagonistas, cuyas edades oscilan entre los 10 y los 5 años, consiguiendo de ellos registros impecables. El día que resistía mantiene un diálogo directo con el film Nadie sabe, del cineasata japonés Hirokazu Koreeda, en el que también un niño-hermano mayor debe cuidar de sus hermanitos mientras aguardan el regreso de su madre. La gran diferencia es que el trabajo de Koreeda se hace fuerte en el realismo, mientras que el de Chiessa gana potencia en la posibilidad latente de lo fantástico y lo maravilloso (lo terriblemente maravilloso) acechando el terreno virgen de la infancia.
Por su parte Mochila de plomo es una suerte de coming of age que coquetea con lo trágico, en el que la instancia del crecimiento se vuelve una carga para su pequeño protagonista. La película comienza con reminiscencias ochentosas a las películas de pandillas de amigos que andan en bicicleta por el barrio, elemento que revivió y repopularizó la serie Stranger Things. Pero pronto da un giro para enfocarse sobre Tomás, un chico que pasa la mayor parte del día solo, cargando en su mochila con una pistola 9mm. Aunque se trata de una película que retrata el universo de las clases bajas, Mochila de plomo está lejos de regodearse en el miserabilismo. Mascambroni decide seguir a Tomás durante un par de días, para dar cuenta de los muchos elementos que lo hacen vulnerable tanto desde lo social como desde los emocional. De alguna manera Mochila de plomo es una nueva crónica de un niño solo, uno que decide tomar en sus manos algunas de las responsabilidades que los adultos que lo rodean no son capaces de asumir. Por supuesto lo hará como un chico, con las limitaciones que le imponen no solo la edad sino su entorno. Y si bien la película camina todo el tiempo sobre el delgado filo que separa al drama de la tragedia, acaba convirtiéndose en una historia de reconciliaciones, en donde lo más trágico acaba siendo el acto de aprender a aceptar el destino, por doloroso que este pudiera ser.

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

CINE - 68° Berlinale, Día 4: Los pueblos fumigados golpean Berlín

La Berlinale, el prestigioso festival internacional de cine de Berlín, es la primera cita ineludible del calendario cinematográfico, la que de alguna manera entrega los indicios iniciales de qué puede esperarse del año en materia de películas. Y como ya es costumbre, el cine argentino vuelve a ser un protagonista importante, el país de la región con más producciones (10) participando de las distintas secciones de la generosa programación del festival, compuesta por más de 400 películas. Un hecho que merece ser destacado dado el contexto de crisis del cine argentino, que quedó expuesto en abril del año pasado con la renuncia forzada de Alejandro Cacetta a la presidencia del Instituto del Cine (Incaa), y se agravó en diciembre con la publicación de la Resolución 1565 E/2017. La misma indicaba que “para el ejercicio en curso (2017) la partida correspondiente fue aplicada en su totalidad” y “se encuentran igualmente comprometidos la totalidad de los fondos destinados al otorgamiento de créditos para 2018”. En consecuencia “las solicitudes de créditos industriales otorgados de manera directa por el Incaa carecerían de fondos para ser atendidas hasta el ejercicio presupuestario correspondiente al año 2019”. Traducción: el Incaa no dispone de fondos para nuevas producciones hasta el año que viene.
Es cierto que a pesar de su importante cuota de participación, ninguna de las películas argentinas que participan este año de la Berlinale forma parte de su Competencia Oficial. Ahí las representantes iberoamericanas son apenas dos entre 20: la paraguaya Las herederas, destacada ópera prima de Marcelo Martinessi, y Museo del mexicano Alonso Ruizpalacios, protagonizada por Gael García Bernal. También podría sumarse la presencia del brasilero José Padilha, director de Tropa de elite, cuya película 7 días en Entebbe se presenta dentro de la selección oficial pero fuera de competencia. Y tampoco se trata de un film brasilero, sino de una coproducción multieuropea, protagonizada por el hispano alemán Daniel Brühl y los británicos Rosamund Pike y Eddie Marsan. 7 días en Entebbe reconstruye en tono de thriller el secuestro en pleno vuelo de un avión de Air France por parte de un grupo de extremistas pro palestinos en 1976.
De las diez películas argentinas programadas, cuatro tuvieron ya su premiere y en todos los casos se trató de estrenos mundiales. La más destacada de ellas es Viaje a los pueblos fumigados, no sólo por la trascendencia artística de su director, el también senador nacional Fernando Pino Solanas, sino por lo controvertido de su tema. Se trata de un relevamiento del impacto causado en la sociedad argentina por el modelo “sojero” de explotación agrícola, implantado durante la década de los ’90, incluyendo las consecuencias del uso de agroquímicos/agrotóxicos en la salud humana. La película, sencilla en su ejecución y desarrollo, es más potente por su calidad de expresión política que por sus cualidades cinematográficas. Un film con un mensaje claro y una posición tomada pero que, como dijo el propio cineasta durante la charla posterior a la primera proyección de su película, no agrega nada nuevo a lo que ya se conoce del tema a través de libros, estudios y ensayos. Sin embargo defendió a su trabajo en tanto herramienta para difundir esa información, que a pesar de ser pública es ignorada por una parte mayoritaria de la ciudadanía. “El cine es una herramienta fantástica, porque la potencia de las imágenes vivas supera a la de cualquier documento escrito”, dijo Solanas ayer en Berlín, quien fue acompañado en el ingreso a la sala por el director del festival, Dieter Kosslick, donde fue aplaudido antes y después de la proyección.
Es que la presencia de Viaje a los pueblos fumigados en la programación no representa solo una expresión de su autor, sino que el festival se la ha apropiado, en un firme gesto político. Es que la mayoría de los agrotóxicos cuyo uso indiscriminado es denunciado por el director en su película, como el glifosato o el endosulfán (este último prohibido desde hace años, pero aún en uso), son productos vinculados con Bayer, una de las multinacionales alemanas más poderosas del mundo. Y la película de alguna manera es una patada en la cara del gigante farmacéutico en el patio de su propia casa. Eso, siendo un valor enorme, no impide notar que se trata de un relato más valioso desde lo didáctico que desde lo cinematográfico. 

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

domingo, 18 de febrero de 2018

CINE - 68° Berlinale, Día 3: Entevista con Fernando Pino Solanas

“Desde adolescente siempre estuve muy motivado por la problemática de la Argentina. Búsqueda de identidad, la situación del país, su historia; esas son las cosas que me motivaron”, cuenta Pino Solanas para dar cuenta al mismo tiempo del recorrió de su obra cinematográfica y de las razones que lo llevaron a filmar Viaje a los pueblos fumigados, su nuevo documental. “Eso a pesar de que tuve una formación artística muy fuerte, porque estudie composición musical, piano, pintura, hice casi toda la escuela nacional de teatro porque quería dirigir cine… A pesar de todo eso mi primer largo es un ensayo sobre la Argentina y América latina: La hora de los hornos (1968). Y dije ensayo, porque estos documentales largos que hago son películas de opinión. Otros los escriben, yo los filmo”, detalla el cineasta y senador de la República. El documental tuvo su estreno mundial en el día de hoy en la 68° edición de la Berlinale, el tradicional festival de cine de la capital alemana. Se trata de una investigación acerca del cambio del modelo del negocio agrario argentino que representó la llegada de la soja transgénica a mediados de los años ’90 y, sobre todo, de los problemas que genera su aplicación, basada en una batería de productos químicos. Estos por un lado son indispensables para completar el ciclo productivo, pero también se encuentran cuestionados desde hace tiempo debido al grave daño que su uso indiscriminado produce en la biología del suelo y los peligros que representa para la salud humana.
Viaje a los pueblos fumigados es el octavo largometraje de una saga que Solanas comenzó a fines de 2001, en la que fue abordando de a uno diferentes problemas de la Argentina contemporánea que lo preocupan y con los que se fue encontrando a partir de su derrotero de hombre político. Es que en Solanas cine y política van siempre de la mano. Películas como Memorias del saqueo (2004), La dignidad de los nadies (2005), Argentina latente (2007), La próxima estación (2008), Tierra sublevada 1: oro impuro (2009), Tierra sublevada 2: oro negro (2011) y La guerra del fracking (2013) dan perfecta cuenta de esa simbiosis político cinematográfica. “Yo a partir del 15 de diciembre, en los días de verano en los acá que en el Senado no se hace nada, me dedico a filmar estas investigaciones que están muy ligadas a mi actividad, antes como diputado y ahora como senador”, confiesa Solanas.

-¿Siente que la acción cinematográfica que puso en marcha con cada una de estas películas tuvo algún efecto concreto, que han modificado la realidad que retratan?
-En principio ninguna película modifica sustancialmente la realidad. Ningún libro tampoco, sino que se agregan a un montón de acciones, de luchas sociales, debates, literatura. Por cierto creo que el cine tiene una contundencia que no tiene un ensayo escrito. Son momentos vivos que transmite una emoción y las imágenes se te quedan clavadas sin ningún comentario. Pero al mismo tiempo tiene la limitación de que no podés desarrollar mucho los temas. Es un arte temporal.
-El cine tiene esa potencia casi de documento incontrastable.
-Es un gran detonador-motivador. Esta película, por ejemplo, va a hacer que el espectador se ponga a estudiar realmente el tema. Haciéndola yo mismo aprendí a comer y quien la vea va a prestar más atención a lo que come.  
-¿Cuál es el punto de partida?
-Es un retrato del modelo agrario que en la Argentina se inició con la soja, con los transgénicos que desembarcan en el año 1995. En el 96 se legaliza la soja transgénica y desde la Argentina se llevó a Brasil, Paraguay, Uruguay. Argentina fue una suerte de portaviones. En este modelo la búsqueda de rentabilidad y de producción en escala llevó al transgénico, que modifica una serie de cosas. En principio porque no es posible si no va acompañado de una batería de herbicidas, funguicidas y plaguicidas. El suelo es un organismo vivo y esa batería química, que incluye al glifosato, lo que hace es liquidar todo y solo queda la plantita transgénica. El problema es que los suelos se hacen resistentes y los bichos también, entonces si antes se usaban dos o tres litros de glifosato por hectárea, hoy emplean seis o siete. En 2017 creo que se usaron más de 300 millones de litros de glifosato. Pero no es solo un problema de la soja: hoy cualquier tipo de cultivo se realiza con una batería de agrotóxicos, a los que antes se llamaba “fitosanitarios”. Fijate qué palabra. Pero son agrotóxicos, no solo porque enferman y matan, sino porque producen mutaciones genéticas.  
-¿Ese modelo a escala nacional podría haber sido impuesto sin apoyo?
-Cuando estas cosas se instalan lo hacen acompañadas por una fuerte promoción y publicidad. Se desinforma mucho a la población. En la película se muestran audiciones de radio y televisión y suplementos de los grandes diarios que promueven este modelo agrícola de transgénicos, incluida esta batería tóxica.
-¿Qué rol cree que jugaron los gobiernos que pasaron desde que funciona este formato de agricultura?
-Por supuesto que en una producción agraria que venía seriamente abandonada y maltratada (en los años 90 desaparecieron más de 100 mil pequeños y medianos productores), la posibilidad de que viniera una racha que asegura menos riesgo agrario, mayor productividad y mejor precio, fue una bocanada de aire fresco. Pero esas ventajas vinieron a costa de consecuencias no solo ambientales, sino también sociales, porque se produjo una migración grande del campo hacia pueblos y ciudades. Hoy la agricultura es sin agricultores y se maneja por teléfono.
-¿Y cómo afecta eso al consumidor?
-¿Vos sabés que una ensalada, que parece ser lo más sano, tiene encima de 10 a 20 pesticidas y funguicidas? Y los tomates, los morrones o las frutas, que por el color atraen más a los bichos, peor. Y a las frutillas no te puedo decir la cantidad que le ponen. En la sociedad actual se ha impuesto una deformación cultural en la que no importa cómo ha sido producido el alimento, sino su estética exterior. “Esto debe ser bueno porque se lo ve lidísimo”.
-¿Se pueden abordar temas como este o como el fracking, la explotación petrolera o la megaminería, sin hablar del sistema corporativo?
-Claro que no. Se trata de negocios fabulosos. Y además esto se ha establecido con la complacencia y complicidad de los distintos estratos de la conducción del país.  
-Y frente a esos negocios millonarios, ¿qué son las víctimas humanas?
-Nada justifica el daño a la salud de la población en cualquiera de sus niveles. Ahí podríamos decir que entra la ausencia del estado para fijar una normativa y un control por la seguridad del alimento y el cumplimiento de leyes que no se cumplen. El año pasado la Corte Suprema le exigió al Senasa que dijera qué porcentaje de agrotóxicos detectaba hoy en la verdura. A partir de ahí sabemos que arriba del 60% de la verdura llega a los mercados concentradores con altos niveles de sustancias prohibidas como el DDT o el endosulfato.
-El argumento para defender el modelo es que sin fumigación el negocio deja de ser sustentable. ¿Entonces cuál es la solución?
-La película de ninguna manera pretende resolver todos los interrogantes, sino que lo que hace es dar testimonio de una situación. Muchos han interpretado que la hice para atacar al campo o a los productores, para destruir la industria agrícola. Son disparates. Ojalá la película llegue a desencadenar un debate, porque mi intención nunca fue la de tener la receta. La película solo está marcando un gran problema que es desconocido por un sector mayoritario de la población.
-¿Y el estreno en Berlín que aporta?
-Obviamente es mucho mejor a que se estrene en mi barrio, donde no se va a enterar nadie. Nosotros no manejamos la prensa y acá si estás contra Macri, de Nación y Clarín estás borrado o semiborrado. Nosotros desde acá elaboramos cuatro o cinco comunicados diarios. No sale nunca nada. Y si no estás con Cristina o con el amigo Santamaría, tampoco estás en Página 12. Por supuesto siempre hay amigos que cada tanto publican algo en sus secciones. ¿Entonces para qué hago esta película? Bueno, creo que es un testimonio importante sobre la vida del país que contribuye a crear otra consciencia y fortalecer otra cultura.

Un político que filma; o un cineasta político  

-¿Cuál es el punto de equilibrio entre la política y la estética?
-Si lo supiera, querido… El uso de los lenguajes tiene una gran carga emocional y la combinación de las palabras o de las imágenes consiste en manejar esa carga. La estética es una trasmisora de emociones. La función elemental de un director de cine no es hacer un informe ni es escribir un guión, sino crear ese universo de imágenes, que tiene más que ver con los cuadros de una exposición que con una página escrita.
-Sin embargo usted lo llama ensayo.
-Porque efectivamente mis películas, estas películas, los son. Son películas de investigación, didácticas. Las hago pensando en un público joven, un público que no tiene ni idea de las cosas que están pasando.  
-¿A veces lo estético entra en conflicto con el discurso?
-Lo que comanda es el discurso, lo que uno está buscando. La composición de una película son imágenes y el cine no es televisión. La televisión presta un marco para presentar información. El cine en cambio es composición de imágenes que en sí mismas, con una buena fotografía, se convierten en una estructura emocional y dramática muy fuerte. Por eso la televisión no puede hacer lo que hace el cine.  
-Hacer una película demanda también una gran inversión de fuerzas. ¿De dónde saca usted tanta fuerza para seguir metiéndole al cine?
-Ojalá la tenga. Acabo de cumplir 82 años acá en Berlín y tengo todavía varias películas por hacer. Lo que pasa es que no tengo productor. Esa es la desgracia. ¿Por qué hice estas ocho películas, que podrían haber sido diez? Las hice porque de alguna manera forman parte de mi labor política. No podría haber hecho una película de ficción porque requiere mucho tiempo.  
-¿Entonces ya se despidió de la ficción?
-No, espero tener un productor para poder hacerla. Los documentales me los financio con mi sueldo y con las ventas de mis viejas películas.  
-¿Pero sigue escribiendo ficción?
-Tengo un par de proyectos, de ideas importantes, pero lo que me falta es un productor.  
-¿Y Berlín puede ser útil para encontrarlo?
-Bueno, Berlín es útil en la medida que demuestra que seguís en el cine. Y es útil para promover, porque vos no estarías acá si no te hubieras enterado que la película venía al Festival de Berlín. Yo no puedo poner un aviso en los diarios para promocionar la película, porque me costaría un brazo. 
-Entonces cuándo necesite poner un aviso piense en Tiempo Argentino, que nosotros no mutilamos a nadie.
-Vamos a ver (risas).

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

viernes, 16 de febrero de 2018

CINE - 68° Berlinale, Día 2: "Teatro de guerra", de Lola Arias: Historias de guerra, película de reconciliación

Tras su jornada inaugural, en la que la Berlinale desplegó gran parte de sus encantos para dar inicio a su 68° edición, el primer día activo del festival de cine de la capital alemana significó también el debut para una de las películas que quizá sea la más impactante que trajo hasta acá la delegación argentina. Se trata de Teatro de guerra, de Lola Arias, quien ostenta una larga experiencia en los territorios del teatro y las artes visuales, pero que da con esta película su primer paso como cineasta. El punto de partida es un experimento ambicioso y no exento de riesgos, que aborda el tema de la Guerra de Malvinas desde un punto de vista infrecuente.
La película comienza con una serie de entrevistas a veteranos de dicho conflicto armado, en las que a partir de primeros planos fijos cada uno va respondiendo a las preguntas de una presentación de rigor: nombre, edad, grado durante la guerra, ocupación actual. Pero no se trata solo de aquellos soldaditos argentinos hoy convertidos en hombres, sino también de soldados del ejército inglés que también fueron parte de aquel teatro de operaciones.
Más allá del idioma y de detalles superficiales como el color de los ojos o de la piel, ese comienzo sirve para poner en escena el carácter homogéneo de la experiencia de haber sido parte de una guerra. Es decir, nadie que haya participado de una guerra permanece indemne, todos salen heridos. No hay mejores ni peores, ni más ni menos dolidos. En esta visión abarcativa de la Guerra de Malvinas todos, argentinos e ingleses, comparten el lugar de víctimas. Esa certeza recorre el relato de Arias, quien lo hilvana a partir de breves viñetas en las que las experiencias personales, a priori intrasnsferibles, van siendo compartidas ya no con los propios compañeros, sino con quienes alguna vez fueron el enemigo más odiado.
Sin recurrir a golpes de efecto que sobrecarguen el relato, la directora consigue poner en acción la memoria a través de una serie de dramatizaciones. En ellas los protagonistas van recorriendo sus vivencias hasta entablar una comunicación que consigue ir más allá de los límites del idioma. Los argentinos hablan español y los británicos inglés, pero aun con poco conocimiento del idioma ajeno, así y todo se produce un contacto muy profundo entre ellos. Más allá de la diferencia de bandos desde dónde cada quien vivió la guerra, hay una experiencia común: de un lado y del otro los relatos apenas difieren en sus pormenores.
Un excombatiente argentino cuenta que a su regreso se volvió duro e insensible, recuerda el horror del suicidio de los compañeros, su adicción a las drogas y el alcohol. Un ex soldado inglés recuerda una y otra vez una misma escena, en la que un soldado argentino al que él mismo le disparó muere en sus brazos. Con recursos que muchas veces recuerdan a ejercicios teatrales o dramatizaciones terapéuticas, Arias consigue que el abismo de la guerra casi desaparezca, reuniendo cada miedo individual en un gran miedo común y haciendo que cada experiencia dolorosa se funda en un mismo y único dolor.
Resultan particularmente impresionantes dos imágenes. En una de ellas dos excombatientes, uno argentino y el otro inglés, se besan en la boca disfrazados con máscaras de goma de Margaret Thatcher y Leopoldo Galtieri. En la otra tres argentinos y dos ingleses se integran en una formación rockera e improvisan una canción punk sobre la guerra. Con muchísimos aciertos de puesta en escena, Teatro de guerra es una película que, sin negar ni olvidar, se propone sobre todo como una experiencia de reconciliación. Una experiencia de la que es recomendable participar como espectador. 

Artículo publicado originalmente en el portal de noticias www.tiempoar.com.ar

jueves, 15 de febrero de 2018

CINE - "El sereno", de Oscar Estévez y Juacko Mauad: Entre fantasmas y el inconsciente

Construido sobre la estética y a partir de elementos propios del cine de terror, El sereno sin embargo es otra cosa, una de la cual es difícil dar detalles sin revelar parte del truco de guión que le da sentido. Y aunque la película tiene varios puntos que merecen destacarse, esa característica recién mencionada es su debilidad más grande: El sereno a veces se pierde entre las vueltas de tuerca que convierten a su libreto en un laberinto. Curiosamente la historia que se cuenta tiene lugar en un enorme edificio semi abandonado de varios pisos que también es laberintico, en el que su protagonista deambula por las capas de un relato que se va moviendo entre la vigilia y cierto tipo de sueño, entre lo onírico y lo real, entre la consciencia y el inconsciente. Todo eso permite que la película pueda ser vista como una historia de fantasmas, pero también interpretada en clave freudiana.
 Fernando (Gastón Pauls) es contratado para trabajar como sereno en un depósito enorme que, a pesar de estar todavía en funcionamiento, pronto será demolido. El protagonista parece ser un tipo abrumado que recorre los espacios amplios del viejo edifico como quien atraviesa un largo e intrincado deja vu. Los primeros días de trabajo ahí no serán tranquilos. Las voces de unos vecinos que discuten pero se sienten como recuerdos; un corte de luz repentino lo sumerge en un concierto de ruidos perturbadores; una mujer que llora en el ala clausurada del edificio y parece conocerlo: las noches en aquel lugar se convierten para Fernando en un descenso infernal en el que deberá enfrentarse a demonios que parecen propios. Da la sensación de que El sereno responde a la lógica de cierto tipo de cine independiente en la que un relato se construye para aprovechar aquellos recursos que se tienen a mano. En este caso una locación, ese edificio impresionante dentro del cual transcurre el 90% de la acción, que desde el comienzo adquiere un rol co-protagónico. Y aunque en el balance general el trabajo de Federico Roca y Oscar Estévez con el guión es bueno, también hay algunas escenas en las que se vuelve evidente que han sido escritas para sacarle el jugo a un espacio determinado y buscando más provocar un golpe de efecto que engrosar la estructura dramática.
Estévez cuenta con el antecedente de haber escrito La casa muda, aquel film de terror que pasó por el Festival de Cannes y tuvo una remake en Hollywood. En su debut como director junto a Juacko Mauad vuelve a mostrar efectividad para crear ambientes y situaciones de tensión, y para forjar intrigas en torno de una situación misteriosa. Sin embargo muchas de las cuerdas que el relato va tensando parecen no haber quedado del todo amarradas, dejando la sensación de que son varios los cabos sueltos que hacen que el remate no llegue a colmar la expectativa que la acumulación de giros dentro de la trama se encarga de generar, debilitando lo que debería resultar una sorpresa. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 9 de febrero de 2018

CINE - "Paddington 2", de Paul King: La nobleza de un cuento infantil

Puede decirse que el estreno de Paddington (2014), dirigida por Paul King, resultó una grata sorpresa, que mereció críticas generosas y bien ganadas, y el módico favor del público. Sin embargo pasó y nadie la recordaba hasta el anuncio de su secuela, bautizada de forma sencilla y previsible: Paddington 2. Personaje casi desconocido en Argentina (hace unos años una serie animada se emitía por el canal Ta Te Ti de la TDA), el osito Paddington tiene una gran popularidad en el Reino Unido. Su origen literario data de 1958 y desde entonces su figura peluda, su montgomery azul y su sombrero rojo han conquistado cuanto formato y soporte existe, hasta llegar a esta versión siglo XXI que ahora suma su segunda entrega.
 Se trata de un film infantil de infrecuente pureza teniendo en cuenta los usos y costumbres del cine actual, en el que los productores se desesperan por alcanzar el nirvana del multitasking. No es que se trate de un producto con el que los chicos la pasan genial mientras los padres juntan paciencia para no balearse en los rincones. Al contrario, es una película encantadora en más de un sentido, que pueden disfrutar públicos de todas las edades. La diferencia es que ese goce no procede de chistes “para adultos” metidos de contrabando, sino de una capacidad para evocar sensaciones infantiles en el espectador ya crecido. Deliberadamente artificiales, una de las virtudes de las dos películas es su voluntad de traducir al lenguaje cinematográfico la experiencia de la lectura de un buen libro para chicos.
Más que voluntad, porque logra recuperar la sensación olvidada de escuchar un cuento a la hora de ir a dormir. No por nada la historia gira en torno del robo de un libro de dioramas que reproduce lugares emblemáticos de la capital británica, que a la vez funciona como elemento que alimenta la ambición del malo y saca lo mejor de los buenos. Una de las herramientas elegidas para alcanzar ese objetivo es la del humor físico, con la que se homenajea con inocencia a próceres como Buster Keaton o Harold Lloyd.
El primer paso para alcanzar esos éxitos proviene de la creación de un universo paralelo donde lo maravilloso es parte de lo cotidiano. Una versión de Londres en la que un osito que habla llega desde la selva peruana y no hay nadie a quien aquello le parezca extraordinario, sino lo más común del mundo. Así funciona la lógica de los chicos y a esa especie de liberación del corsé de la adultez aspira esta saga. También aspira al mensaje positivo y a las buenas intenciones, pretensión que arruinó más películas de las que uno quisiera, pero que acá funciona. No por el mensaje o las intenciones en sí mismas, sino porque estas no han sido puestas por encima de lo cinematográfico. El universo creado es lo suficientemente sólido como para conseguir que esa carga adicional juegue a favor en el balance final.
 Y como si todo esto fuera poco, Paddington 2 cuenta además con un elenco integrado por un puñado de los mejores actores británicos, que actúan como si fueran parte de la misma troupe circense desde hace años. Ellos son responsables de que el tono sobreactuado con que está narrada la historia sea aceptado como la única forma posible de hacerlo. Por otra parte, nada nuevo puede decirse de, por ejemplo, Hugh Grant, para quien la comedia es su hábitat. Notable es el trabajo de Brendan Gleeson, que consigue convertirse en una caricatura de profundidad y ligereza encantadoras. Y el trabajo de Sally Hawkins confirma su talento. Su cándida pero enérgica madre de familia es vital en el relato y permite entender qué es lo que vio en ella Guillermo del Toro cuando le ofreció el protagónico en La forma del agua, que le valió la nominación al Oscar como Mejor Actriz. Y así el elenco completo, que consigue hacer que todos crean que cualquiera se puede encontrar un osito parlante en una estación del tren en Londres. 

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

viernes, 2 de febrero de 2018

CINE - "El testamento" (Ha Edut), de Amichai Greenberg: Laberintos de la verdad

Los temas de la identidad y la memoria, tan vivos para la historia argentina reciente, vuelven a ser tratados de forma brillante en El testamento, segundo trabajo de ficción del director israelí Amichai Greenberg, quien para ello echa mano de las inesperadas herramientas del thriller y el suspenso. Greenberg, que también es el autor del guión, avisa desde una placa al inicio que la película se basa en acontecimientos ocurridos durante el final de la Segunda Guerra Mundial, aunque sin dar mayores precisiones al respecto. Lo que sigue, sin embargo, es una ficción a la cual es difícil vincular con algún hecho preciso, pero cuyos detalles pueden coincidir con muchos de los atroces acontecimientos producidos en el marco del plan de exterminio que el régimen nazi llevó adelante contra las personas de ascendencia judía.
Yoel Halberstam es un rabino e historiador que trabaja para el Instituto del Holocausto de Jerusalem. Ahí es responsable de una investigación que busca echar luz sobre el fusilamiento de 200 personas en las afueras de Lendsdorf, un pueblito de Austria cuyas autoridades pretenden levantar un complejo de edificios y comercios en el enorme predio en donde, se sospecha, está ubicada la fosa común que contiene los restos de las víctimas. Con una actitud excesivamente seca y en nombre del “progreso”, las autoridades austríacas le imponen al doctor Halberstam un corto período para aportar pruebas concluyentes que determinen la ubicación exacta de la fosa. Lo cual también equivale a dar pruebas de su existencia, que elípticamente a través de ese acto es puesta en duda, negada. Como si no fuera poca presión, el protagonista halla entre los testimonios clasificados de algunas víctimas del Holocausto el de su madre, a partir de cuyas declaraciones se desprenden datos que modifican su propia identidad. Halberstam descubre que no es quien toda la vida creyó ser.
Con inteligencia, Greenberg superpone dos laberintos y coloca a su personaje en el centro de ambos, extraviándolo en dos niveles distintos de la historia: la propia y la de su cultura. Pero en lugar de desmoronarse ante el desafío, Halberstam persiste en soledad en contra de su familia y de la institución para la cual trabaja, empecinado en resolver ambos acertijos. Paradójicamente para un buscador de la verdad, el protagonista descubre que dar con ella no constituirá una instancia sanadora para todos. Al contrario de los relatos que aborda, que se suceden entre las sombras de la duda y el horror, la película se desarrolla en escenarios luminosos. De los espacios amplios y vidriados del Instituto del Holocausto a los campos de Lendsdorf, un pueblo ficticio en la campiña austríaca, la claridad de una fotografía cálida domina el relato, relegando la oscuridad a las oficinas de Halberstam, en el sótano de la institución. Del mismo modo Greenberg no postula un modelo de heroicidad pura y unidimensional, sino que construye a su personaje haciéndolo transitar por todos los dobleces de lo humano. Que todo ocurra en el marco de las estrictas tradiciones de la cultura judía le aporta al relato un nivel de gravedad que sería inverosímil si transcurriera en otro contexto.
Un detalle de la biografía del director permite darle a su trabajo de ficción un nivel adicional. El personaje de Halberstam está basado en su propia experiencia como parte de los equipos que recolectaron declaraciones de supervivencia del Holocausto para el Archivo de Historia Visual de la Fundación USC Shoah, proyecto encabezado por Steven Spielberg, que reúne los testimonios filmados de más de 50 mil sobrevivientes de los campos de exterminio. El propio Greenberg ha contado en diferentes entrevistas que, alrededor del año 2000 y durante tres años, participó en Israel de algunos cientos de entrevistas similares a las que se recrean durante la película, incluyendo el testimonio de la madre del protagonista. Sin dudas esta experiencia ha resultado vital para que el hoy cineasta pudiera construir este relato, que a pesar de ser un trabajo de ficción cuenta con un alto nivel de realismo. Un gran ejemplo de cómo la ficción y los géneros cinematográficos, pensados y trabajados con inteligencia, pueden resultar un instrumento muy útil a la hora de retratar la Historia o la realidad.

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.

jueves, 1 de febrero de 2018

LIBROS - Hijos que escriben a sus padres: Una literatura filial

Hay un concepto bastante repetido que limita a un puñado de palabras los motores que impulsan la acción artística. Según esta mirada, toda creación es pasible de ser encuadrada dentro de unos pocos temas, dos en realidad, que conforman una entidad que sintetiza lo humano a partir de una serie de combinaciones de opuestos complementarios. Vida y muerte, amor y odio, deseo y repulsión, Eros y Thanatos. No hay obra de arte, dicen, capaz de evadir esta caracterización binaria y esencial, y en el particular espacio de la literatura no hay libro que escape a esta polarización. Existe sin embargo una tercera categoría, ínfima en volumen si se la compara con las otras dos, integrada por los libros en los que un único y poderoso elemento absorbe dentro de sí esas dos mitades de forma simultánea. A este pequeño núcleo pertenecen los libros que los escritores les dedican a las figuras de sus padres o madres. Solo en ellos el amor y el odio, la vida y la muerte, el deseo y la repulsión se funden y confunden en una masa de energía literaria ilimitada.
Los griegos, origen de la cultura y las letras occidentales, lo entendieron pronto. Algunas de las obras más destacadas de su mítica dramaturgia, de Edipo rey a Electra, giran en torno de ese centro y no es casual que 25 siglos más tarde Sigmund Freud regresara a dichos argumentos para construir sobre ellos parte de su revolucionaria teoría del psicoanálisis. Más o menos al mismo tiempo Franz Kafka escribía su extraordinaria Carta al padre, cuyo comienzo arrasador deja en claro la ambivalencia que suele habitar en casi todas las obras que abordan los vínculos parentales. “Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso escribiendo...”.
Universal como casi ningún otro, el tema del padre (o la madre) no ha dejado de producir ficciones, muchas de ellas versiones apenas veladas de historias reales. Es justamente esa poderosa universalidad la que podría explicar el gran éxito del reciente El salto de papá, en el que Martín Sivak, su autor, reconstruye la historia de su padre, Jorge Sivak, un heterodoxo banquero comunista que se suicidó en diciembre de 1990. El punto de vista es el de un hijo que intenta explicar las razones de su brutal ausencia y que no pierde la oportunidad de trazar una certera postal de una época convulsionada de la Argentina. Un par de años antes, en 2015, la escritora catalana Milena Busquets publicaba También esto pasará, novela de “ficción” en la que la crítica no tardó en hallar coincidencias con el vínculo con su propia madre, la mítica editora Esther Tusquets, fundadora del no menos célebre sello editorial que lleva su nombre. Una inspiración que la autora nunca negó.
En Nada se opone a la noche (2011), la escritora francesa Delphine de Vigan decide comenzar su relato describiendo a su madre muerta. Un punto de partida al mismo tiempo incómodo y conmovedor, desde el cual partirá en un viaje literario en busca de encontrar una explicación para la tristeza y la inestabilidad emocional de esa mujer que, como todas las madres del mundo, había signado su vida de hija. De Vigan consigue hacer que su propia historia se convierta, de alguna manera, en una apasionante novela de intriga. Un poco más radical resulta la apuesta del periodista y escritor argentino Jorge Barón Biza, quien en El desierto y su semilla (1998), su única novela, recrea la historia de horror de sus padres, el oscurísimo Jorge Barón Biza, también escritor, y Clotilde Sabattini. En el libro, Barón Biza hijo ficcionaliza su propia historia a partir de la agresión perpetrada por su padre, quien durante la audiencia del divorcio y en presencia de los abogados, arrojó ácido en la cara de su ex mujer, provocándole severas mutilaciones de por vida. En la novela es el propio hijo, alter ego del autor, quien socorre a la víctima, convirtiéndose en testigo del inmediato proceso de transformación del rostro de su madre, yendo de la belleza al espanto. El cuerpo de su padre sería hallado un día después, sin vida y con un tiro en la sien, una muerte que el propio Jorge replicaría arrojándose al vacío desde la ventana de su departamento en un piso 12, apenas tres años después de publicar El desierto y su semilla.
La lista de libros enumerados entrega una curiosidad: las escritoras hacen libros sobre sus madres y los varones sobre sus padres, detalle que tanto puede ser analizado por la crítica literaria como por la psicología. Una nota discordante en ese orden establecido la dio el escritor argentino Julián López con su novela Una muchacha muy bella, uno de los libros más elogiados del año 2013, en el que el autor reconstruye desde un narrador adulto la mirada arrobada con que de niño percibió a su propia madre. Justamente la hazaña literaria de López radica en la solidez con que va montando esa luminosa mirada infantil, que es además la marca que distingue a su libro de los anteriores. Si en aquellos el punto de vista del narrador estaba inevitablemente teñido por la muerte, acá es la vida la que alimenta el relato y suena lógico. La madre de Una muchacha muy bella es una de los 30 mil desaparecidos que dejó la última dictadura militar en la Argentina y, por lo tanto, la única de todos estos padres literarios que a los ojos de su hijo en realidad nunca murió.  

Artículo publicado originalmente en el Suplemento Literario Télam.

CINE - "Hablemos de amor" (Dobbiamo parlare), de Sergio Rubini: Teatro filmado alla italiana

Lo distintivo de Hablemos de amor, del italiano Sergio Rubini, es que, si se presta atención, ya en los títulos del comienzo hay un indicio muy claro de qué es lo que se verá a continuación. Entre las placas de las compañías que producen esta película, que llega a las pantallas locales con tres años de demora (se estrenó en Europa en 2015), hay una en particular que hace temer lo peor. En ella se ve un pequeño cuadrado azul sobre fondo negro, en el que con letras blancas puede leerse: Nuevo Teatro. En efecto, pasada la hora cuarenta que dura Hablemos de amor, todos los temores que estas dos palabras pudieran haber generado se habrán cumplido con precisión profética.
¡Teatro filmado, teatro filmado! Es la conclusión con algo de acusatorio que suele sacarse cuando una película reproduce el mecanismo de colocar a sus personajes en un living para hacerlos parlamentar de principio a fin. A pesar de que en este caso la escena se extienden a todos los ambientes del departamento romano en el que vive una pareja de escritores, incluida la terraza, la esencia es la misma. Y aunque es imposible no mencionarlo, bien podría ser un detalle menor si este espacio hubiera sido aprovechado cinematográficamente. Algo que no ocurre. Salvo en el plano secuencia con el que comienza, en el resto de la película la cámara se limita a estar ahí, como un espectador en su butaca, inmóvil incluso cuando se mueve. No hay mirada cinematográfica ni en la puesta ni en el encuadre ni en el movimiento. Entre los estrenos de esta semana se encuentra Vergel, de Kris Niklison, cuyas acciones también transcurren casi por completo dentro de un departamento y a la que se le pueden discutir muchas cosas, pero nunca su logrado trabajo de construcción cinematográfica. En Hablemos de amor no hay nada de eso. Lo que hay, en cambio, es un festival de excesos actorales.
Drama de parejas jugado desde la comedia, en el que la pareja que vive en el fatal departamento recibe la visita de sus mejores amigos, quienes no tiene mejor idea que ir discutir su divorcio en casa ajena, el film no solo resulta tosco desde lo cinematográfico, sino también limitado en términos dramáticos. Sus personajes recorren cuanto estereotipo exista: políticos, sociales, de edad, de género e incluso de nacionalidad. La forma en que los cuatro hablan a los gritos, como si no hubiera mejor detalle de color para retratar la “italianidad”, hace que Hablemos de amor se convierta pronto en un irritante y muy completo ejercicio de lugares comunes. Una película neurótica a la que el propio Rubini demuele en un intento de ironía final, haciendo que el más impresentable de sus personajes afirme que los neuróticos son los que “hacen avanzar al mundo”. La frase no parece un toque de humor autoconsciente.  

Artículo publicado originalmente en la sección Espectáculos de Página/12.